Estepa, el pueblo que quiere que el olor a polvorón de sus calles se convierta en Patrimonio
El Consejo Regulador impulsa que el aroma de los dulces sea declarado Patrimonio Mundial Inmaterial mientras las empresas locales apuran los últimos días de una producción que ronda los 15 millones de kilos anuales
En Estepa (Sevilla, 12.390 habitantes) la avenida de la Canela se cruza con la calle del Alfajor y, más adelante, con la calle Ajonjolí. Los nombres no son casualidad. Justo celebran los olores que impregnan las calles de este municipio buena parte del año, desde que en pleno verano arranca la fabricación de mantecados y polvorones. Entonces las fragancias especiadas irrumpen hasta en los vehículos que circulan por la cercana autovía A-92. Y alegran la vida cotidiana de los estepeños aunque el termómetro marque cuarenta grados a la sombra. “Imagina ahora, que hace frío y apetecen más. Es como vivir en Navidad durante mucho tiempo”, indica Palmira Blanco, vecina de una localidad que desde 2020 impulsa que el aroma sea declarado Patrimonio Mundial Inmaterial por la Unesco.
La localidad cuenta con un alcázar del siglo X y un patrimonio religioso sorprendente, pero ese aire dulzón es hoy su principal seña de identidad. Estos días, de hecho, la brisa del invierno enfría Estepa con toques de especias y almendra tostada. “Los que vivimos aquí estamos ya acostumbrados a ese olor tan característico de nuestras calles. Los visitantes se sorprenden, pero para nosotros es el día a día”, relata José María Fernández, presidente del Consejo Regulador de las Indicaciones Geográficas Protegidas (IGP) Mantecados de Estepa y Polvorones de Estepa, que rige y vigila la calidad de la producción local. Hoy la ciudad cuenta con 22 empresas, de las que 18 están acogidas a este organismo. Fernández destaca que más allá de la fama, la relevancia del sector en la comarca es enorme. Lo explica con cifras: 2.200 empleos directos —la mayoría ocupados por mujeres— y otros muchos indirectos de empresas auxiliares como cartoneras o gráficas, una producción de 15 millones de kilos en apenas cinco meses y una facturación que ronda entre los 70 y 80 millones de euros. Tras los números también se esconde el orgullo de los vecinos por sus mantecados y polvorones. Y el sueño de que algún día su singular aroma pueda ser reconocido por la Unesco. “Cuando empieza a oler así de bien en los patios, al abrir la ventana o al salir de casa es una alegría”, reconoce Conchi Rueda.
La mujer acude cada año a comprar sus polvorones favoritos a un pequeño despacho ubicado frente a la iglesia de San Sebastián, en el número 12 de la calle Corrientes. Se llama El Dulce Nombre y cruzar su puerta es como atravesar un túnel al pasado. La maquinaria jamás se ha cambiado desde que el padre de Rafael Arias abriera este obrador en 1940. Tampoco lo han hecho las antiguas mesas de madera repletas de cajones donde se realiza la masa o el horno de leña, alimentado con madera de olivo. “Seguimos elaborando todos los productos igual que entonces: cada paso se hace a mano”, destaca con amabilidad Arias, de 66 años, mientras muestra las instalaciones. Apenas cinco personas trabajan con él cada temporada, que él empieza en octubre, aunque las grandes fábricas del pueblo lo hagan en julio o agosto. “Ellos hacen cantidades enormes para las grandes superficies. Pero nosotros nos centramos en la calidad. Y, además, lo suyo es hacerlo cuando hace frío, porque salen más buenos”, señala, quien pone el acento también en ingredientes como almendra de Málaga, harina de Granada, manteca de cerdo ibérico de Huelva, aceite de oliva local o piñón de Pedrajas de San Esteban (Valladolid).
Hoy El Dulce Nombre realiza una treintena de variedades, pero el protagonismo se los llevan los productos originales, los que hacía su padre hace un siglo: mantecados de canela (8,25 euros el kilo) y polvorón de almendra (9,60 euros el kilo). En aquella época prácticamente en cada casa de Estepa se elaboraban también en un obrador muy parecido a este. La mayoría eran resultado de una herencia, la de Micaela Ruiz, que a mediados del siglo XIX solía hacer matanzas en el pueblo. Aprovechaba la manteca para hacer dulces como el resto de familias en el pueblo, pero la mujer decidió tostar la harina para que durasen más tiempo. A esa innovación se unieron los viajes de su marido —que trabajaba como era cosario, es decir, transportista similar a lo que son las empresas de paquetería hoy día— en los que aprovechaba para vender la producción de su mujer. “Ella lo cambió todo”, añade 180 años después Santiago Fernández, que con 48 años representa ya la quinta generación de una familia que fabrica bajo el mote que tenía la tatarabuela: La Colchona.
Elaboración artesana
El obrador de Fernández está ubicado en la propia casa familiar, donde siguen residiendo sus padres. Allí hay varias habitaciones reservadas para la producción, en la que son clave una veintena de mujeres que realizan cada paso a mano. “La única diferencia de los tiempos de mi tatarabuela es la forma mecánica de mezclar los ingredientes. El resto sigue siendo todo manual”, relata Fernández. Su forma de diferenciarse ha sido precisamente esa delicada elaboración artesanal. “Esto no es la fórmula de la Coca Cola. El mantecado lleva harina de trigo, azúcar, manteca de cerdo y canela, nada más. La clave es cómo lo haces y con qué materias primas”, insiste. Como su capacidad es limitada y la demanda es tan alta, el pasado 5 de diciembre cerraron la tienda online y descolgaron el teléfono “como las pizzerías cuando no dan para más”. Solo quienes encargaron antes o pasan por su despacho de la calle Santa Ana pueden probar ya su producción, donde hay desde colchoncitas de piñón (41 euros el kilo) a hojaldradas de chocolate (15 euros el kilo). Los más vendidos son los mantecados de aceite de oliva virgen (19,90 euros el kilo) y las milhojas rellenas de naranja (19 euros el kilo).
Las deliciosas de almendra (14,50 euros el kilo) son, por su parte, la especialidad del horno San Enrique. Sus instalaciones son más amplias, con una plantilla que alcanza las 70 personas y una producción que ronda las 500 toneladas, aunque a mediados de diciembre ya la actividad es prácticamente nula. Ahora apenas preparan los pedidos de la web, limpian la maquinaria y pican la canela —que llega en llamativas y largas ramas en paquetes de 25 kilos desde Sri Lanka— para dejarla lista para la próxima temporada. “El negocio lo empezó mi abuelo fabricando chocolate, pero cuando dejó de ser rentable se pasó a los mantecados. Hoy elaboramos una gran variedad de dulces enfocados a la Navidad”, señala Pedro Toro, de 54 años, que junto a su hermano Mario dirigen hoy la empresa, que llega a exportar a Japón, Estados Unidos o China, aunque la mayoría se queda en España. Más allá de los clásicos, entre los que más gustan destaca el polvorón de aceite y pistacho (13,50 euros el kilo).
“Es verdad que tenemos la competencia de otros municipios cercanos como Antequera (Málaga) o Rute (Córdoba), pero Estepa en sinónimo de mantecado y eso se nota. Como el olor de las calles: que huela a matalahúga, harina tostada, sésamo o canela es una delicia”, insiste Toro. “Y ese aroma no cansa nada. Nos gusta”, añade María de la Cruz, nacida en la cerca localidad de Gilena y que a sus 42 años lleva desde los 18 años trabajando en el sector. “Cuando salgo de trabajar y voy al pueblo a hacer alguna compra me dice la gente que huelo a canela y eso alegra a todos. Al final estar en esta industria es todo un orgullo, porque nos conocen en todo el mundo por ello”, concluye De la Cruz, mientras apura ya los últimos días de la campaña de 2024.