Solos en la hora final
Los bomberos rescataron los cadáveres de 62 ciudadanos que murieron sin compañía en Madrid durante la crisis sanitaria. Estas son las historias de algunos de ellos
Uno.
Ana habitó durante décadas un mundo al que ya no pertenecía. Pasaba los días completando sudokus en su viejo salón decorado con muebles de los años cincuenta. El televisor, siempre encendido, era el hilo musical de su existencia solitaria. Vestía una bata floreada de guatiné con la que hacia breves incursiones callejeras a la farmacia o al supermercado. Cuando el gas natural llegó a su edificio, fue la única vecina que no quiso instalarlo. La anciana se apañaba con una estufa de dos resistencias que conectaba a un enchufe pelado.
Si el abogado que gestionó la herencia tras la muerte de sus padres y su hermano, sus únicos parientes directos, quería contactar con ella, telefoneaba al bar de abajo para dejar el recado. Antonio, el dueño, la avisaba a ella por el telefonillo. Cuando sonaba en casa el antiguo y pesado aparato, casi una reliquia, Ana descolgaba el auricular sabedora de quién iba encontrar al otro lado: “¿Dígame?”. Ese era uno de los pocos contactos que mantenía con el exterior.
Los vecinos, que conocían sus rutinas, se extrañaron. Al cuarto día de silencio llamaron a la policía
Durante este mes de marzo, su tímido ajetreo se calló para siempre. Los vecinos, que conocían sus rutinas, se extrañaron de que la mujer desapareciera de un día para otro. Pegaban la oreja en la puerta y en las paredes, pero no escuchaban nada. Ni el televisor, ni sus pasos cortos y arrastrados, ni la olla en la que calentaba agua para hacer sopa. Al cuarto día de silencio los vecinos llamaron a la policía. Los bomberos entraron en la casa forzando una ventana a la calle. En el interior encontraron el cadáver de Ana caído en mitad del pasillo. Los bomberos del Ayuntamiento de Madrid ya han rescatado durante la pandemia los cadáveres de 62 ancianos que murieron solos. En toda la región, 847 personas han muerto en sus casas.
La mujer nació, vivió y murió en este mismo lugar. Décadas atrás, este viejo edificio de Tetuán, un barrio popular de Madrid, no existía. En los años cuarenta, sobre el terreno, se levantaba una taberna de una sola altura. Alberto, el padre de Ana, entró a trabajar en ella de adolescente. Demostró que era listo y emprendedor. Los dueños le alquilaron el negocio cuando cumplió unos cuantos años más, y más tarde se lo vendieron. El hombre colocó un cartel en la fachada que debió llenarle de orgullo: “Casa Alberto”.
Convirtió la vieja bodega en un salón de baile. La historia del barrio cuenta que la España de la posguerra bailó, bebió y flirteó en Casa Alberto. A finales de los cincuenta, el propietario recibió una oferta que consideró generosa por parte de un constructor. El empresario demolería el negocio y levantaría de cero un edificio de cuatro plantas. A cambio le daría a Alberto un bar montado a pie de calle y un piso a elegir entre los seis construidos. El desarrollismo estaba a las puertas. Las ciudades crecían en vertical.
Alberto y su familia eligieron el 1º izquierda por sentido común. El edificio, rematado en 1960 según el catastro, no tenía ascensor. En ese apartamento de dos habitaciones y un pequeño patio interior donde tender la ropa se instaló el marido, su esposa Ángeles y los dos hijos del matrimonio, Alberto y Ana. La cocina, alicatada hasta media altura, el mobiliario y el baño de azulejos verdes que estrenaron ese año permanecerán idénticos, sin reformas ni cambios de estilo, hasta que los bomberos entren por la ventana 60 años más tarde.
La familia pasó de regentar un espacioso salón de baile a un diminuto bar de 40 metros cuadrados a los pies del edificio.
El bar nunca alcanzó la notoriedad del primer Casa Alberto, aunque daba para vivir.
En algún momento de la década de los setenta la historia de esta familia se comenzó a resquebrajar. La muerte repentina de Alberto, el padre, abrió una brecha. El testigo lo recogió su hijo. Le decían Tito. Se ocupaba de la barra y la caja con ayuda de Ángeles y Ana. El resto del tiempo, ellas lo pasaban de recados y llevándole tela a la modista de esa calle, Luisa Castro, para que les hiciera vestidos floreados a medida. Tito enfermó y murió.
Ana y su madre vivían de la pensión y del alquiler del bar. Comían allí a menudo, ellas apenas cocinaban. Su vida social se fue estrechando. Su círculo se limitaba al abogado que se ocupaba de sus papeles y la prima que regentaba el estanco. Ángeles murió en 2011 y fue enterrada en un nicho del cementerio sur de Carabanchel.
Tras la muerte de su madre, Ana se atrincheró en casa. Bajaba una vez al día al bar a por el menú que Antonio le preparaba ex profeso. Después dejó de hacerlo, y los camareros eran quienes se lo subían a casa.
— Anita, mujer, ve al cine, date una vuelta, vete de compras. No te pases la vida aquí encerrada, le decía Antonio.
— No me apetece, hijo mío.
Su blancura se volvió proverbial. Era casi transparente. Los rayos del sol no acariciaron esa piel en años. Antes de que España entera se encerrara en casa, Anita ya lo había experimentado. Ella inventó la cuarentena.
Mientras tanto, el bar se le quedó pequeño a Antonio. Su intención era comprar el local de al lado y unirlo. Antes tenía que convencer a Anita de que le vendiera el suyo. Ella solo se fiaba de una persona en este mundo: el abogado, cuyo padre asesoró al suyo. Como era de esperar, el abogado redactó el contrato de compraventa del bar, asesoró a Anita sobre sus fianzas y dejó todo en orden. De ahí en adelante, no debería preocuparse por su patrimonio. Podría surcar la vejez sin apuros.
La muerte encontró a Anita un día de principios del mes de marzo. Su cadáver fue uno de los primeros que los bomberos rescataron forzando puertas y ventanas por toda la ciudad cuando la covid-19 era ya una realidad en España. Anita inventó el confinamiento y más tarde fue pionera a la hora de morir sola, derrumbada en un pasillo, ante los ojos de nadie. Antonio el del bar, la modista Luisa Castro y el vecino Carlos Martínez, que aún recuerda el cadáver de Tito velado en su cama, trataron de averiguar dónde iba a celebrarse el funeral de Anita. Pero no lograron contactar con las sobrinas de su prima la estanquera, las únicas herederas.
Dos.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
El bombero acababa de entrar a la cocina a través de la ventana. La autoescala lo había elevado hasta la tercera planta de este edificio achatado y popular del barrio de San Blas. Llevaba consigo dos destornilladores y una alcotana por si había que romper el cristal, pero no los necesitó. Le bastó con doblar la carpintería de aluminio para sacar las dos hojas de la ventana. Suspendido en el aire durante unos segundos, entró por fin en la casa oscura. Repitió:
— ¿Alguien?
No recibió respuesta.
Su único sobrino, que trabajaba fuera de Madrid, la estuvo llamando varios días. Alarmado, se presentó en la puerta del edificio y avisó a las autoridades
Caminó los dos metros de largo de la cocina. Había platos en el fregadero y enseres sobre la encimera. Abrió la puerta y vio la entrada de la calle con las llaves puestas por dentro, la trampa que hacia imposible desmontar la cerradura por fuera. Siguió hablando en voz alta por si acaso. A menudo, entra en casas por las noches de gente que vive sola, como los ancianos que reciben teleasistencia y no responden al comunicador, y se topan a los inquilinos en mitad del pasillo, tras despertarse de un sueño profundo. Ambos se llevan un buen susto.
Pero esa tarde del 23 de marzo, Emilio Buale, bombero del Ayuntamiento de Madrid desde hace 26 años, no se cruzó con nadie. Avanzaba como un astronauta en el espacio, embutido en el EPI que debían enfundarse al entrar en viviendas durante la pandemia. Llegó a un pequeño salón presidido por una butaca, un aparador y un televisor apagado. Seguía sin haber nadie. A continuación encaró el pasillo, donde encontró algo. Era el cadáver de una mujer, encajado entre el corredor y la habitación en una postura extraña. Dedujo que la mujer se había caído y al intentar moverse a rastras había quedado atrapada en esa posición. Avisó por radio al compañero que esperaba fuera: “Posible Código 6. Presenta rigor mortis”.
La inquilina, de 51 años, vivía sola desde que murió su hermana, que ocupaba el apartamento de enfrente. Era teleoperadora. Su único sobrino, que trabajaba fuera de Madrid, la estuvo llamando varios días sin suerte. Alarmado, se presentó en la puerta del edificio y avisó a las autoridades. Desde que se llevaron a su tía se pasa por la casa una vez al día por temor a que se la queden unos okupas.
Tres.
Durante esas semanas, el cadáver de un hombre de 58 años fue encontrado en un edificio de Alcorcón. Llevaba más de 20 días muerto. Vivía casi en la indigencia. Diez años atrás, un hermano suyo se quedó dormido fumando y quemó el colchón. Las paredes de la casa se llenaron de tizne. El hombre se instaló allí sin hacerle ningún arreglo a la casa. Se preparaba la cena ayudado de la linterna del móvil. Los vecinos se apiadaron de él porque lo conocían desde niño. Hacía vida social en un bar de al lado, a cuyo dueño le hacía los recados. Tenía fama de ser buen recadero.
Cuatro.
Cuando los bomberos entraron en la casa a través de una ventana escucharon el sonido de una radio encendida. El ruido los guió hasta una habitación cerrada. Dentro encontraron el cadáver de un hombre tumbado en la cama, como si la muerte lo hubiera sorprendido en mitad de la siesta. Llevaba las gafas todavía puestas y un transistor Sony apoyado en el hombro.
Al día siguiente había agendado una cita con su médica de cabecera. Llevaba una semana en casa con síntomas de covid-19
Chema Candela, muerto unas seis horas antes de que hallaran su cuerpo, era periodista deportivo. Tenía 59 años. Al día siguiente había agendado una cita con su médica de cabecera. Llevaba una semana recluido en casa con síntomas claros de sufrir la covid-19. Quienes hablaron con él esos días por teléfono aseguran que resollaba y tosía con dificultad. Le costaba tanto esfuerzo hablar que a veces cortaba las conversaciones de golpe. Su móvil apareció repleto de llamadas perdidas.
Chema consagró su vida al oficio. Durante dos décadas fue el micrófono inalámbrico del Atlético de Madrid para Radio Nacional de España, es decir, el periodista que informa a pie de campo, el que entrevista a los jugadores al acabar el partido. Aquello que José María García convirtió en arte con su verborrea.
Seguidor del Atlético por herencia de su padre, detrás de las vallas de publicidad de los campos de fútbol encontró su territorio natural. En ningún lugar fue más feliz que ahí. Su boda con otra periodista más joven la ofició el padre Daniel, el cura del club. Ese día él viste traje oscuro. Su corbata es gris. Ella lleva un vestido de novia blanco y liso, de dos piezas. Frente a una tarta de cinco pisos sostienen una espada toledana con las manos entrelazadas.
— A nuestra boda vino Antic, Goikoetxea..., recuerda su expareja, Cristina.
— ¿El que le rompió la rodilla a Maradona?
— Ese.
Tres años después nació su único hijo, Javier. Mientras la madre descansaba en la habitación, Chema recorría los pasillos con el teléfono en la oreja. Daba la exclusiva de que un jugador sufría un cáncer. Era el primero en contarlo. El maestro de periodistas Miguel Ángel Bastenier llamaba a eso acertar en el blanco móvil, una ocasión que a los profesionales se les presentaba una o dos veces durante su carrera. A algunos, nunca. Sin embargo, ese día Chema la tenía entre las manos. Esa gloria se desvanecerá con las noticias del día siguiente, resultará efímera. Pero en ese momento era suya y nadie se la podía arrebatar.
El pequeño nació con un problema de salud. A los cuatro meses se sometió a una operación complicada en la cabeza. Creyente sin pacatería, el periodista prometió que si el niño sobrevivía a la intervención no acudiría durante un año completo al Vicente Calderón, el viejo estadio del Atlético. No se planteaba un sacrificio mayor que ese. La operación fue bien, y él cumplió la promesa. Los jugadores miraban a la banda y no veían a Chema, el incombustible. Se les hacía raro. El presidente del equipo, Jesús Gil, mandó un ramo de flores a su casa.
Con el Atlético vivió unos cuantos disgustos. Lloró con los futbolistas en el vestuario del campo del Oviedo, en el 2000, cuando el club bajó a segunda división. Le recuerdan en posición fetal, con las manos en la cabeza y las gafas empañadas. Esa tarde entró en antena con la voz quebrada. En 2014, cuando el Atlético perdió la final de la Copa de Europa en Lisboa, adonde fue en busca del santo grial de su equipo, lloró como un niño. Dos años después, cuando se repitió la escena en Milán, apenas pronunció palabra. Se fue temprano a dormir.
El divorcio, a finales de la década de los 2000, cayó como plomo fundido en su vida. La situación no cuadraba en sus esquemas de hombre tradicional. Se volvió más taciturno. Cayó en un estado de melancolía que, según su hermano Germán, le acompañaría hasta sus últimos días, con mayor o menor intensidad según la época. Se mudó a la casa de sus padres en Carabanchel, un trago para alguien que ronda los cincuenta, y más tarde ahorró suficiente para vivir solo en el piso de Boadilla del Monte en el que lo encontraron muerto el 19 de marzo.
Buscó refugio en el trabajo. El productor Rodrigo Vivar, uno de sus mejores amigos, solía llegar al aparcamiento de la radio, en Prado del Rey, sobre las 7.30. El coche de Chema ya estaba allí. Cuando Vivar se iba a las 17.30, el de Chema seguía en el mismo lugar. Así un día detrás de otro.
Era generosísimo. Desprendido como solo puede ser un hombre sencillo. Charo Montecelo, una amiga que tuvo en la última etapa de su vida, recibía siempre el día de su cumpleaños un estupendo ramo de flores por mensajería. Hace poco un amigo íntimo se quedó sin trabajo y él iba a Hipercor cada semana a hacerle la compra. No poseía objetos caros, ni hacía acopio de todas las camisetas que le regalaron los jugadores del Atlético. Él a su vez lo regalaba todo. Tenía ese don.
La familia dividirá sus cenizas. La mitad irán a parar al panteón familiar de Torrejón de Velasco, el pueblo de sus orígenes. La otra mitad las guardará su hijo en una urna. Una madrugada, noche cerrada, el muchacho se acercará a lo que queda del estadio Vicente Calderón y, cuando nadie le vea, retirará la tapa y esparcirá los restos de su padre sobre el viejo campo de fútbol. Cenizas sobre cenizas.
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