Un paseo con Elena Reygadas, de las huertas acuáticas a su restaurante Rosetta
La mexicana, reconocida como mejor chef del mundo, muestra su día a día desde la adquisición de los productos naturales hasta el trasiego de su cocina en la colonia Roma de la capital
El sur de la Ciudad de México conserva aún las huertas que alimentaron al antiguo imperio mexica, cuando la zona entera era una enorme Venecia surcada de canales y lagos. Sobre esas aguas construyeron los prehispánicos una suerte de islotes a base de clavar empalizadas que rellenaban de lodo y que hoy son, todavía, fértiles parcelas, chinampas, donde se cultivan vegetales de toda clase. La trajinera en la que navega Elena Reygadas, proclamada ahora mejor cocinera del mundo 2023 por la organización The World’s 50 Best Restaurants, se abre paso por esos caminos líquidos flanqueados de juncos y lirios invasores hasta los sembrados. En el trayecto se saluda con agricultores silenciosos de piel morena que van al trabajo en canoas. Hace una mañana nublada y fría que pronto será hogareña en la cocina del Rosetta, donde la flor de izote, la sangre indolora del betabel, el pápalo y el mastuerzo, las hojas de mostaza y de melisa, el nopal y la cruceta, traerán al restaurante, uno de los más premiados de Latinoamérica, el sabor del antiguo México. Y del actual.
La alta cocina, como la alta costura, no está al alcance de todo el mundo, pero ambas crean tendencias para vestir el cuerpo y el alma a precios más modestos. En los últimos tiempos, los templos culinarios abandonan los oropeles en busca de nuevos ídolos: la naturaleza, la sostenibilidad, el aprovechamiento, la creatividad sin borrachera de medios. En esa ruta se sitúa Reygadas. De su visita a la chinampa, un ejemplo de agricultura que regenera suelos, saldrán las verduras de temporada a una hora escasa del paladar. Con la tierra recién aliviada de su peso.
Tras la oreja derecha de la cocinera, oculto por la maleza de un pelo rojizo y ensortijado, un tatuaje revela su pasión por los sabores anisados: es una flor de hinojo, con sus ramificaciones rematadas en bolitas, como un paraguas volteado por el viento. Será más visible cuando se amarre la coleta y comience la función, que para ella es cada mañana, después de dejar a sus hijas en la escuela, en la panadería Rosetta, a escasos metros del restaurante del mismo nombre que fundó en México tras formarse en Nueva York y Londres, y antes de todo eso, en la cocina familiar, donde una parentela extensa disfrutaba de los manteles y las sobremesas. Quién sabe si fue entonces cuando nació su gusto por los cítricos. O su amor incondicional al pixtle, el hueso del mamey.
Rosetta es un pan italiano, la película de los hermanos Dardenne y la piedra clave para descifrar los jeroglíficos egipcios. Todo eso le sugería a Reygadas, pero ahora es la puerta que descubre al comensal una cocina que ha relegado la carne frente a los vegetales. “Mi ruta ahora es observar y respetar los ciclos de la naturaleza, no forzarla, dejarla su tiempo. Prefiero la pureza de los ingredientes, en sabor y en estética. El sabor ante todo, pero lo bello es vincularnos a la tierra. Siento que la naturaleza ya hizo sus mezclas”. Una visita por un cacaotal sorprendió a la cocinera, porque a su alrededor crecía la hoja santa, una planta aromática en la que los mexicanos envuelven el pescado para darle sabor anisado. La naturaleza mostraba la hoja santa al lado del cacao y ahora uno de los postres más deliciosos de Reygadas son dos hojas santas cristalizadas haciendo un sándwich con mousse de chocolate. La hoja cruje fría y el cacao disuelve su mantequilla en el paladar. Naturaleza mexicana en la alta cocina.
El Rosetta es una casona porfiriana de las muchas que se conservan en la colonia Roma de la capital, de piedra y techos altos, balcones de balaustrada y rejería, y un señorial portón de madera rematado en arco que abre a un patio de plantas y arreglos florales. El palacete de varios pisos rodeado de árboles es por dentro una casa llena de habitaciones que han dado arquitectura al equipo: en una sala se desenvuelven los reposteros, que hoy muestran una bandeja de hojas verdes y pétalos de rosa de varios colores con grumos de azúcar, como la ilustración de un viejo herbolario. Mejor sabrá. Al lado se abre el cuarto de la pasta fresca: dos mujeres extienden una fina sábana amasada y con la manga pastelera van sembrando bolas de queso en formación militar. Después lo arroparán con el resto de la sábana y el molde metálico irá cortando de forma circular cada porción como pequeñas almohadillas rellenas. Listo para hervirse en agua. Dos habitaciones en otro piso están dedicadas a la cocina de producción, donde se trocean las verduras, se desmenuza y precocina el pato o se limpia el callo de hacha margarita, uno de los mariscos más singulares del Pacífico. En el rellano de la escalera hay espacio para el bar, que aprovechará la concha del callo de hacha pulverizada para destilarla con vodka y elaborar alguno de sus cócteles; otros tendrán sabor a guayaba o a chile habanero, el más mortífero entre los picantes mexicanos, capaz de cauterizarte la boca de un solo beso. El maestro coctelero lo despojará de sus tabiques y pepitas para que los extranjeros disfruten solo el aroma y no ardan en el infierno al saborear la margarita. Y ya en el subsuelo, bajo un artesonado de madera blanca, los cuartos de baño recuerdan al cliente que esto fue una vieja casa. Quizá este espacio estaba en su día reservado al cochero o al mozo de cuadra, quién sabe.
“Hola, chef”, “buenos días, chef”, “qué tal, chef”. Una legión de uniformados con mandil largo saluda a Elena Reygadas a su paso por la casa. Es tanta la preponderancia que ha alcanzado en las últimas décadas la alta cocina que uno parece estar metido en una película de las decenas que se filman sobre ello. Donde antes uno solo tenía ojos para el exquisito plato servido en la mesa, hoy el premio es meterse hasta la cocina, ver la trastienda, acalorarse en el horno de pan, saludar a los cocineros y felicitar al chef. Mientras a otros colegas de renombre les gusta estar en las sartenes, Reygadas ejerce de directora de orquesta, cada uno su perfil. Supervisa la cocina, da los últimos retoques a los platos, pide que le separen el coral del marisco, mira y remira el postre y ordena que lo sirvan en un plato distinto para que la bola de helado no emerja tan grande o resulte tan pequeña. Pero, sobre todo, piensa qué se comerá mañana, cómo de grande o de horneado debe quedar el hojaldre para rellenarlo de cangrejo, qué nuevos ingredientes entrarán por la puerta o cuál será el menú de la temporada que empieza, ahora que en México los meses secos están dando paso a la estación de las lluvias, la preferida de la cocinera, la del mamey y los hongos. “Solo hay que observar la naturaleza, solitos se llevan los ingredientes de la lluvia”, dice.
Las cocinas de estos restaurantes son, antes que nada, una fábrica de ideas y creaciones en las que participan los subchefs, los jefes de cocina, el maestro repostero y el artista coctelero. O también el becario más avispado o el mesero atento. Todo un equipo que en el Rosetta suma unas 80 personas, sin contar la administración. Verónica Carrillo, Karla Otáñez, Víctor Jiménez, Miguel Romero, todos imprescindibles para que las ruedas de la maquinaria giren sin mella.
Llegan los primeros comensales y los hornillos están todos encendidos. No se apagarán en ningún momento, tengan o no la sartén encima, no hay tiempo que perder. Buscando el decorado de las películas, sorprende el tamaño modesto de la cocina y se echan en falta los cacharros de cobre. “Tenemos acero inoxidable, los franceses son más del cobre, es por la distribución del calor, aquí solo los usamos para caramelizar y para el nopal”, explica Reygadas.
Minutos antes de atender las mesas, por el ojo de buey de la cocina se ve al equipo de pie reunido en círculo en la sala contigua, una extraña cofradía de uniforme oscuro y deportivas blancas. Preside la italiana Giulia Giacomoni, una de las capitanas de piso, de negro sacerdotal. Se dan las últimas recomendaciones a los meseros y se les pide que estén atentos a los requerimientos de la clientela. “Es importante mencionar que este plato se come con todo y sus hierbas”, “Quizá a ese pescado le faltaría un poco más de sal”, “¿dejamos la piel al pescado, ¿qué opináis?”, “a mucha gente no le va a gustar así”, “si está gomoso cambiamos la cocción, menos temperatura y más tiempo, pero entonces avisen de que tardará unos ocho minutos en llegar a la mesa”. Después se presenta el nuevo postre y todos van probándolo con sus cucharillas, igual que la que lleva la chef en la manga de su uniforme, tan imprescindible como las medias para la circulación cuando se pasa medio día en pie, o más. Hasta la sala llega un racimo de flores de izote para mostrar a los meseros y a los clientes que pregunten por la composición del dulce. Todos se familiarizan con la cascada de flores blancas que se pasan de mano en mano, las frotan, las huelen.
Entre jefes y camareros van desmenuzando el abordaje de esas horas que se vienen encima con el mismo estrés contenido con el que los alumnos se enfrentan, preparados, a un examen. Comienza el reto diario. Frente al fuego, con el moño estirado, una cocinera hace malabares en la sartén con la madeja de espaguetis, que impulsa como una ola donde surfean los ingredientes y se estrella de nuevo en el recipiente que crepita. Listos para el plato, últimos retoques, un rallado de limón, unas especias espolvoreadas, un toque mágico. No se oyen gritos ni se hacen aspavientos, manda un frenesí tenso que sigue la partitura de las comandas clavadas en el mueble. La orquesta ha empezado a sonar bien afinada.
El equipo no lo sabe todavía, actúa como un día cualquiera. Horas más tarde se enterarán de que la chef ha ganado este año el premio a la mejor cocinera del mundo y a buen seguro se multiplicarán los nervios y la responsabilidad. Quizá, incluso haya que hacer algunas modificaciones en el local y contratar más personal. Todo eso pasa ya por la cabeza de Reygadas, que guardó la sorpresa en el Rosetta. Y volverán a su memoria los recuerdos de una joven aprendiz que no dejaba de tostar pan jornada tras jornada. Entonces, como ahora, su mejor terapia será amasar pasta con las manos.