Afinadores, los alquimistas de la leche: “A mis quesos más que madurarlos los acompaño. Y antes de irme a dormir les doy las buenas noches”
Observan en silencio y acompañan la vida de cada queso. Escuchan cómo evoluciona la leche, respetan sus tiempos, miden la temperatura y la humedad, y la guían hacia su máxima expresión
Desde niña, María Orzáez (Sevilla, 71 años) tenía una pequeña obsesión: no podía dormirse sin un vaso de leche. Esa costumbre simple, íntima, la acompañaría durante toda su vida y, sin saberlo, marcaría el rumbo de su destino. Química de formación, madre de tres hijos y trabajadora en una empresa del sector, llegó un momento en el que sintió que necesitaba un cambio radical. La chispa se encendió al toparse con un libro sobre quesos franceses. “Era caro, pero me lo compré. Fue el inicio de todo”, rememora, mientras sus ojos se pierden en el recuerdo de aquel comienzo a principios de este siglo. “Fue una aventura, una llamada, un anhelo. Rompí con todo, vendí lo que tenía y me instalé en este lugar”, dice, señalando la casa setentera a cuatro kilómetros de Castilblanco de los Arroyos (Sevilla) donde transformó el garaje en su quesería.
Sin experiencia previa, pasaba horas observando a las cabras del vecino, que pastaban libres por los campos, preguntándose qué podría hacer con esa leche. La Provenza francesa parecía tan cercana como los recuerdos de su infancia, y allí decidió formarse: se matriculó en el Centre Fromager de Carmejane y durante un año dejó a sus hijos al cuidado de la familia para sumergirse en el arte del queso y la afinación. “En España no existía esta formación, así que tuve que buscarla donde sabía que me podían enseñar. Todo aquello me dio seguridad, porque me esperaba el desafío de elaborar quesos de pasta blanda en mi propia tierra”, recuerda. Para Orzáez, el oficio de afinador no es solo técnica: es seguir el hilo de la leche cruda, acompañarlo, comprenderlo y llevarlo hasta su máxima expresión.
“Los quesos están vivos. Expresan ritmos cósmicos”, dice, mientras sus ojos se detienen, embelesados, en las piezas que reposan en su taller artesanal, Mare Nostrum. Allí, entre estantes impolutos y aroma a limpio, nacen cada año entre 15.000 y 20.000 piezas. “Esa cantidad, la hace la gran industria en un solo día”, bromea, con una sonrisa que mezcla orgullo y asombro. Cada pieza se moldea a mano, se mantienen a una temperatura, humedad y ventilación, que ella ajusta como quien modula la luz y la sombra de un lienzo.
El motor de su trabajo es el amor. Amor por la leche, por la tierra, por las manos que la transforman. Ha dado vida a quesos que parecen cuentos: Caprí, con algas de la bahía de San Fernando, Castriel, lavado con manzanilla de Sanlúcar de Barrameda, otro Caprí afinado con lavanda de su propio cultivo, o aquel que viste una corteza de ceniza de carbón vegetal. “Un afinador mira, observa y acompaña. Al afinado natural hay que darle las condiciones que necesita. Esto no tiene precio”, afirma.
Pero su verdadera obsesión es el diálogo del queso con quien lo va a disfrutar. Cada pieza debe contar historias de territorio, del trabajo del ganadero, de los ritmos de la leche, del mimo de sus manos, de su impronta como afinadora. “Es como un atelier de costura, a medida. Los entendidos, al ver un queso, saben quién lo ha afinado”, explica. Ella quiere que sus piezas hablen de su personalidad: carácter sin agresividad, positividad, cuidado. “Yo a mis quesos más que madurarlos los acompaño. Y antes de irme a dormir voy a la cámara a darles las buenas noches”, confiesa, y en esa rutina sencilla se percibe toda la magia de su oficio.
En una profesión donde la paciencia se mide en silencios y humedad, José Luis Martín (Peraleda de San Román, Cáceres, 65 años) lleva más de tres décadas escuchando a los quesos. Lo hace con la serenidad de quien ha aprendido que el tiempo, en las cámaras de afinado, no se controla: se acompaña. Su vida dio un giro radical cuando decidió dejar su puesto en una multinacional tecnológica para seguir una intuición que lo llevó a los Alpes suizos y a las cavas francesas en los años noventa. Allí entendió que el queso es un ser vivo, que respira y se transforma, y que el trabajo del afinador consiste en descifrar su carácter. “En España no hay formación reglada, así que tienes que actuar según tu criterio, conociendo las técnicas de elaboración y las propiedades de la leche. Es como el vino y la uva: se les va viendo el potencial. Nuestro trabajo es un compendio de muchos factores, aunque el queso empieza en la granja”, explica.
Habla de biología, microbiología y tecnología, pero también de oído, de tacto, de olfato. “El parmesano tiene que crujir al oído. El queso tiene vida, y no es lo mismo la leche de invierno que la de verano. Mi trabajo consiste en aguzar los sentidos”, dice con una mezcla de rigor científico y ternura artesana. Martín dirige el espacio de quesos artesanos en el Salón de Gourmets, donde cada año pasan por sus manos unas ochocientas piezas. También asesora a queserías de toda España, afinando y ajustando sus procesos. Su firma está, por ejemplo, detrás del queso azul Savel, elaborado con leche cruda de vaca Jersey en la quesería Airas Moniz, en Chantada (Lugo), galardonado con la medalla Super Gold en los World Cheese Awards 2022.
Su curiosidad no se detiene. Ahora trabaja en recuperar “el queso de las paisanas”, de corteza blanca y textura más cremosa que la del tetilla, junto al grupo Casa Barbeiro, en Lagoa (Lugo). Participa además en el proyecto Queso de Montaña, en la sierra de Gredos, elaborado con leche cruda de cabra verata. Y acaba de regresar de Huesca, donde supervisa el afinado de un queso de vaca cuadrado, de corteza italiana, en la quesería Bal de Broto, en pleno valle de Ordesa. En su trayectoria calcula haber afinado más de un centenar de variedades. Pero no hay dos iguales. “Lo bueno es que los quesos no se pueden replicar, no admiten copias. Cada pieza tiene su propio aroma, su color, su regusto final… Los quesos cambian de un día para otro, porque trabajamos con vida, con microorganismos”. Martín suele decir que su oficio no se enseña, se contagia. Cobra entre 3.000 y 6.000 euros por proyecto, que incluyen visitas sucesivas a las cavas, observaciones, silencios y la paciencia de quien sabe escuchar. “Vivo dignamente, no tengo horarios de oficina y cobro también por objetivos”, confiesa. Lo suyo es una manera de entender el tiempo.
Madurar el queso, llevarlo a su punto máximo de sabor, textura y aroma. Ese es el arte del afinador: vigilar que la temperatura, la humedad y la ventilación sean las idóneas, girar las piezas con paciencia, cepillar o lavar las cortezas, aplicar mohos o untarlas con vino, ceniza o hierbas. Un trabajo que se hace con las manos, pero sobre todo con la mirada.
Rubén Valbuena (Sabadell, 44 años) lleva más de una década entregado a esa tarea. En 2011, junto a su esposa, Asela Álvarez, decidió abandonar una vida nómada como geógrafos y anclarse en un punto fijo: a las afueras de Ramiro, un pueblo en la llanura de Valladolid. Allí levantaron Granja Cantagrullas, un proyecto que nació con alma de productores, pero que pronto se transformó en algo más. “Lo que me conmueve es el afinado —dice—. Observar cómo la leche cambia, cómo las bacterias, los mohos y las levaduras dialogan entre sí. El afinador lleva el queso donde quiere, y eso es lo interesante: ver cómo llega a un punto distinto del que tenía en origen”.
Su vida gira en torno a esa búsqueda. Además de Cantagrullas, es propietario de las tiendas Cultivo, en Madrid, y de una distribuidora que trabaja con más de un centenar de afinadores europeos. En sus cámaras, donde el aire huele a vida, madura pastas con chile chipotle —de un queso que se llamará Cuaresmeño— o piezas de corteza lavada como Junco, al que acaba de colocar una sangle: una tira de madera que sujeta el queso, ayuda a fijar levaduras y aporta taninos. “Es un trabajo en el que siempre hay lugar para la sorpresa y para el aprendizaje”, añade.
Para aprender sobre pastas blandas y azules, acudió a la escuela ENILV (École Nationale d’Industrie Laitière et des Viandes), en Aurillac (Francia). “Yo no vengo de este sector, vengo del mundo académico, y mucha gente que me veía elaborando quesos decía: ‘tanto estudiar para acabar aquí’. Es un trabajo complejo, incluso pretencioso, donde hay que saber muy bien lo que se necesita en cada momento. Si algo me ha dado la universidad son las herramientas para afrontar este trabajo con ganas. La necesidad hizo que agudizara el ingenio rápido”, cuenta mientras su hijo Esai, universitario de 20 años, lo escucha atento.
Está orgulloso cuando alguien le dice que los quesos de Cantagrullas tienen personalidad propia. La suya. “Tienen olor a ácido, a fresco, a hongo”, comenta, mientras toma el cepillo, la herramienta que más aprecia. En las baldas de madera de pino, desnudas de barniz, descansan hermosas piezas: como un queso de leche cruda de pastoreo de Cantabria, afinado con aceite y pimentón, bautizado como Custodio —porque son estos ingredientes los que vigilan los mohos—. Y si tiene que definir su labor, asegura que hay mucho de valentía, coraje y conocimiento.
El oficio de afinador se puede comparar al de un músico: existe una partitura y cada uno la interpreta a su manera. “Es lo bonito de este trabajo, que puedes desarrollar tu propio queso y conseguir algo único”, explica Abel Valverde (Barcelona, 49 años), director del restaurante Desde 1911, en Madrid, donde trabaja con tres espléndidas mesas de quesos: una central, con un surtido variado; otra con formatos grandes y referencias difíciles de encontrar; y una tercera monográfica por países. Al afinador, asegura, debe moverle la curiosidad. “Conocer el origen del producto, intuir cómo va a evolucionar, con qué se puede lavar una corteza o cómo se van a transformar las grasas”, explica. Lo define como un arte cada vez más reconocido, aunque en España aún no exista una formación específica. “Debería ser una rama especializada dentro de la formación en hostelería, porque hay un interés creciente por los quesos artesanos”, añade, aunque reconoce que todavía queda camino para alcanzar el nivel de Francia.
Lo sabe bien François Bourgeon, considerado uno de los mejores maestros afinadores franceses. Regenta Xavier, el templo que su padre creó hace medio siglo para los amantes del queso en Toulouse, su ciudad natal. “No quería afinar ni trabajar con quesos”, confiesa al otro lado del teléfono. Dejó su puesto como responsable de exportación en Hewlett Packard para comprarle la empresa a su padre en 2003. “Es un trabajo complejo. Hay que tener mucho conocimiento sobre cómo funciona una cava. Una semana puede estar el ambiente seco y la siguiente, húmedo. Por eso este oficio no se aprende con cursos de una semana: en ese tiempo no se ve la evolución de un queso”, explica.
No se formó en ninguna escuela. Cuando era joven cuidaba de los quesos en el negocio familiar para ganar algo de dinero y poder salir de fiesta. “Veía cómo evolucionaban. Sin quererlo, ahí me formé. Mirándolos sabía qué gusto tenían”, recuerda. Define su trabajo como un juego “que cuesta mucho, porque es arriesgado, pero es un elemento de diferenciación”. Y para eso, dice, hay que tener ojo, olfato y paciencia. “Pero, sobre todo, estar enamorado del queso”, asegura después de haber madrugado para visitar, a las seis de la mañana, una de sus cavas. “Esto es amor”.