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TEATRO

Frío estreno en el TNC de la nueva obra de Carles Batlle sobre un encuentro de dos mitos eróticos del cine, Hedy Lamarr y Marilyn Monroe

El exceso de citas cinéfilas y biográficas lastra el duelo de las divas en la sala Tallers del teatro

Casanovas y Conejero en 'Lamarr-Monroe'.
Casanovas y Conejero en 'Lamarr-Monroe'.MAY ZIRKUS

Hacer teatro desde la pasión por el cine entraña muchos riesgos. El dramaturgo catalán Carles Batlle los afronta en su nueva obra, Monroe-Lamarr. El autor de éxitos como Temptació domina el muy británico arte de los diálogos ácidos que, sin perder la elegancia y con fino humor, destilan buenas dosis de irreverencia y sarcasmo. Los hay en su nueva pieza, centrada en un hipotético encuentro entre dos grandes mitos eróticos de Hollywood, la hoy menos conocida Hedy Lamarr y la rubia más explosiva del celuloide, Marilyn Monroe, pero el exceso de citas cinéfilas y biográficas acota las emociones de los personajes.

En esta semana de resurrección teatral tras el cierre total, el Teatre Nacional de Catalunya (TNC) estrenó el miércoles Lamarr-Monroe (en la Sala Tallers hasta el 20 de diciembre) en un montaje dirigido, también desde la pasión cinéfila, por el atareado Sergi Belbel, a punto de estrenar en el Poliorama un nuevo montaje del gran éxito de Jordi Galceran, El mètode Gröndholm. Fría velada, por cierto, con aplausos poco entusiastas y sin la presencia en la ronda de saludos de Batlle y Belbel

Fiel a su estilo, Batlle, construye en Lamarr-Monroe -título menos atractivo que el subtítulo, Still Life (Naturaleza muerta)- un laborioso puzzle en el que juega con la yuxtaposición de espacios y tiempos, la fragmentación de escenas y la creciente tensión, planificada al hilo de las intenciones ocultas de los personajes. Duelo de divas que protagonizan, con buenos momentos, Laura Conejero (Hedy) y Elisabet Casanovas (Marilyn), y complementado por otros dos personajes reales, el periodista William J. Weatherby, autor de un retrato biográfico de Marilyn, y Anthony Loder (Tony), el hijo de Lamarr, voluntariosamente encarnados por David Vert y Eloi Sànchez, poco creíble como adolescente embobado por los encantos de Marilyn.

El duelo flaquea por el lado humano, quizá por la artificiosidad de una puesta en escena más sofisticada que glamurosa, o por lo poco creíble de algunos secretos ambientados en plena guerra fría, en la Crisis de los Misiles de Cuba, con aires de thriller cuyas claves no hay que desvelar. Los mejores momentos aparecen cuando vemos como Monroe se mira en la decadencia de Lamarr para contemplar su propia decadencia.

En el cara a cara de dos estrellas en el ocaso de sus carreras -Lamarr reinó en el Hollywood de los años cuarenta y Monroe ocupó el trono en los cincuenta- chirrían muchas cosas. De entrada, hablan y hablan y hablan para que el espectador, que conoce más o menos bien la personalidad de Monroe, y su trágico final -el encuentro se sitúa en 1962, poco antes de su muerte- vaya descubriendo lo mucho que ignora de Lamarr.

La obra arranca en 1997, con el hijo de Lamarr recogiendo, en un acto de desagravio, el Premio Pioneer por la invención de un sistema de comunicación destinado al control remoto de torpedos que la actriz vienesa, también ingeniera e inventora, patentó junto a su segundo marido, el compositor George Antheil, pionero en la sincronización de instrumentos, autor de sinfonías y música para el cine, con partituras tan originales como Ballet mécanique en la que empleó, causando gran revuelo, 16 pianolas sincronizadas.

La acción dramática se inicia realmente con un primer salto temporal, el encuentro, algo cargante, de Weatherby y Lamarr en 1966, el mismo día en que la actriz, ya fagocitada por la machista e ingrata industria de Hollywood, sufría un patético juicio por un robo en unos grandes almacenes. Sí, además de ingeniera técnica e inventora, era cleptómana, fanática de los cosméticos y, aunque eso no sale en la obra, de la cirugía estética. En su encuentro, hablan de Clark Gable, Errol Flynn, Humprey Bogart, Frank Sinatra y Johnn Kennedy, pero también de Hitler y del primer marido de Lamarr, un empresario judío que vendió armas a Mussolini y al mismísimo führer; por sus servicios le concedieron el título de ario honorario.

Como el gran público lo ignora casi todo de Lamarr, en los diálogos, que a veces parecen monólogos cruzados por exceso de datos, el autor nos informa de su origen judío, del escándalo que provocó la película Éxtasis, en la que pasea desnuda y finge un orgasmo, de su huida a los Estados Unidos y de su faceta científica y su invento, un sistema de codificación de transmisiones que abrió el camino hacia el actual sistema de Wi-Fi.

Para dosificar tanta información (a veces parece un documental), el montaje incluye proyecciones domésticas de escenas de Éxtasis, Sanson y Dalila y, entre otras películas, Blancanieves, de Disney: Lamarr sostenía que Blancanieves llevaba su mismo peinado. Y algunas canciones: destaca Casanovas cantando A fine romance. Un puzzle difícil de encajar en el que la verdadera emoción llega en la escena final, con una Elisabet Casanovas, quizá demasiado joven para el papel, que se crece en el retrato humano de Marilyn ante una Laura Conejero que intuye el trágico final de su colega.

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