El relato de uno de los héroes anónimos de la noche de la dana: “Lo peor es cuando te pide ayuda alguien que no podrá ser rescatado”
Historia en primera persona de un ejecutivo barcelonés atrapado por las lluvias en un hotel de Paiporta que trató de salvar a varias víctimas con sus compañeros. Intentó de todo, pero no siempre con éxito
Somos una empresa joven y pequeña, con sede en Barcelona. Hasta el momento, apenas hemos salido de nuestra zona local. Pero nos surgió un trabajo en Valencia, y después de posponerlo un tiempo, nos sentimos obligados a responder. Carlos, Marcos y yo, Axel, quedamos el miércoles 30 de octubre a las ocho de la mañana en casa del cliente, por lo que debíamos viajar el día 29. Aprovechando el viaje, pensamos en alojarnos en Paiporta. Allí se acababa de comprar un piso nuestro amigo Pacoja; así lo veríamos y cenaríamos con él.
Llegando al hotel, con el depósito del coche en reserva desde hacía 40 kilómetros, paramos en la gasolinera de la entrada al pueblo para llenar el depósito. Llevábamos 40 euros repostados cuando se fue la luz. “Tranquils, que ara torna!”, dijo el chico. Y la luz volvió, pero lo hizo de manera intermitente. Así que, visto el panorama, nos invitó amablemente a pagar lo repostado y abandonar el lugar. Algo se debía estar oliendo ya. Eran las 18.26.
Continuamos hacia el hotel, que estaba a unos cinco minutos. No encontramos aparcamiento delante de la puerta, pero mi compañero Carlos se inventó uno en la esquina de la manzana del hotel, justo al lado de una farola. Descargamos el equipaje, hicimos el check-in y quedamos en bajar al bar del hotel a la media hora. Nuestro amigo Pacoja nos esperaba para cenar. O eso creíamos. Recién llegados a la habitación, le llamamos, pero no respondía. En ese momento ya se empezaban a escuchar sirenas; no le dimos mayor importancia. En el bar, cerveza en mano, intentaríamos contactar con él, pensamos. Pero, al llegar al rellano, nos encontramos un palmo de agua en la calle y contenedores que flotaban calle abajo. Habían pasado solo 45 minutos desde nuestra llegada a Paiporta. Un par de vídeos más tarde (con el cachondeo del inocente, inconscientes todavía de lo que nos quedaba por ver) el agua ya casi alcanzaba el medio metro; y lo que flotaban ya no eran los contenedores, sino los coches. La cara nos cambió por completo.
Subimos al entresuelo y nos asomamos al ventanal para intentar localizar nuestro coche, que, por el momento, aguantaba como un campeón. El agua ya llegaba al metro. Vimos que justo delante de nuestro coche había una persona (José Luis, según supimos más tarde, 35 años, de Paiporta); estaba entre dos coches, abriendo el maletero de uno de ellos. La situación todavía no era crítica y él parecía tenerlo controlado, así que nos limitamos a observarlo y grabarlo hasta que dos coches colisionaron, arrastrados por el agua, por delante de él. Uno de los coches lo arrolló. Él desapareció debajo del agua. Volvió a aparecer. Y por sus gestos supimos que ya no lo tenía nada controlado. Dejamos de grabar. Carlos le dio dos gritos. José necesitaba ayuda. A metro y medio escaso de donde emergió había un árbol, y le sugerimos que se subiera a él para que no se lo llevara el agua. Le insistimos hasta que nos hizo caso. No entendíamos por qué se resistía. Nos quedamos en contacto constante con él; el agua cubría metro y medio y estaba helada; el coche que lo había golpeado se quedó cruzado entre dos farolas y el agua se arremolinaba de una manera que pensamos que si alguien se caía, no habría salida.
Le seguimos insistiendo en que lo mejor sería que llegara hasta la habitación desde la que le hablábamos. Al cabo de un tiempo fue él mismo el que nos pidió que le ayudáramos a subir. Nos pusimos a buscar como locos cualquier cosa que nos pudiera servir; acabamos encontrando sábanas bastante resistentes y empezamos a trenzarlas y a anudarlas para poder llegar hasta él. Cuando ya estábamos a punto de lanzarle el cabo, las dos empleadas del hotel y varios huéspedes y clientes del bar que no habían podido salir se unieron a la tarea, y en cuestión de minutos conseguimos izarlo hasta la habitación.
Estaba congelado y en shock. Con la adrenalina del momento, le recriminamos su actitud (qué pretendía hacer y por qué no pidió ayuda antes, nos preguntábamos), hasta que nos respondió que estaba intentando salvar a sus dos perros de morir ahogados. Se derrumbó cuando nos explicó que se le habían resbalado de encima del capó, donde los había dejado. Le ofrecimos una ducha caliente.
Mientras José Luis se recuperaba, las empleadas del hotel nos informaron de que podía haber gente en las habitaciones de los bajos —el agua llegaba al metro y medio, estaba helada y había una corriente de mil demonios—, a los que solo se accede desde la calle. En el entresuelo ya no solo estamos nosotros tres y la gente del hotel, también está Abdel, unos 20 años, 40 kilos de peso, que se convierte en el héroe de la noche. Mientras debatíamos cómo solucionar el problema de los bajos, Abdel ya está atado con las sábanas y dispuesto a que lo descolguemos. Mientras lo sujetamos, va llamando una por una a las ventanas de las habitaciones de los bajos. José ya ha salido de la ducha y está ayudando en todo lo que puede. De una de las ventanas sale Carmen, 55 años, comercial que estaba de paso, como nosotros; y que se había quedado aislada y sin cobertura; no podía pedir ayuda. Abdel le cede la cuerda para que suba mientras se queda en la habitación. Entre todos, la izamos junto con su equipaje al piso superior por la fachada, y luego, por supuesto, subimos al chico. El resto de las habitaciones, por suerte, estaban vacías.
Tras haber revisado los bajos, vimos un cartel: El Tardeo Terrace. Nos subimos todos a la azotea. A ordenar pensamientos, compartirlos y observar el desolador panorama que había en la calle. Como el nivel del agua no bajaba, Marcos se fue a la cama. Había tenido suficiente. El resto nos quedamos en la azotea dejando pasar el tiempo. Cuando nos quisimos dar cuenta, el nivel del agua había bajado lo suficiente. Vimos luces de linternas y voces que se iban acercando. Y decidimos bajar. Queríamos localizar nuestros coches. Pero cuando advertimos que la gente lo que buscaba era a sus familias, los coches pasaron al último plano.
En nuestra buena voluntad por ayudar intentamos todo, pero nuestra sensación fue nada. El remate llegó cuando, siguiendo la batida por nuestra cuenta, Carmen desapareció bajo las aguas en un socavón más alto que ella; era la rampa de un parking, que había quedado escondida. La sacamos en volandas. Y nos dimos cuenta de que no estábamos preparados para esto. Volvimos al hotel con intención de descansar, pero sin conseguirlo.
A las cuatro horas se hizo de día, y sobre las siete de la mañana volví a la carga para, esta vez con luz, intentar ayudar en lo posible y localizar el coche de una vez. A esa hora, las calles ya estaban llenas de gente buscando a familia, amigos y conocidos. Tuve la sensación de estar viviendo el apocalipsis. Bajos de edificios reventados por el agua, nada en su sitio. Era dantesco. Coches apilados unos encima de otros, todos para desguace; y lo peor: enfrentarte a tus límites cuando te piden ayuda para rescatar a alguien que probablemente no podrá ser rescatado. Aterrador.
Después, seguimos las recomendaciones de la Policía. Caminamos durante 50 minutos, llegamos a Valencia, un vecino con un carro lleno de botellas nos dio agua y al poco conseguimos una tortilla en un bar. Lo único que habíamos ingerido en muchas horas. Reconocimos en los rostros de la gente la insensibilidad de algunos y la magia de otros.
Carmen consiguió que un taxi la llevara este miércoles hasta el aeropuerto y ya está en su casa, en Mallorca. José me envió un audio la mañana de este jueves. Está bien, ya en casa, previo paso por el hospital, sano, limpio, dispuesto a llevar comida a sus familiares, atrapados en sus casas, sin luz ni agua. “Les llevaré pan y embutido, que la gente se ha vuelto loca y ha saqueado los comercios y hay gente que no tiene de nada. Pero con un poco de pan se arregla todo hasta que lleguen las provisiones definitivas”, dice, alegre, agradecido. “¡Buah, tío, qué ganas tenía de hablar contigo, Axel. ¡Muchas gracias!”
Axel Zaragoza es socio y fundador de Robotizme, una pequeña empresa de Barcelona.
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