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Y entonces, ¿para qué luchamos?

Entre los deseos y la tozuda realidad median muchas decepciones y concesiones. Pero hasta cierto punto

Siempre he sido una gran amante de los animales, es decir, de los otros animales además de nosotros, que sin duda somos los más complicados y defectuosos. Es más, creo que el grado de civilidad y desarrollo de una sociedad puede calibrarse fácilmente a través de dos indicadores: cuál es el lugar que ocupan las mujeres y cómo es el trato que dan a los animales. En España hemos mejorado mucho en ambos reg...

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Siempre he sido una gran amante de los animales, es decir, de los otros animales además de nosotros, que sin duda somos los más complicados y defectuosos. Es más, creo que el grado de civilidad y desarrollo de una sociedad puede calibrarse fácilmente a través de dos indicadores: cuál es el lugar que ocupan las mujeres y cómo es el trato que dan a los animales. En España hemos mejorado mucho en ambos registros, pero sigue habiendo costumbres atroces y hordas de energúmenos. Como ese cazador extremeño, Antonio Sánchez, El Patilla, que este verano dejó morir de hambre y sed a 32 pobres perros encadenados. Un asesino que probablemente no pisará la cárcel, porque los perros de caza están excluidos de la Ley de Protección Animal y, por lo tanto, de las penas agravadas que pueden aplicarse por maltrato. Es el reino de la impunidad, una zona legal gris que deja desprotegidos, precisamente, a los animales más expuestos a la crueldad humana.

Cuando se promulgó la ley, hace dos años, ya se criticó esta inadmisible exclusión, que sólo se puede entender como un triunfo del poderoso lobby de cazadores, que aspiran a que siga habiendo el menor control posible sobre la situación en que mantienen sus rehalas. Un afán de oscuridad más que sospechoso, porque si trataran bien a sus perros no les importaría estar bajo la ley de protección. Y el caso es que, tras esa enorme pifia legislativa, las organizaciones animalistas han estado pidiendo a la Dirección General de Protección Animal, y al Ministerio de Derechos Sociales del que depende, que se pudiera proteger a los perros de caza por medio de otras disposiciones legales. Hace dos semanas se constituyó el Consejo Estatal de Protección Animal, un órgano consultivo con representantes de los gobiernos autonómicos, de los ayuntamientos y de la sociedad. En principio, una buena herramienta, “un hito importante en el cuidado de los animales”, como declaró el ministro sacando pecho. La pena es que, minutos después, el director general dijo que el decreto ley de núcleos zoológicos y rehalas que están tramitando dejará a los perros de caza bajo la responsabilidad del Ministerio de Agricultura, como animales de producción o explotación (los demás están considerados animales de compañía y dependen de Asuntos Sociales). Es la condena final de esos pobres bichos, la desprotección más absoluta, porque dudo mucho que el Ministerio de Agricultura mande al Seprona a ver las condiciones de una rehala o ponga una denuncia por maltrato. Vamos, que el lobby de los cazadores se ha vuelto a apuntar otro tanto. Los Patillas de este país deben de estar brindando con tintorro.

Sé bien que la política es el arte de lo posible. Sé que entre los deseos y la tozuda realidad median muchas decepciones y concesiones. Pero hasta cierto punto. En toda gestión pública debe haber un límite, una línea a seguir, unos principios irrenunciables. Y hay que ser valiente y sostenerlos. Por ejemplo, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, tuvo el coraje de quitar el Premio Nacional de Tauromaquia nada más llegar al cargo, sabiendo que estaba agitando un avispero. Se armó un buen bochinche, pero no pasó nada. Bueno, supongo que Urtasun perdió algunos amigos, pero ser ministro no consiste en tener amigos. Yo a eso lo llamo hacer política. Como también sería hacer política plantarse ante los cazadores. Pienso en la famosa anécdota de Churchill, cuando, en un momento crítico de la Segunda Guerra Mundial, le propusieron desviar los fondos destinados a la cultura para invertirlos en armamento, y él contestó: “Y entonces, ¿para qué luchamos?”. Eso es, en efecto: hay que luchar por un modelo social y ético. Y no todos los políticos tienen esto claro. De hecho, me temo que entre ellos cunde un defecto muy feo que sucede en todos los partidos, y que consiste en tener tan elevadísimo concepto de sí mismos que creen estar haciéndole un bien monumental a la sociedad por el hecho de seguir en el cargo, aunque para ello tengan que renunciar a sus principios, al programa que pensaban aplicar y a cualquier otra menudencia ética semejante, incluyendo la responsabilidad de sus errores (véase, sin ir más lejos, la dana y Mazón). O sea: no sólo tragan con cualquier cosa para atornillarse al sillón, sino que, además, creen que eso, su mera permanencia, es lo mejor que le puede pasar a este país. En fin: pobres perros de caza y pobres nosotros.

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