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Juan Diego Flórez: “Los que de verdad saben de ópera están sentados en los asientos más baratos”

La de este peruano es una de las voces más aclamadas del mundo. Su vida se cuenta como una leyenda: tenor ‘belcantista’, arrasó desde su debut hace 30 años, y se fue abriendo las puertas impensables para alguien de sus orígenes. En conmemoración de los 50 años de EL PAÍS, ofrece a los lectores escuchar y descargar en exclusiva su nuevo álbum

Juan Diego Flórez, que ha sido llamado mejor tenor belcantista del mundo varias veces en los últimos 30 años; que todavía hoy, a los 52, es capaz de plantarse en La Scala de Milán con su ópera fetiche, La hija del regimiento, de Donizetti, y ...

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Juan Diego Flórez, que ha sido llamado mejor tenor belcantista del mundo varias veces en los últimos 30 años; que todavía hoy, a los 52, es capaz de plantarse en La Scala de Milán con su ópera fetiche, La hija del regimiento, de Donizetti, y brillar con el aria Ah! Mes Amis y los nueve dos agudos que esta conlleva; que en este tiempo ha acumulado un regimiento de fans que le siguen por todo el mundo y que se hacen llamar florecidos (o florecientes, si son recién llegados); este hombre ha recuperado la guitarra. Aprendió a tocarla de pequeño, en Lima, Perú, donde era un chaval con sueños de estrella del pop, y la tocó hasta más o menos 1990, cuando ingresó en el conservatorio y descubrió la ópera. Entonces la aparcó. “Después, cuando mis hijos nacieron [en 2011 y 2014], empecé a tocarla para arrullarlos y entrentenerlos”, rememora. Y un día, en julio de 2022, la sacó al escenario. “Hubo una oportunidad, me acuerdo, en Canarias [en un concierto en los jardines del parque Doramas de Las Palmas de Gran Canaria]; saqué la guitarra para cantar algo que me habían pedido [el pasodoble Islas Canarias], saqué los acordes en el hotel y la canté. Después ya la gente quería la guitarra. Y ahora, si yo no saco la guitarra y no canto ciertas piezas como Cucurrucucú Paloma, el público podría amotinarse”. En esta fase de su carrera, marcada por los recitales y conciertos, que le quitan menos tiempo que una producción de ópera, esta es una imagen emblemática de Flórez. Un hombre liberado de tener que demostrar ya nada, con tanto cantado, con tanto aplaudido, en contacto directo con el público, él y su guitarra, ni personaje ni vestuario. Un veterano actuando como actuaba de joven.

Para contar la vida de Flórez es útil seguir la guitarra. Sin ella, la historia queda así: un joven tenor de orígenes humildes se muda de Perú a Estados Unidos en 1992 y es aceptado en el Instituto Musical Curtis, de Filadelfia, alma mater de Leonard Bernstein, Samuel Barber, Yuja Wang o Lang Lang. En 1996 debuta con Matilde di Shabran, de Rossini, sustituyendo en el último minuto al protagonista dentro del Festival de Pésaro: una audiencia de entendidos se deshace en aplausos ante su voz. Para principios de milenio, es la brillante promesa del bel canto, y cantar bel canto es cantar a Rossini; “el mejor tenor rossiniano de la historia” o “el sucesor nautral de Alfredo Kraus” empiezan a acompañar su nombre según él refrenda su talento en los principales escenarios del mundo con La Cenicienta, El barbero de Sevilla, La dama del lago… Año 2007: se le permite cantar un bis en La Scala, un teatro que no permite actuaciones una vez cae el telón, tras una ovación histórica por La hija del regimiento: empieza la leyenda de los dos agudos. Año 2008: repite la proeza en la Met de Nueva York, misma ópera, mismo aplauso, mismo bis. Se hace especialmente grande en los teatros de Milán, Viena y Londres. Lanza álbumes donde retiene, cosa insólita, la frescura del escenario. Año 2011: crea la Sinfonía por el Perú, un espacio de formación para jóvenes en situación vulnerable, al estilo de El Sistema venezolano. Año 2021: es nombrado director creativo del Festival de Pésaro. Empieza a explorar el género de recitales y conciertos. Abunda en sus grabaciones, a través de la discográfica que funda en 2024. Este mes lanza Belcanto Songs, con canciones de Rossini, Donizetti o Bellini y acompañado por su viejo amigo Vicenzo Scalera, pianista de Montserrat Caballé, José Carreras o Carlo Bergonzi: este álbum se puede escuchar en exclusiva en la web de EL PAÍS hasta finales de enero de 2026, un detalle del tenor por el 50º aniversario del medio español con más suscriptores.

'L'amor funesto', interpretado por Juan Diego Flórez en una escucha íntima realizada el 24 de noviembre en Barcelona ante un público de una docena de personas. El artista destaca que la cercanía con el artista de este tipo de formatos actúa como un antídoto contra la inmediatez y las prisas de nuestro tiempo. "Supone un regreso a la esencia y a la sencillez de la emoción: aquella capaz de hacer que una voz acaricie el alma del individuo”, dice.

Esta es la historia de un aspirante a actor que se convierte en estrella que se convierte en titán de la ópera internacional. Ahora, añadamos la guitarra. La historia es la misma pero es otra. Flórez aprendió el instrumento de pequeño, cuando era un colegial. Tenía aptitudes musicales como su padre, Rubén Flórez, cantante de música popular y repertorio criollo tipo Chabuca Granda. “Había estudiado con una profesora de ópera pero, después de algunos meses, le dijo: ‘Para lo que vas a cantar, ya es suficiente. Si no te vas a dedicar a la ópera, ya es suficiente”. El chaval tenía, sobre todo, el tesón de su madre, María Teresa Salom, quien, divorciada de Rubén, le crio, a él y a sus hermanos, acumulando empleos (hasta cuatro a la vez) y sorteando dificultades. Fue taxista, en ocasiones; en otras, trabajó en un bar.

“Era un sitio muy bonito, como de madera, pequeño, pero muy divertido, zona de Miraflores, en Lima. Mucha tradición”, rememora hoy el tenor. “Había un cantante que enfermó, como todos los cantantes. Yo cantaba de todo, desde la Nueva Trova Cubana hasta Elvis Presley, los Beatles, rock, música peruana… Mi madre me dijo: ‘No sé, si quisieras venir a cantar…”. Su primer contacto con el público. “De repente yo aparecía ahí con mi novia de la época y cantaba toda la noche. Quizá eso me preparó a los conciertos y los recitales”. Al poco, empezó a cantar con regularidad por bares de Barranco, barrio bohemio de Lima.

Ingresó en el conservatorio. Escuchó a Pavarotti y a Kraus. “Ahí descubrí la ópera. Descubrí mi voz”. También descubrió lo de siempre: la ópera no es precisamente accesible para gente sin muchos recursos. “Me metía al Teatro Municipal cuando todavía no había abierto y me escondía en los baños. ¿Sabes esos cubículos? Cuando ya abrían las puertas para el público, salía y me sentaba en cualquier lugar”. En 1992, el conservatorio cerró por falta de fondos. “Le dije a mi madre: ‘Yo me voy a estudiar al extranjero, voy a cantar, una beca, no sé. Vendimos el auto, un auto destartalado, que había tenido accidentes, se había hecho miércoles, había sido un acordeón aplastado [junta las dos manos] y que lo habíamos [separa las dos manos]… Lo vendimos por 1.000 dólares; con esos 1.000 dólares viajé a Estados Unidos. Prácticamente se fue todo en el pasaje de avión. Hice audiciones y me cogieron en varias universidades. Pero no teníamos para el día a día. Dormíamos en un apartamento pequeño, en el suelo. Comíamos sopa ramen, que costaba 99 centavos. Los almuerzos y la cena eran sopa ramen y Sneakers, que era un chocolate”.

Al rescate la vieja compañera: “Pedí una guitarra, que el amigo de un amigo tenía, y dije: ‘Voy a cantar en el metro, canciones napolitanas’. O Sole Mio. Bueno, saqué como 60 dólares, que era muchísimo. Y con eso comíamos algo un poquito más sustancioso. Fue una sola vez, tenía 20 años. Luego estudié tres años en Filadelfia”. Poco después estaba en Pesaro, donde le oyó Pavarotti en un aula y anunció que a ese chaval había que impulsarle. Después, Matilde di Shabran. Y después, La hija del regimiento y los florecidos y después, ahora.

Repasando esta trayectoria, ¿diría que la ópera sigue siendo elitista?

No. Es algo que te toca si te tiene que tocar, te toca el alma. Es música que viene del pueblo. Quien pagaba las óperas, al compositor, siempre ha sido la gente que tenía dinero, los monarcas o whatever, pero al final la gente que iba a la ópera era el pueblo. Quienes tarareaban cuando murió Verdi en Milán [el entierro del compositor de La Traviata derivó en una procesión de unas 300.000 personas, una de las mayores multitudes de la historia italiana] era gente del pueblo, que lo alababa y lo ensalzaba. Que le lloraba. Es una cuestión de sensibilidad, no de elitismo. Hay fans que se toman trenes y que viajan horas y horas, que no tienen para el ryanair, pero que igual aparecen en La Scala, que han venido del País Vasco. Tienen lo justo y ahí están.

Por su vida, parece una cuestión de pasión.

Es como el jazz, o te gusta o no te gusta. Si te coge, te coge, y si te coge, te jodiste. Porque ahora tienes que ir a ver a tu artista favorito; se hace esta ópera que te gusta en París, pues te vas a París, te quedas en un hotel de una estrella y vas a ver a tu artista, tu ópera, tu compositor preferido. Es algo que ya no te deja, te aferra del cuello y no te deja. Mira, hoy es 7 de diciembre, san Ambrosio, la prima de La Scala de Milán, la inauguración de la temporada, algo muy famoso en Italia. Van todos los de la sociedad. Para mostrarse. Es completamente superficial. El resto de temporada, la gente que realmente sabe de ópera es la gente que se pone arriba [los asientos más baratos], en el gallinero.

¿Es música del pueblo pero también de minorías?

Es música a la que hay que acercarse. Requiere tu atención. A mí me gusta el pop, vengo de él, pero el pop no es como un buen libro o como un buen vino: es más inmediata y te agarra. En la clásica tienes que tener esa predisposición, acercarte y en ese momento, claro… Si tú vas a ver La Bohème con esa predisposición, empiezas a escuchar, termina el primer acto y estás cogido. Segundo acto: no puedes no llorar. Si te quedaste vas a llorar sí o sí. Lágrima pelada. Me pasa con Otello, de las últimas óperas de Verdi, bellísima. Fui y estaba llorando pero como si fuera, qué te digo, El club de los poetas muertos o Cinema Paradiso. El drama de Shakespeare unido a la música de Verdi. Cuando Otelo dice a su esposa, Desdémona: “Yo no soy digno de ti, quizá tú no me quieres”, él siempre con esa duda que Iago le ha metido en la cabeza; Otelo la mata y, cuando la mata, le pide un beso: “Dame el último beso”, pero ella ya está muerta. [Se cubre la cara con las manos] No, no, no, no, no… Una cosa es verlo en la obra de teatro pero otra cosa es que te metan esa música, ya te jodiste, ya está, necesitas un pañuelo, necesitas un drink.

Si la ópera no es solo para ricos pero es difícil acceder a ella, todo intento por democratizarla es valioso. Lo digo pensando en el cuidado que le pone a las grabaciones y, ahora, los recitales. Belcanto Songs, por ejemplo, parece recrear el sonido de un salón cortesano del siglo XIX: una gran voz y un piano actuando para una audiencia muy reducida, una atmósfera casi privada.

Antes existían estas salas privadas con piano y estas canciones se dedicaban a personas ilustres. Rossini hizo muchas, distan de la ópera porque les falta esa, digamos, extroversión; hay mucho drama, hay ópera, pero tienen ese efecto de intimidad. No había televisión ni radio, existían solo el teatro y las casas con piano. Las partituras eran muy importantes en este contexto; ahora ponemos Spotify pero entonces había solo partituras. [Sonríe] Mi abuela materna era costurera pero tocaba el piano. Y tú abrías el banco donde ella se sentaba a tocar y tenía un álbum con tangos de Gardel, valses criollos, que ella tocaba y leía. En esas ediciones terminaba la música y al lado había una publicidad de pasta de dientes. “Llame al teléfono 1238…”.

La ópera funciona como funciona, siempre pensando en el largo plazo, por lo que Flórez tiene compromisos hasta 2030 o 2031. Tampoco muchísmos, no estamos ahí ya, pero sí tiene citas en sus templos fetiche: La Scala, por ejemplo, está asegurada. “Hace 10 o 20 años me llenaba la agenda; lo que me ofrecían en teatros importantes, lo aceptaba. Ahora voy con calma. Me gusta mucho estar en casa con mis hijos. Dentro de poco, no querrán verme”, explica. De ahí la profusión de los recitales y conciertos últimamente: “Son tres noches por concierto, mientras que una ópera te lleva 20 días”. Este verano, por ejemplo, participó en una versión sinfónica de West Side Story en Liceu de Barcelona, dirigida por Gustavo Dudamel y junto a Nadine Sierra e Isabel Leonard: repóquer de astros clásicos. Su motivación: “Es el musical favorito de mi hija”.

Ser un titán que se sabe manejar en lo pequeño ha supuesto sus cambios, sobre todo en su repertorio y su relación con el público. Aquí vuelve por tercera la vieja compañera. “A veces, la primera parte es toda clásica; después, al final, saco la guitarra. A veces hago conciertos en los que no canto ópera, sino canciones latinoamericanas o quizás algunas italianas”, describe. Entremedias, sigue con la ópera, claro, un instrumento como el suyo no es plan de jubilarlo, y quizá no haya mayor símbolo de éxito en ese mundo que esto: “Hace poco estuve en La Scala de nuevo, con La hija del regimiento. Es como tener 23 años de nuevo. Las costureras o los técnicos me tratan como un niño chico”.

Con todo demostrado y conquistado, con tantos teatros de 4.000 butacas a rebosar, él ha encontrado este hueco en lo pequeño y lo íntimo, lo que hacía antes de que verse catapultado hacia los salones que antes no le abrían la puerta. Ahora es lo de siempre, un hombre con una guitarra.

Escucha en exclusiva con EL PAÍS el nuevo álbum de Juan Diego Flórez

El tenor peruano ofrece a los lectores la oportunidad de descargarse ‘Belcanto Songs’ por el 50º aniversario de EL PAÍS

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