El día que la chef Iris Jordán tiró al monte (en el valle de Benasque)
Es parte de la revolución de cocineros que volvieron a casa para trabajar con sus sabores más identitarios. La suya ya tiene una estrella Michelin
Iris Jordán (Barbastro, 31 años) podría dibujar las montañas que la rodean con los ojos cerrados. Las ha subido todas. “Corro en el monte, hago alpinismo, esquí de travesía. Antes escalaba, pero llevo dos operaciones de hombro… No sabes la sensación que es ver todo desde allí arriba”, dice mientras da un paseo por su valle, el de Benasque. Ese paisaje que corre y recorre a diario, el mismo que la vio crecer, partir a la gran ciudad y regresar con la incertidumbre de quien se reencuentra con algo que no sabía que echaba de menos, es ahora también parte de lo que cocina en su restaurante Ansils, en la aldea oscense de Anciles.
Junto a su hermano Bruno (Barbastro, 34 años) cogieron las riendas del negocio familiar hace un lustro para reivindicar sus raíces, aquellas que plantaron sus abuelos en 1984 abriendo un bar para los forasteros como un acto de gentileza.
“Cuando se creó la estación de esquí, en los años setenta, empezaron a venir turistas que preguntaban a nuestra abuela Pilarín Ferrer dónde podían tomarse un café o ir al baño. Ella trabajaba en el campo y su marido en la central hidroeléctrica, y juntos decidieron abrir un bar para responder a la demanda”, cuenta Bruno Jordán, que se encarga actualmente de la sala.
Iris explica con orgullo cómo su abuela fue de las primeras en compartir recetas tradicionales en un restaurante del valle. “Cuando comenzó aquella hostelería en la zona, nadie ofrecía recetas autóctonas. Eso quedaba reservado para las casas”, cuenta. “Estaba mal visto poner en las cartas platos como el recao [un potaje aragonés]. Nuestra abuela fue una pionera. Su padre le decía que dónde iba poniendo comida de pobres. Sin embargo, ella se empeñó. Fue muy rompedora porque cogió algo muy humilde y lo dignificó. Entonces, era más fácil ofrecer una sopa de cocido con fideos y una carne que lo que se preparaba en las casas”, añade Bruno.
Algo de su abuela lleva su nieta en las venas y pervive en la casa de piedra en la que se encuentra el restaurante, donde continúa viviendo Pilarín, ya jubilada. En la parte de abajo conservan el bar de pueblo, donde no es extraño ver a vecinos jugando a cartas alrededor de la chimenea. Subiendo las escaleras aguarda el espacio destinado al restaurante gastronómico laureado con una estrella en la guía Michelin.
Iris lidera los fogones de un equipo jovencísimo y forma parte de la revolución de la nueva cocina española, esa de chefs que se han formado en grandes casas, han regresado a sus pueblos para cocinar sus sabores más identitarios y los han puesto en el mapa gastronómico. De ahí que en su carta luzcan platos como las judietas con patatas enranciadas. “Las patatas con rancio [esfera de manteca de cordero que se usa en la cocina de estas montañas] era lo que se comía cada día en invierno”, explica Iris, que ha añadido a la receta unas judías fermentadas en koji, espárragos blancos y pepinos. Lo mismo ha hecho con el guiso de ajoarriero de bacalao de su abuela, cuyo paso a paso comparte en un librito que regala al comensal para que lo pueda elaborar en casa. A esa receta heredada le ha añadido col encurtida y un pan chino que alberga en su interior una yema de huevo en homenaje a la tortilla tonta del ajoarriero, un plato de aprovechamiento que aún se hace en la zona el lunes de Pascua. También las crestas de gallos fritas, que Iris Jordán aliña con romesco de kimchi y una hoja de menta. Pero lograr que este lenguaje ancestral hable su idioma personal y llegar aquí no ha sido fácil, y menos que comensales venidos de toda España llenen a diario su restaurante para probar uno de sus dos menús: Monte Alto, de siete pases por 110 euros, y Monte Bajo, de cinco pases por 85 euros.
Iris entró con 15 años, nada más terminar la ESO, en la Escuela de Hostelería de Guayente. A esa misma edad, empezó a trabajar en la pastelería El Laminero, de Benasque. “Me pillaron robando unos donettes en un campeonato de España de esquí y me dejaron fuera de la competición. Así que mi madre me dijo: ‘Ahora vas a pagar la competición’. Y me metió en El Laminero”, recuerda. Pero como Iris ya sabía que se quería dedicar a la cocina, lo hizo tan contenta. “Empecé en el obrador y, luego, a llevar pedidos en bicicleta”. Entonces no podía imaginar que 15 años después, gracias a otros donettes, en este caso de paloma en escabeche de abeto, ganaría el premio de mejor tapa de España en el Campeonato Oficial Hostelería. Aquel día de enero de 2024, después de alzarse con la victoria, Iris Jordán llegó en coche de Madrid a la plaza del pueblo y se encontró con todos los vecinos aplaudiéndola. “Me dio una vergüenza…”, recuerda.
Pero antes de este reconocimiento pasó por muchas cocinas. “Estuve en restaurantes de Mallorca, Zaragoza, en el madrileño Pan de Lujo, de Alberto Chicote, cuando estaba tan de moda y al que llegué tardísimo el primer día de trabajo porque no sabía cómo se cogía el metro”, rememora, riendo. Luego pasó por una marisquería del mercado de San Antón donde hacía paellas, fue dos años pastelera en Rubaiyat y, de ahí, saltó a Nakeima y después a Lakasa, ambos emblemas de la nueva ola de la cocina madrileña. Pero no sintió la llamada del valle hasta que decidió cogerse un año sabático en México.
En Madrid, Jordán echaba muchísimo de menos hacer deporte y siempre que podía se escapaba a la sierra a escalar y a correr. “Antes de irme a México, decidí regresar al valle y volví a esquiar. Entonces, algo conectó dentro de mí. Bruno y yo siempre soñamos con emprender juntos, pero una taberna tipo Masta [Zarautz], algo más informal. Nunca habíamos hablado de dónde. Por eso, cuando me llamó en 2019 para entrar en el restaurante familiar, no dudé en regresar. Si no hubiera tenido esa conexión en aquel momento, no sé qué hubiera pasado, porque me estaban tirando ofertas, como la apertura de Saddle. Pero decidí regresar al valle”.
Y volvió con ganas de correr por sus montañas y aprender de ellas. “Alucinaba con los frutos y las hierbas que me iba encontrando. Y con mi amiga Martina, que tiene una tienda ecológica en Benasque, empezamos a investigar. Salíamos al monte con libros de plantas y mapas para marcar lo que íbamos encontrando, en qué época y en qué zona. Y hallábamos aranyons, chordones, grosellas…”. De aquella época, la cocinera guarda todos los mapas subrayados, junto a diplomas de los concursos de cocina que ha ganado, recetarios de la zona que le han regalado algunos vecinos y sus propias recetas, que van desde una croqueta de chipirón y un teriyaki de manzana, a la compota de miso y unas sopas de ajo. Un fiel reflejo de su inquieta mirada con los pies plantados en el territorio.
De su regreso al valle, también destaca cómo iba con Bruno a los bares de pueblos medio abandonados en busca de patrimonio oral. “Entrábamos, preguntábamos por recetas y a veces acababan discutiendo entre ellos por los ingredientes o las diferentes maneras de elaborarlas en sus casas”, rememora. “En un bar, un hombre me contó que hacía caldo de paloma y aluciné porque justo me estaba leyendo el libro de Lera Gastronomía, cultura y caza. Fue emocionante la conexión, sentí que estaba yendo por el buen camino”.
De todos los platos que ha creado hasta el momento, tiene especial cariño al primero que su abuela le dejó meter en la carta y que aún conserva. “Son los falsos callos de colmenillas, que primero deshidratamos para después darles textura de callos”. La transición de la carta tradicional a la actual no fue fácil. “Mi abuela se retiró, nuestro padre se mantuvo en la sala y cada vez nos dejaba que fuéramos metiendo más platos. Confió en nosotros, pero fue duro porque tenían una clientela fija de 40 años y cuando quitamos la chuleta y empezamos a poner platos nuestros como los chiretons, los rabos de cordero o el conejo relleno, la gente se levantaba y se iba”, recuerda Iris.
Lejos de rendirse, las adversidades les dieron impulso, como sucede en la montaña, y en 2020 apostaron por cambiarlo todo y emprender su proyecto personal. “Quisimos darle una vuelta, pero respetando la mirada de nuestra abuela. Nos podría haber salido muy mal, pero ha ido superbién. Y aquellos que se levantaron entonces y se fueron volvieron otro día para ver qué estábamos haciendo”, relata Jordán. Y les gustó.
Las ganas de aprender y exprimir al máximo todo lo que la rodeaba llevó a la chef a aprovechar su primer mes de vacaciones en casa para trabajar en Arrea!, el restaurante alavés del cocinero Edorta Lamo, referente en la cocina de montaña. “Me abrió la mirada y me hizo intuir todo lo que podíamos llegar a hacer aquí”. En aquellas semanas, llamaba cada día por teléfono a Bruno para darle instrucciones: “Fermenta ajos para cuando llegue, coge estas hierbas que son su mejor momento…”. Y gracias a su paso por Arrea! cuenta que todo cambió. “Solo éramos dos críos jugando. Encontrar nuestra propia identidad nos ha costado mucho, pese a que lo hayamos hecho muy rápido”. A la velocidad del rayo, pero con aplomo. Al igual que su abuela logró dignificar los recaos, las elaboraciones tradicionales poco comerciales que hace Iris como el chiretón —un plato de casquería de cordero de la zona— comienzan a ser orgullo de identidad culinaria local.
El apoyo a los productores de su entorno es clave para el proyecto de Ansils. “Nos hace mucha ilusión contribuir a la economía del valle: cuando van a la panadería a comprar después de probar el pan o las rosquetas en nuestro restaurante, o las personas que se alojan en temporada baja y desde los alojamientos nos dicen que ha sido gracias a nosotros”. Lo mismo ocurre con los huertos cercanos que les nutren de productos como el tupinambo. “La gente se reía, porque antes se daba a los cerdos y nosotros lo aprovechamos en cocina”, dice Iris. O los quesos y yogures de la ganadería ovina de Valdecina, con los que elabora su plato de liebre y de cuya artesana aprende en cada visita. Todo ese cariño es lo que debió sentir cuando esta cocinera se subió al escenario a recoger en 2024 su primera estrella de la guía Michelin con lágrimas en los ojos. “Al bajar, miré el teléfono y aluciné, porque se había llenado todo de reservas de diciembre a mayo. No estábamos preparados para eso, pero lo logramos”, recuerda.
Iris Jordán hace un alto en el camino, levanta la mirada y señala las montañas que la rodean llamando a cada una por su nombre. “Aún no me he acostumbrado a verlas a diario. Antes subía sola muchas veces, ahora lo hago menos. Me da más miedo. Será porque me hago mayor y porque soy autónoma”.