Ojalá una sociedad normalizada
El debate templado de ideas, la réplica educada y argumentada al contrario, la búsqueda de consensos se ven de continuo desplazados por la bronca tabernaria
En una sociedad normalizada el ejercicio de la política se desarrollaría en unas coordenadas alejadas de las que son por aquí habituales, las mismas que provocan entre la ciudadanía desafección y apatía hacia la clase política y la política como actividad. Sugerencia: echen mano de la hemeroteca y consulten los archivos de los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Comprobarán hasta qué punto el sistema político en su conjunto está en situación crítica desde hace años y sus protagonistas son visualizados como un problema para los españoles.
El debate templado de ideas, la réplica educada y argumentada al contrario, la búsqueda de consensos más allá de los pruritos ideológicos y, en definitiva, el valor supremo del bien común como objetivo irrenunciable, se ven de continuo desplazados por la bronca tabernaria en las instituciones, las respuestas desabridas y groseras al antagonista, o por el tono apocalíptico de la crítica, eficaz abortivo de cualquier posibilidad de acuerdo.
En una sociedad normalizada un presidente del Gobierno, pongamos a Pedro Sánchez de ejemplo, levantaría el teléfono y llamaría a otro presidente, pongamos a Ximo Puig de ejemplo, para aclararle que por cuestiones estrictamente técnicas la autonomía que preside no está en condiciones de avanzar a la siguiente fase del proceso de “desescalada” del confinamiento. De manera tan sencilla se evitaría una progresión de reproches y sospechas que abonan el malestar y el sentimiento de agravio. En el supuesto de que las razones se adentrasen en terrenos más resbaladizos y menos asépticos que los “criterios técnicos”, en una sociedad normalizada Sánchez llamaría a Puig y le explicaría cuáles son las altas razones de Estado que le llevan a tomar la decisión, aparentemente injusta e injustificable, de privilegiar a otra autonomía, el País Vasco sin ir más lejos, cuyos parámetros sanitarios y epidemiológicos no son mejores, aparentemente, que los defendidos desde la Comunidad Valenciana. Si las razones de peso para tal decisión son la necesidad de contar con el oxígeno político que proporcionan los siete votos del PNV en el Congreso de los Diputados, en una sociedad normalizada se explica y se ofrecen contraprestaciones. Todo menos alimentar relatos conspiranoicos que, por desgracia, tienen una base real: la humillación sistemática que soporta la Comunidad Valenciana desde el poder central. Lo absurdo es que un dirigente socialista, Sánchez, deje en ridículo ante la opinión pública y publicada a otro dirigente socialista, Puig, por no hacer el esfuerzo de levantar el teléfono para templar los ánimos y aportar soluciones. Eso no pasa en las sociedades normalizadas. Esa ausencia de rituales normalizados es lo que ha llevado esta semana a un escalada verbal entre la autonomía y el Gobierno de España.
En una sociedad normalizada una ministra de Hacienda, María Jesús Montero, no se atrevería a aconsejar a un político valenciano, Joan Baldoví, que deje de “enredar”, así, como si se dirigiese a un alumno hiperactivo, cuando este le reclama un reparto justo del dinero que no pene, una vez más, a la Comunidad Valenciana. A buenas horas la ministra de verbo florido se hubiese atrevido a dirigirse en términos y tono similares a un interlocutor de pedigrí vasco o catalán. En este caso, la ministra sí descolgó el teléfono y llamó a Baldoví para aclarar sus palabras –“malentendido conceptual”, minimizó al quite la polémica el conseller de Hacienda valenciano, Vicent Soler- no sabemos si con éxito. En los próximos días saldremos de dudas. Cuando toque renovar en el Congreso el estado de alarma y Baldoví levante el pulgar o lo ponga mirando al suelo, al modo de los emperadores romanos. No creo que sea esa la ocasión para que Compromís ponga en un brete a Pedro Sánchez. Baldoví dispondrá de mejores oportunidades que no impliquen riesgos sanitarios: en septiembre se cumple el plazo de ocho meses comprometidos por Sánchez para presentar una propuesta de nuevo modelo de financiación autonómica. No habrá mejor momento, si se incumple el plazo, para presionar y denunciar. La pandemia no puede ser la nueva excusa para perpetuar un modelo anacrónico, desgastado e injusto.
En una sociedad normalizada, en medio de una crisis pandémica de alcance aún insospechado, los socios de un gobierno de coalición, el Gobierno del Botánico, por ejemplo, actuarían de manera conjunta y colegiada, intercambiarían impresiones de continuo, decidirían, de la mano, los pasos a seguir, trazarían estrategias y se apoyarían los unos en los otros. Desde luego no recurriría ninguna de las partes al canalla “juego de la culpabilidad”, ese peligroso entretenimiento que responde al instinto de supervivencia -tan agudizado en la clase política- y que consiste en buscar un chivo expiatorio al que responsabilizar de todos los errores. Napoleón ya sentenció que las derrotas son huérfanas y a las victorias les sobran padres.
En una sociedad normalizada sus líderes políticos no necesitarían destacar una y otra vez que “lealtad no es sumisión”, como vienen haciendo en los últimos tiempos Isabel Bonig (PP) cuando se dirige a Ximo Puig, y este cuando sube el tono de su discurso y planta cara al Gobierno de España. Porque en una sociedad normalizada no hace falta explicitar ese clase de obviedades: la lealtad forma parte del ADN de los políticos y la sumisión es incompatible con un sistema democrático.
Conclusión: qué remoto nos queda lo de ser una sociedad normalizada.
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