Tres diminutas coctelerías de Madrid recién abiertas que hacen barrio
Estos locales abogan por crear comunidad alrededor del cóctel, abrirse a comercios vecinos y animan la escena nocturna
El mundo del bar casi siempre ha transmitido cercanía. Quien más quien menos tiene un refugio próximo donde quedar con amigos y que, quizás, aún conserva un trato familiar. A pesar de los cambios en nuestras ciudades, siguen surgiendo negocios capaces de convertirse en parte de la vida de un barrio, con los que es fácil encariñarse. Aquí presentamos tres nuevas coctelerías que apuestan por la calidez: diminutas, personalísimas y en el que se bebe estupendamente bien.
Además, todas abogan por crear comunidad alrededor de la escena del cóctel, por abrirse a los comercios vecinos y por darle un arreón a todo lo que está pasando. No se amilanan. Y en todas suena buena música, dos de ellas hasta juegan a poner discos en vinilo, con selectores madrileños que reivindican los ritmos accesibles, pero poco convencionales; del soul a la bossa nova, pasando por el flamenco o la electrónica oscura y envolvente. Propuestas que avivan la convivencia y las ganas de sentirse como en casa.
Planta Baja
Kevo Jacoby, curtido en la coctelería barcelonesa (Two Schmucks, Dr Stravinsky), y el chef Juan Donofrio (Chispa Bistró) unieron fuerzas para abrir este sótano de aires madrileños hace escasos meses. Ocuparon el legendario St Johns, un barucho distinguido y medio oculto junto a la Casa de América. El espacio mantiene esa esencia de cueva de ladrillo visto, pero la barra va ahora al fondo, lo que hace que respire y gane en amplitud. La carta se compone de catorce mezclas innovadoras. Entre ellas, el Babaganilicin (14 euros), versión del clásico Penicillin con un giro gastronómico inspirado en el babaganoush, al que añaden cayena, cúrcuma y piña, mientras la base de whisky se refuerza con Hibiki Harmony y Laphroaig 10.
Otros imprescindibles son el Dry Bajito (14 euros), reinterpretación del Dry Martini con fat washed de mantequilla, fino y palo cortado, y la Paloma Porteña (13 euros), que combina mezcal, tequila y yerba mate. Para picar, anchoas de la firma Agur, setas confitadas, vitello tonnato de picaña y un sorprendente banana split con helado de plátano ahumado. Además, los fines de semana (y algún jueves) acoge pinchadiscos de culto, como Pablo Pueblo o Takumi Tomita.
Dirección: Calle del Marqués del Duero, 8, Madrid.
Cheequitín
La voz de Julio Iglesias comienza a resonar en Cheequitín cuando Marwan Chagouri se lanza a preparar una de las invenciones que aparecen en su carta. El curioso nombre es en honor al local, un minúsculo rectángulo con espacio para 16 comensales —que se sitúa estratégicamente a mitad de la calle Hartzenbusch— y a su socio, Peter Maliszewski, un bigardo de dos metros al que se refiere jocosamente como chiquitín. Dos verdaderos entusiastas del buen beber, cuyos cócteles son finos, balanceados y con una carga perfecta de lo que se entiende por nueva y vieja escuela.
Ambos han mamado coctelería de aquí y de allí (Himkok, en Noruega, o Gil’s Cocktail Bar e Inclán Brutal Bar, en Madrid) y se centran en tragos chiquitines de 85 ml (lo que serían 3/4 de un cóctel normal) que vienen con un maridaje. El concepto: reinterpretar clásicos en dosis pequeñas, servidos con bocados sencillos, pero pensados con mimo. Hay ensaladilla de hinojo con sardina ahumada, tapenade de oliva con navajas o bizcocho borracho con mascarpone de yuzu y naranja. El rango de precios va de 10,50 a 13 euros. Y entre sus gustos, Marwan se decanta por un Dirty Martini bien frío, sin diluir, y directamente del bote de aceitunas al vaso, y Peter se define como un fanático del Vieux Carré, receta que ha perfeccionado y desarrollado. Por cierto, la Mahou Clásica les gusta servirla a dos grados bajo cero.
Dirección: Calle de Hartzenbusch, 14, Madrid.
Scratch
Sobre el mostrador hay varios discos esparcidos: A Tribe Called Quest, Outkast, Peggy Gou, Pete Rock. Rápidamente, uno se puede hacer una idea aproximada de la vibra que se respira en Scratch, un viaje a la década de los noventas y dosmiles, cuando el hip hop más fantasioso y etéreo conquistaba las ondas. Así suena el exquisito y familiar reducto del beber inaugurado por Fernando Lobo a finales de diciembre en Lavapiés. Su pequeño espacio, una antigua heladería, Yoli, donde era más que habitual disfrutar de gintonics baratujos, helados a horas intempestivas y una más que deliciosa horchata con fartons, ahora integra a noctívagos de la zona e inquietos bebedores. Lobo, originario de Costa Rica, se especializó en coctelería en Suiza, Londres y Provenza, trabajando en hoteles y restaurantes. En Madrid, pasó por Four Seasons, Llama Inn y Fat Cats antes de abrir este lugar, en el que ofrece siete cócteles clásicos y siete de autor. Todos escandalosamente bien armados, la perfección es una de sus virtudes.
En los clásicos, el Daiquiri (12 euros) es clave: ron agrícola de Haití, lima fresca y azúcar, nada más. El Bamboo (12 euros) es puro equilibrio y el Jungle Bird (10 euros), con ron jamaicano y piña, es su versión de lo tropical sin caer en lo obvio. Los de autor juegan con técnicas y destilados fuera de lo común. El Canelita en Rama (9 euros) emplea chai latte clarificado y resulta en una mezcla sedosa que es terminada con brandy St. Remy, Cointreau y especias, mientras que el After del After (12 euros) es una divertida michelada con mezcal y bloody mix casero. También hay una coqueta y bien elegida muestra de vermuts, amaros y generosos, a los que se añaden dos vinos (4,50 euros) de la centenaria bodega Talamingo. Scratch, al igual que los buenos bares, sabe cómo equilibrar lo clásico y lo contemporáneo, lo cotidiano y lo inesperado. Y lo hace con cariño, respeto y mucho amor.
Dirección: Calle Argumosa, 7, Madrid