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Los ’gatos’ nos envidian la suerte a los provincianos, que supuestamente tenemos un plan alternativo consistente en volverse “a casa”
Este año los habitantes de Madrid que nos hemos ido de vacaciones fuera no estábamos simplemente y como todos los años cambiando de escenario. Estábamos además firmando un contrato de suspensión de la incredulidad, que es eso que ocurre en el cine con las películas, cuando el espectador deja de lado su sentido crítico, pasa por alto hechos probados e ignora la percepción cognoscible a cambio de adentrarse en el mundo de ficción que ve en la pantalla. Lo que tradicionalmente el madrileta, gato o de adopción, conoce como “desconexión” (expresión urbana, pre-pandémica, capitalista y grimosa donde las haya) este año se ha convertido en “acceso a otra dimensión”.
En dicha dimensión se ha aceptado colectivamente para “dinamizar la economía” -y para poder sobrellevar la pena- que el emperador llamado Coronavirus va vestido, o sea: que no se propaga de forma meteórica, no mata de manera cruel y no está aquí para quedarse. Todo era una pantomima, que terminó justo ayer. El regreso a la capital ha sido un buen sopapo, claro. Bajona épica. Chirrido de dientes. Invierno instantáneo. De la misma manera que nos robó la primavera y nos hizo pasar directamente al verano, parece que esta pandemia pretende que pasemos del estío al frío sin solución de continuidad. No solo en lo meteorológico -aunque el descenso de las temperaturas de un día para otro no ayude- sino en lo anímico. Y ahora que la red radial de carreteras va devolviendo a su eje a los que escapamos, los madrileños de adopción que un día vinimos a buscarnos el pan aquí nos preguntamos qué coño hacer con la maleta llena de sueños cuando los sueños se vuelven pesadillescos mientras los gatos nos envidian la suerte a los provincianos, que supuestamente tenemos un plan alternativo consistente en volverse “a casa”.
Yo recuerdo que cuando era niña había una señal inequívoca de que el invierno estaba cerca: las viñas de El Bierzo se llenaban de vendimiadores y el aire empezaba a oler ligeramente a pimiento. En alguna ocasión, durante mi adolescencia, fui a recoger uvas para ganarme un sueldillo, pero siempre supe que en el campo no quería trabajar. No sabéis cómo se le habían quedado los dedos de las manos a mi tía Ramona después de años de cavar y cavar. Seguramente en el lugar donde nací ahora mismo ya huele a pimientos que en esta época del año se asan y después se envasan. Aquel olor me deprimía muchísimo y sin embargo ahora pienso en él y sueño con escapar. Como si yo no hubiese escogido mi destino hasta ahora. Como si en las provincias para encontrar trabajo únicamente hiciese falta voluntad. Como si en los pueblos los pimientos nacieran solos y una conexión a Internet fuese la clave de la felicidad. Como si Madrid, que me lo ha dado todo, no fuese mi verdadera casa, mi ciudad.
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