Momento San Agustín
El capítulo clave del próximo presupuesto es la inversión, no los impuestos
Las latas de conserva –una pequeña revolución— aparecen en 1810, pero el primer abrelatas decente data de 1925, más de un siglo después. Esa es una frase extraña para arrancar un artículo de opinión sobre política española, lo sé. Debería empezar diciendo que la Gran Recesión ha cambiado de arriba abajo el pensamiento económico, y que la pandemia no ha hecho más que acelerar esa metamorfosis. Debería continuar alertando de que aún no sabemos hacia dónde irán las políticas económicas: hay una escuela de pensamiento que sostiene que no saldremos de esta sin tomar más riesgos de todo tipo; hay una segunda escuela que apuesta por el regreso de Keynes y sostiene que la política fiscal debe volver a tomar las riendas (más inversión pública, más estímulos...), y aún hay un tercer grupo que habla de la necesidad de adentrarse en el resbaladizo terreno de los tipos de interés cada vez más negativos y en las políticas monetarias ultraexpansivas (en plata: darle a la impresora de dinero y lanzar sacas de billetes sobre la gente como si no hubiera un mañana). Y es aquí donde latas y abrelatas cobran sentido: pongamos que en términos económicos estamos en 1810, en plena revolución, y que, a juzgar por las recetas económicas de los grandes partidos españoles, o cambian las cosas o el abrelatas no aparecerá hasta dentro de un siglo.
El PIB español cayó el 18% la pasada primavera, una cifra de pesadilla. La vicepresidenta Nadia Calviño predice una recuperación en forma de V coja, pero se avecinan un par de años infernales. La economía va a sufrir, el paro se va a disparar, las cuentas públicas van a experimentar déficits de dos dígitos. Las economías han amortiguado el batacazo con anestesia fiscal y monetaria, más aún después de un acuerdo europeo que prevé una inyección de 750.000 millones. Nada de eso nos va a traer una recuperación en V, sobre todo si hay rebrotes. Y aun así, España tiene una oportunidad: puede usar esos fondos para diseñar unos Presupuestos expansivos con un amplio apoyo parlamentario, y puede acordar un plan de recuperación ambicioso, destinado a poner la quilla de la economía española hacia la agenda digital, verde y entrar en la modernidad. Sea lo que sea eso.
Es una grandísima oportunidad que no se debería dejar escapar. El programa económico del primer partido de la oposición es poco más o menos el de la Margaret Thatcher de hace cuatro décadas: bajar todos los impuestos. El del segundo partido de la oposición es el de Ronald Reagan: bajar todas las figuras tributarias hasta una especie de zona cero de los impuestos. ¿El del tercero?: bajar los impuestos. Y eso no se puede hacer si se quiere tener sanidad y educación públicas en un país cuyo sistema fiscal recauda apenas el 36% del PIB, siete puntos menos que la media europea.
Al otro lado están los dos partidos que en diciembre pactaron un Gobierno de coalición que incluye la creación de nuevos impuestos, una subida del marginal del IRPF (para las rentas altas) y un alza del impuesto de sociedades, una especie de queso con agujeros escandalosos. España necesita una reforma fiscal en toda regla: bajar algunas figuras fiscales pero, ay, subir muchas otras. Con el PIB cayendo al 18% este es un momento san Agustín: hazme casto, Señor, pero no ahora. El pacto Sánchez-Iglesias se concibió para un mundo que ha desaparecido. Habrá que diseñar una reforma fiscal para aplicar en diferido, cuando las condiciones vuelvan a ser relativamente normales: sí a la reforma fiscal, pero no ahora.
Los expertos recomiendan no tocar ni hacia arriba ni hacia abajo los ingresos ni los gastos: dejarlos a su amor mientras la situación sea desesperada. Y usar el dinero europeo para duplicar o triplicar la inversión: ese es el capítulo clave del próximo Presupuesto, y no los impuestos. Las próximas cuentas públicas deberían ser una especie de Presupuesto de concentración, con apoyos a diestro y siniestro. Como el plan de reconstrucción del país.
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