Todo lo que aún no es normal en Paiporta, el epicentro de la dana, 36 días después de la riada
El negocio más exitoso es la lotería, con supersticiosos que hacen cientos de kilómetros buscando suerte en el desastre
Juan, almeriense, hostelero en paro, espera su turno en la lotería La Millonaria, uno de los pocos locales abiertos tras la catástrofe en el epicentro de la dana. “Siempre que pasa una desgracia, hay que comprar”, explica, casi extrañado por la pregunta. Por la mañana cogió el coche, hizo 450 kilómetros hasta Paiporta, gastó 800 euros en décimos —tenía encargos de familiares y amigos— y se volvió a su casa. No es el único. La cola llega casi hasta el barranco que el pasado 29 de octubre se tragó vehículos, locales, viviendas, los ahorros de toda una vida… “Todo el mundo quiere irse con un pedacito de suerte”, explica Cristina, la administradora, que ha dejado de lado su casa inundada para centrarse en el negocio. Cuando todas las rutinas han sido arrasadas por el barro, la única tradición que persiste tiene que ver con la superstición, con la idea de que solo algo muy bueno puede venir después de algo muy malo. En 1989 el gordo de Navidad cayó íntegro en esta localidad: una lluvia de millones que entonces sirvió para comprar casas y abrir negocios que hoy ya no existen o han resistido por la fortuna de estar en lugares más elevados, lejos de los puentes que arrastró la corriente.
Al saber que estaba abierta, José ha ido a cortarse el pelo a la barbería de Babar Sohail, paquistaní, que enseña los presupuestos que le han dado para volver a empezar: 8.000 euros por adecentar el local, otros 2.000 para unas sillas nuevas, 2.000 más para reponer la persiana de cierre. Paiporta es un pueblo sin puertas, la mayoría se las tragó el agua. Con los restos de seis, un gimnasio ha compuesto una. En otra vivienda, un colchón húmedo separa el dentro del fuera. Mientras otras ciudades estrenan luces de Navidad, el epicentro de la dana sigue vaciando garajes y se acostumbra a su nueva normalidad: uniformes militares, petos de plástico blanco como los de la pandemia y el Prestige, chalecos de la Cruz Roja, ropa prestada. Por las carreteras abiertas tras recoger montañas de lodo, circulan vamtacs —los tanques que ha utilizado el Ejército en lugares como Afganistán—, camiones de la UME, de las Brigadas Forestales, de los bomberos… y muy pocos vehículos particulares. “Yo solo perdí el coche”, celebran muchos vecinos, conscientes de su nueva condición: supervivientes.
Zelise Díaz, de 21 años, llegó desde Cuba a Paiporta hace apenas dos meses y uno entero se lo ha llevado la dana, pero su primer empleo ha sido post-catástrofe: lleva menos de una semana trabajando de camarera en el primer bar que reabrió en el pueblo, El Sol. “Mis tíos ya estaban aquí y nos acogieron a mi marido y a mí para que empezáramos una nueva vida. ¡Vaya recibimiento!”, bromea. Sirve a unos refrescos a dos mujeres que se acaban de sentar. Una de ellas, Isabel Lago, exclama: “¡Por fin algo de luz! Tiene 65 años y este martes se abrazó por primera vez en 36 días con su amiga Isabel González, de 41. Lago muestra orgullosa sus uñas, recién pintadas: “Las tenía hechas un desastre de limpiar el barro. Como la peluquería estaba en un piso alto, se salvó”. La normalidad se sirve así, en muy pequeñas dosis, y se consume rápido porque en esta localidad de 27.000 habitantes todas las conversaciones desde hace un mes empiezan y terminan en la dana: dónde estaban cuando ocurrió; cuándo volverá a ocurrir; qué era esto antes de... “Lloro todo el rato”, relata Lago, “pero también nos han pasado cosas buenas: por ejemplo, yo en mi finca conocía a la gente de hola y adiós, y ahora tengo los teléfonos de todos mis vecinos, nos abrazamos, nos animamos, nos hemos convertido en una familia”. Las amigas ríen, se emocionan, recuerdan sus viejas rutinas: las clases de teatro, la piscina, las comidas de chicas… Saben que el ocio será lo último en volver. De hecho, la mayor parte de la clientela de este bar son militares que entran, con barro hasta las orejas, a por un café.
“Aquí queda mucho”, repiten los efectivos de la UME en cada calle, en cada esquina. Hay 40 trabajando solo en un local, la guardería Mamá Pato, que antes de la dana acogía a 81 niños del pueblo y hoy sigue escupiendo barro. Un arquitecto municipal les ha confirmado que no hay riesgo de derrumbe, pero sus dueñas, María y Charo Castells, no tienen claro que puedan reabrir. “Dependerá de cuándo lleguen las ayudas, pero nuestra intención es retomar la actividad porque los niños necesitan espacios para ser niños y los padres, retomar su vida”, responde María. De momento, siguen en contacto con las familias. “Los papás nos cuentan que hay niños que ahora no se quieren duchar, por ejemplo, porque tienen miedo al agua, incluso a la lavadora, y al silencio, porque cuando pasó la riada hubo mucho ruido, pero luego se hizo el silencio y se fue la luz y los críos se han quedado con eso en la cabeza”, añade. Llevan guantes y colirio para los militares. También ellas tienen heridas de guerra: María, una infección en los ojos; Charo, en los pies. Por la humedad, por el polvo. La casa de la primera ya no es habitable, así que tras pasar el día en Paiporta para ayudar en lo que pueda, María se va a Valencia a dormir con su madre. “Son solo cuatro kilómetros, pero es como ir a otro planeta. Ver a la gente paseando o tomándose una cerveza en una terraza me parece extrañísimo porque mi normalidad ahora es esta: barro”.
Pilar Tarazona es otra de las valientes: ha reabierto su floristería frente al barranco de Paiporta. Dentro del local muestra un agujero en el techo por el que ella y su amiga Remi escaparon de la riada. “Rompimos una placa y por ahí salimos”, recuerda, emocionándose. Una mancha en la pared, a la altura del pico de un árbol de Navidad, más alto que ella, muestra hasta dónde llegó el agua.
Por la casa de los padres de Paloma, un caserío de 120 años, han pasado, asegura, “más de 200 personas” en un mes para ayudar a quitar barro y están lejos de terminar. Ella vive en un piso alto que no sufrió daños. “He pensado en vender e irme porque en este pueblo todo me va a recordar siempre a lo que pasó, ¿pero quién va a querer comprar una vivienda ahora en Paiporta?”. Jesús Baos, de 75 años, se queda. “Vivo frente al barranco, pero en un segundo piso, y ya no me voy a ir de aquí, pero sí escucho a la gente decir que se quiere marchar, sobre todo porque piensan que esta no va a ser la última dana”. Cuenta que ahora discute más con su mujer, quien le riñe por abrir la ventana, por asomarse al desastre. “Estamos todos nerviosos y a la vez apagados. Es una sensación muy rara, como vivir de prestado”. Jesús se emociona al hablar de los militares y los voluntarios. El pueblo se ha llenado de pintadas y los mensajes de agradecimiento ganan a los de rabia. La UME ha prometido quedarse “lo que haga falta”. Un tiempo, por ahora, difícil de determinar.
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