Dios pasó de puntillas por Sot de Chera
Una madre resistió diez horas sujetando a su hija en medio de la crecida, que arrasó con todas las casas de la ribera del río, después de que su vivienda de tres plantas se desplomase matando en el acto a su hijo pequeño de cuatro años y de que su marido desapareciese arrastrado por el agua
Es muy difícil contar lo que pasó en la madrugada del miércoles 30 en Sot de Chera. Es más duro contar la muerte de Javi, de cuatro años, y la desaparición de su padre, Javier Sánchez Rocafull, y aún más difícil explicar por qué están vivas Ana, la madre de familia, y Ainhoa, la hermana mayor de Javi.
Aquí la crecida fue tan violenta (se levantó unos diez metros por encima del volumen habitual del río Sot que baña el pueblo, y el agua superó en tres metros y medio el embalse del Buseo, situado encima de la localidad) que el cauce del río se deformó, ancheándose hasta inundar las edificaciones de la ribera: dos merenderos, un restaurante-asador, bares, un parking, un campo de fútbol, varias casas particulares, dos puentes. No queda nada: no hay nada; apenas un puente más, roto, al que se ha colocado una escalera en cada esquina para poder cruzar al otro lado. En la orilla del río Sot los edificios no se inundaron de agua: muchos de ellos desaparecieron sin dejar rastro. La altura de la crecida llegó a la segunda planta de las casas, que colapsaron y se derrumbaron, y la violencia de la riada desplazó las piedras, las vigas, los enseres, valle abajo con una fuerza desproporcionada. Frente al castillo que levantaron los árabes en un promontorio desde el que se ve el valle de las montañas de La Sierra, uno cree estar encima de piedras y escombros cuando de repente ve un trozo de pared lisa con un aplique, más allá piezas de un puzle infantil, y una viga que parece de construcción; solo entonces descubre que está encima de lo que fue una vivienda que desapareció con la riada en cuestión de horas. Una de esas fincas, con piscina, es de la que se encargaba la familia de Javier y Ana. Apenas hay rastro de la piscina, llena de ramas y agua sucia, cubierta de piedras y trastos, y de la casa quedan unos cuantos colchones y escombros.
Lo poco que se puede encontrar cerca del río es la mitad del restaurante-asador, desgajado por la crecida, que le ha dejado sin fachada y enseñando las tripas; y el albergue de El Cerrao, el único alojamiento turístico del centro de turismo rural del mismo nombre que dirige Paula López; una infraestructura redonda y abovedada, sin columnas, que aunque reventada en el interior por el agua, que destruyó puertas y ventanas, se mantuvo milagrosamente en pie. De lo demás, de toda la infraestructura turística de un pueblo paradisíaco volcado al río y al sector servicios, ya no queda nada. “Hay que repensar Sot de Chera, empezar de cero, el pueblo tal y como era ya no existe”, dice su alcalde, Tomás Cervera; el municipio tiene alrededor de unos 300 vecinos. “Quizá se pueda dirigirlo a la concienciación de la fuerza del agua y de la naturaleza. Que la gente venga y reconstruya esto a la vez que lo disfruta. Que se pueda decir: esto lo plantamos nosotros, esta piedra la pusimos nosotros. No lo sé, es pronto”, dice Paula López. Los ánimos no están bajos: están muy arriba. Fruto de un pesado chute de adrenalina también perceptible en vecinos de otras zonas afectadas. No se duerme, se hace un esfuerzo sobrehumano a diario, se piensa muy rápido, no hay tiempo para llantos y tristezas. Es una pesadilla, y no ha acabado.
Cada dos por tres, el pueblo y sus alrededores se paraliza para escuchar la voz de la concejala Carmen Fabuel a través de un potentísimo altavoz que llega a todas partes. “Atención. Se comunica que el proveedor de la carnicería llegará esta tarde”. En otro aviso cuyo eco parece resonar en todo el valle, se avisa a los vecinos de que sigan utilizando el agua de las cubas para la cisterna, pero que ya hay agua corriente para ducha y lavadora. Al contrario que en los pueblos más devastados, en Sot de Chera el grueso del pueblo no se ha visto afectado. Del mismo modo que su ubicación es infernal para las pocas casas bajas y establecimientos turísticos, su particular orografía, en un cerro, evitó que el agua afectase a la mayoría de la localidad. Eso sí, se vieron emparedados: de arriba, de las montañas, bajaba el agua de las lluvias llegando a formar cascadas; de abajo, la amenaza de un río desbordado que ocupaba cada vez más metros cuadrados y amenazaba con engullir a una familia entera, la de Javier y Ana, la única que se había quedado atrapada en una lengua de tierra rápidamente inundada. El burro de su finca, atracción para muchos niños que iban a visitarlo, ya había desaparecido en el curso del río. Le llamaban Pepe como a otro, más famoso, que vino a jubilarse al pueblo después de ayudar a construir los puentes colgantes de Chulilla, una población vecina.
El río reventó, abajo, muchas plantaciones. Las heredadas de su padre por Luis y José Rodrigo, dos hermanos que viven en Valencia y que visitan Sot de Chera este miércoles. El agua ha dejado medio metro de tierra en sus fincas (y en toda la ribera), por tanto sus árboles parecen enanos. Los que quedan. Adiós a los almendros, manzanos o perales. Sobreviven muchos naranjos. Y ha aparecido –”a saber de dónde”– un pino. También hay zapatos sueltos y un electrodoméstico en las fincas. Estas inundaciones han sido como si Dios hubiese metido a Valencia en una batidora, como si Dios hubiese pasado de puntillas por estas tierras. El cartel de Ruta de los Sentidos del Ayuntamiento ha aparecido en la playa de El Perellonet, a 88 kilómetros, dice Paula López frente a la puerta de la Casa de Cultura, donde voluntarios cocinan y reparten aguas. “Nuestra madre”, dicen los hermanos Rodrigo, “murió el año pasado. Si ve esto, se muere de nuevo. Porque nosotros vivíamos aquí cuando fue la riada del 57. A mi madre siempre se le quedó de entonces el recuerdo grabado de las camas flotando por la casa. Nos fuimos de aquí. Primero a Manises y luego a Valencia”. Esa riada la recuerda Ramón Sánchez, constructor jubilado con oficinas en Benetusser: “Tres días resguardados en Marchalenes casi sin agua ni comida”. Viene de rescatar su coche, que acabó dos fincas más allá (“tengo que ver como van las pastillas del freno”). También tiene una furgoneta boca arriba en otra finca.
A finales de 2023, cuenta la concejala Carmen Fabuel, se ideó un plan estratégico de turismo por importe de 2,5 millones de euros. “Nuestro incentivo económico era la zona de baño del río. Más áreas recreativas, más aparcamientos, más servicios”, dice. El miércoles se despertó a las seis de la mañana y desde su casa, en una altura, vio el reflejo del pueblo. “¡Todo eso es agua!”, y su pareja y ella se vistieron y se lanzaron a la calle. Pocos días después, cuenta Paula López, la Guardia Civil recomendó evacuar el pueblo por el estado precario de la presa del Buseo, materia de discusión política en la zona desde hace años por su mantenimiento, y el Centro de Emergencias advertía que estaba todo bien y que no se corría peligro. “Dos avisos oficiales diciendo una cosa y la contraria”, dice López. El embalse es viejo y su uso ya es meramente recreativo. Si se desborda o rompe, hay siete minutos de reacción antes de que el agua llegue al pueblo. Varios vecinos advierten que ahora es el momento porque el cauce del río es enorme tras las inundaciones, pero lo cierto es que soltar tanta agua de golpe podría provocar vibraciones que afecten a las viviendas.
Al despuntar el miércoles 31 la gente empezó a salir aterrorizada de casa y se escucharon unos gritos desgarradores en mitad de lo que había sido un río y ahora parecía un océano.
Aquella madrugada una madre y una hija, Ana y Ainhoa, resistían cogidas de la mano protegidas por un pequeño muro bajo la lluvia a unos pocos metros del cadáver de Javi, el niño pequeño de la familia, que murió en el acto cuando se desplomó la casa con ellos dentro. La crecida bajaba a toda velocidad a su izquierda y derecha. Estuvieron así, solas en medio de la oscuridad, sin apenas ver nada, de diez y media de la noche a siete de la mañana. Cuando la casa aún seguía en pie, Javier, el padre, se había asomado a la ventana y se lo había llevado una ola violenta (a estas horas sigue desaparecido). “Fuimos a la zona y vimos que la finca ya no estaba. Una vivienda de tres plantas, enorme, ¿dónde estaba? Echamos a correr”, dice Antonio Blanch, vecino del pueblo. “Y las encontramos a las dos, casi sin ningún rasguño después de caer del tercer piso con la casa encima. La madre y la niña, de pie y de la mano, iluminadas por el sol que hasta pensé que parecía una imagen irreal de película”, cuenta. Pero la madre gritaba: “¡Está muerto, está muerto!”, por su hijo, que encontraron al instante.
Mari, del Bar El Molino, desaparecido por la riada, es amiga de Ana. Relata emocionada su angustia en todas esas horas, su impresionante valentía, su coraje, su determinación en no rendirse para no dejar morir a su hija. Aunque, por dentro, Ana pensaba que el final había llegado y que era cuestión de tiempo. Una embestida del río, un fallo en sus fuerzas; pasaban a toda velocidad árboles, coches, piedras, restos de otras viviendas que habían sido derribadas más arriba. Pero aguantaron empapadas y muertas de frío las dos. Y en medio de esa noche sin fin, bajo la lluvia y en mitad de una crecida que se estaba llevando todo por delante, Ainhoa, que este miércoles jugaba en el recreo con sus amigas, le dijo a su madre que se estaba haciendo pis, que no aguantaba más.
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