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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La sentencia que nadie leyó

Invocar que la culpa de la actual situación política fue la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya no se aguanta por ningún lado. Es evidente que se aprovechó para manipular a los catalanes

Manifestación en Barcelona contra la sentencia del Estatut, en 2010.
Manifestación en Barcelona contra la sentencia del Estatut, en 2010.TEJEDERAS
Francesc de Carreras

Estos días se cumplen 10 años de la aprobación y publicación de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunyaa. Quienes no la leyeron siguen diciendo las mismas falsedades de siempre: la ignorancia es atrevida, la mala fe es infinita.

El actual mensaje del independentismo —y de buena parte del socialismo catalán, corresponsable del Estatuto— sigue siendo la peregrina teoría de que la sentencia rompió un “pacto constitucional”, se supone que entre Cataluña y España. Sin embargo, tal pacto es inexistente, nunca tuvo lugar: la Constitución fue aprobada por las Cortes, es decir, el Congreso y el Senado y, en último término, ratificada por una inmensa mayoría del pueblo español.

Así consta explícitamente en el encabezamiento de nuestra Constitución y se repite en el inciso final de su breve preámbulo: “Las Cortes aprueban y el pueblo español ratifica la siguiente Constitución”. No hay un pacto entre representantes de dos pueblos distintos —Cataluña y España—, sino un acuerdo entre ciudadanos españoles. Es decir, es una Constitución y no un tratado: si fuera un tratado estaríamos ante una confederación, es decir, un pacto entre Estados previamente independientes.

Hay una larga tradición en el constitucionalismo que tiene esta misma base política y jurídica. Por ejemplo, la Constitución norteamericana de 1787, la primera Constitución de la historia, todavía vigente, empieza con el célebre ”We are the people of the United States” (nosotros somos el pueblo de Estados Unidos), es decir, el poder constituyente está en el pueblo, en los Estados de las excolonias inglesas. De ahí se deduce que todas sus normas, incluidas las constituciones de cada uno de los Estados federados, quedaron sometidas jerárquicamente a la Constitución.

Este principio fue declarado definitivamente en la famosa sentencia Marbury v. Madison del Tribunal Supremo pronunciada en 1804. Tras la cruenta guerra civil del Norte contra el Sur (federales contra confederados), el Tribunal Supremo aplicó esta doctrina a la unidad federal en la sentencia Texas v. White (1869) mediante un principio clarísimo: Estados Unidos es “una unión indestructible de Estados indestructibles”, los mismos términos que invocó recientemente el presidente Obama para rechazar una petición de secesión por parte de un Estado.

Pues bien, nuestra Constitución, en este aspecto, es muy semejante a la vieja constitución norteamericana: no es un tratado y el Tribunal Constitucional ejerce de garante último de su cumplimiento. Ello es lo que ignoraron quienes rechazaron la sentencia del Estatut llegando a declarar que era ilegítima por antidemocrática, ya que un poder jurisdiccional como el TC no podía contradecir lo aprobado por el pueblo de Cataluña en referéndum. Antes de la sentencia hubo fuertes coacciones al TC. La más conocida fue el editorial conjunto de 12 periódicos catalanes en el que se pedía que los magistrados declarasen la plena constitucionalidad del Estatut, ya que se trataba de una cuestión política. Poco respeto por el Estado de derecho —además de mostrar la falta de pluralismo de la prensa catalana— manifestaba este editorial: en realidad pedían que los jueces prevaricasen. En una resolución del Parlament se pidió al Tribunal que se inhibiese por ser incompetente: más de lo mismo.

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Por último, a las pocas horas de conocerse el fallo de la sentencia pero no su contenido, es decir, sus argumentos, el presidente Montilla, en solemne alocución televisada, instó a la sociedad catalana —recogió el guante Òmnium Cultural— a que se convocara una manifestación que tuvo lugar el 10 de julio, la primera de las manifestaciones denominadas multitudinarias: un millón y medio de asistentes según los organizadores, 425.000 según EL PAÍS, 64.000 según la empresa especializada Lynce. Empezaba el populismo político catalán.

Ahí empezó todo, pero no fue la causa de todo. Las causas estaban en la política de construcción nacional que empezó en 1980, en el lema “España nos roba” de unos años antes y en el malestar social que provocó la crisis de 2008. Por parte del independentismo que propugnaba explícitamente ERC y, sin todavía decirlo, CiU, se aprovechó la ocasión. El PSC fue el colaborador necesario.

Nadie había leído la sentencia: se publicó el 9 de julio, un día antes de celebrarse la manifestación, cuando todo estaba ya preparado para celebrarla. Invocar que la culpa de la situación a la que hemos llegado fue esta sentencia no se aguanta por ningún lado. Que se aprovechó para manipular a los catalanes es más que evidente.

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