Las ventajas de ser cocinero de pueblo y no tener que servir ‘foie’ ni caviar
Chefs de entornos rurales se quitan complejos y presumen de una cocina con personalidad, de cercanía, y apegada a la tradición
Tráfico, semáforos que pasan del rojo al verde, bocinas, atasco, y de repente una carretera sin coches. A ambos lados, naturaleza, árboles en flor. La calma. A final del trayecto, Anciles, un pequeño pueblo oscense, en pleno corazón del Valle de Benasque, en el Pirineo aragonés. Uno de los paraísos naturales de España. Allí reciben, en el restaurante Ansils, Iris Jordán, de 28 años, en cocina, y su hermano, Bruno Jordán, de 33 años, en sala. Es la tercera generación de una familia entregada desde hace 35 años a la hostelería. Han decidido dedicarse a la cocina de pueblo. Una cocina que emerge de los inconvenientes que conlleva la alta montaña, “una vida complicada, con unos inviernos largos y una temporada corta de huerto”, reconoce la cocinera, que confiesa el recelo que tuvo a mostrar la gastronomía rural. “Daba miedo enseñarle a la gente, al turismo que empezó a llegar hace 51 años tras la apertura de la estación de esquí [Aramón Cerler], las patatas con sebo que comemos aquí”.
Este temor fue lo que le dio alas a esta joven, de 28 años, que este año forma parte de la lista de los 100 jóvenes talentos de la gastronomía española seleccionados por el Basque Culinary Center, para coger las riendas del restaurante familiar, huir del miedo y “dar valor a lo que da sentido a nuestras vidas”. Habla con orgullo de lo que han conseguido en el año que llevan ella y su hermano al frente del proyecto familiar: “Es difícil hacer alta cocina con los productos de nuestra tierra”. Pero no imposible. Se agudiza el ingenio.
Tampoco se sentían identificados con la filosofía del kilómetro cero porque esta recoge hasta 100 kilómetros a la redonda y “no nos reflejábamos en eso”, añade el hermano. “Nosotros nos sentimos más cómodos en el kilómetro metro, porque lo que buscamos es potenciar los sabores originales, lo que es nuestro, y eso nos ha abierto mentalmente ventanas. Buscamos la esencia más pura y no queremos evolucionar hacia el modelo de ciudad”, cuenta Iris Jordán, que ha elaborado un menú degustación enraizado en su entorno. “Parecía que era de pobres, pero hemos sabido sacarle partido a nuestras tradiciones, desde la migración, la trashumancia y la caza. Pensaba que se me iba a hacer difícil, pero no he tenido una temporada sin platos”. Si al principio elaboraba 25 bocados ahora ya prepara cerca de la treintena. Desde un helado de sopas de leche, a unos ñoquis con cardo y sangre, o un bombón de torteta blanca con manteca de cerdo. Así lo expresó en la tercera edición de Cocinas de Pueblo, organizada esta semana por los hermanos Echapresto —Ignacio, al frente de la cocina, y Carlos Echapresto, como director de sala—, en el restaurante que dirigen, Venta Moncalvillo, en Daroca de Rioja (La Rioja). Dos estrellas Michelin en un pueblo de 47 habitantes, según datos del censo de 2018. No ha sido fácil. Pero “somos lo que somos porque estamos donde estamos”, asegura el cocinero, que donde otros ven un hándicap por estar en un pueblo él ve virtud. “Estar aquí nos permite conectar con la tierra, con el origen y las tradiciones. No sabemos hacer otras cosas. En una ciudad tendríamos otras influencias, pero no tendríamos el arraigo y la autenticidad que tenemos”. Tampoco obvia el hecho de que los clientes han de recorrer kilómetros hasta llegar a este recóndito lugar. “Eso nos limita bastante, pero forma parte del encanto. La gente coge carreteras secundarias para venir hasta nuestra casa”, explica Ignacio Echapresto, que ha convertido su restaurante con huerto propio del que se nutre para sus recetas, en una de las referencias gastronómicas de La Rioja.
A última cociña do mundo, así es como define Xosé Torres Cannas, más conocido como Pepe Vieira —el nombre de su restaurante— su trabajo en Raxó (Pontevedra), donde cuenta con dos despensas: la ría y los minifundios. Después de trabajar en Santiago de Compostela, en Madrid y en diferentes países, “donde quemé etapas”, decidió volver al pueblo. En mente llevaba el referente de su vida profesional: el cocinero francés Michel Bras, que alcanzó el reconocimiento y el prestigio desde un pueblo, Laguiole, en una zona montañosa de la región de Mediodía-Pirineos. “Fue el precursor del ecochef, con una cocina basada en lo natural sin perder de vista la estética. Pensé que valía la pena apostar por un concepto de este tipo y diferente en mi pueblo”, explica el cocinero, que cuenta además con una finca de dos hectáreas con hotel, “una buena solución para fijar clientela”. A través de los viticultores empezó a entrar en el campo de la biodinámica y de esta manera cultiva un huerto de 4.000 metros cuadrados. Vieira cree, además, que los valores de los restaurantes en general se rigen por los valores del entorno rural, como son esa búsqueda de la sostenibilidad y la cercanía del producto. “Cuando empecé el foie lo invadía todo. Yo mismo hice platos con foie, porque todavía hay un complejo por defender la identidad propia. Y eso es lo que nos distingue”, añade el cocinero, que huye de las modas, de la “japonización de la cocina, del ceviche, del atún y del caviar”. También reclama que haya más agilidad en los trámites burocráticos y en la normativa para que la gente pueda abrir negocios en los pueblos.
De apegos también sabe Aitor Arregi. A Getaria, a Elkano, a las tradiciones, a sus padres, al carbón —en ese acto de desnudez de una materia prima que no aporta matices, dice—, a la latitud 43,2. la del Golfo de Vizcaya, al territorio. “Ese que hace que el animal sepa de una manera diferente a otro lugar”. Y defiende la diversidad de paisajes culinarios y la transmisión de conocimientos. Y ahí señala la importancia que para él tuvo, por ejemplo, compartir en 2007 unas jornadas sobre el verdel con el cocinero japonés Masayuki Narumi, que le descubrió el hígado del pescado. Otro motivo de orgullo es haber convertido la localidad, a 26 kilómetros de San Sebastián, en la que se encuentra en destino, no solo los fines de semana, “sino también el resto de los días”.
La becada, las setas de otoño y de primavera, las judías volcánicas y los embutidos son el leitmotiv del restaurante Ca l’Enric, en La Vall de Bianya (Girona), donde los hermanos Juncà —Jordi e Isabel en la cocina, y Joan al frente de la sala y de la bodega— forman parte de la cuarta generación de una familia que se inició en la hostelería en 1882. “Mis padres hacían cocina rural y nosotros hemos seguido su camino, como también lo harán nuestros hijos”, asegura Joan Juncá, orgulloso de que uno de los suyos le suceda en la sala. Defiende que estar en un paisaje singular, marcado por el bosque, hace que la cocina tenga una personalidad diferente. “El cliente que viene a nuestra casa sabe lo que busca. No viene a comer lo que hay en la ciudad. ¿Hay mejor caviar que una buena longaniza?”, pregunta.
A 147 kilómetros de distancia de Ca l’Enric, en Sant Martí Sarroca (Barcelona) se encuentra en el mágico marco del Penedès el restaurante Casa Nova. Lo dirigen el cocinero Andrés Torres, junto a su esposa y jefa de sala, Sandra Pérez. Imbuidos por un paisaje de viñedos, alejado de la población, hacen que los aromas y los recursos que les rodean sumen y aporten valor: desde elaborar el aceite que consumen, cultivar un huerto sin pesticidas, ya que disponen de un hotel de insectos, con avispas y abejas, a ahumar las carnes y pescados en un barril de vino, a preparar su propia sal y miel, a hacer encurtidos con los vegetales sobrantes, a moldear sus propias vajillas y recipientes —gracias a las dotes alfareras de Pérez—, a elaborar su chocolate con el cacao que traen de América Latina, tostar el café procedente de América Latina y Asia, o caldear el ambiente con biomasa del bosque. “Todo esto es posible porque estamos en este entorno. Además, nos gusta que los abuelos de la zona nos cuenten cómo hacían ellos las cosas. Es importante que la gastronomía respete las tradiciones, porque todo lo regional es lo que exportamos al mundo entero”, explica Torres.