Vinos toledanos que salvan uvas en peligro de extinción

Defensores del terruño manchego, Julián Ajenjo y Jesús Toledo abanderan desde su empresa el valor de lo local. Las cepas antiguas, las uvas olvidadas y los procesos naturales son sus señas de identidad

Julián Ajenjo (izquierda) y su socio y primo Jesús Toledo, en las dependencias de su empresa vitivinícola #garagewine, en Quintanar de la Orden (Toledo).FRANCIS TSANG

Kilómetros antes de llegar a Quintanar de la Orden, un paisaje uniforme de viñedos cubre enormes zonas de la llanura manchega. Huele a vino en cada calle, incluso si las recorres en coche y con las ventanillas cerradas. Marco propicio para que dos primos hermanos, Jesús Toledo (Toledo, 42 años) y Julián Ajenjo (Madrid, 42 años), decidiesen hace nueve años recoger 1.000 kilos de uva de las fincas de su familia y plantearse un reto: rescatar ...

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Kilómetros antes de llegar a Quintanar de la Orden, un paisaje uniforme de viñedos cubre enormes zonas de la llanura manchega. Huele a vino en cada calle, incluso si las recorres en coche y con las ventanillas cerradas. Marco propicio para que dos primos hermanos, Jesús Toledo (Toledo, 42 años) y Julián Ajenjo (Madrid, 42 años), decidiesen hace nueve años recoger 1.000 kilos de uva de las fincas de su familia y plantearse un reto: rescatar variedades autóctonas prácticamente desaparecidas para elaborar un vino local y de calidad respetando los métodos tradicionales. A falta de local, buenos fueron los apenas 20 metros cuadrados del garaje de sus abuelos. En él comprimieron, en una suerte de tetris industrial y arrimando los tractores y aperos a la pared, dos depósitos, una prensa, una despalilladora y dos barricas. Pusieron todo eso y pusieron también en marcha su propia empresa vitivinícola, #garagewine. En los procesos productivos del vino castellano-manchego, tradicionalmente más conocido por la cantidad que por la calidad, aunque esto ha variado mucho en los últimos tiempos —la región reúne más de la mitad de los viñedos españoles—, se ha extendido el uso de aditivos, procesos de fermentado artificial, regadíos y cepas cuanto más altas y jóvenes mejor. “Menos uva en cada vid, más concentrado el sabor”, sentencia Toledo. Con cepas de más de 100 años, sin una gota de riego y utilizando uvas locales, y solo uvas, la pareja decidió llevar la contraria al cada vez más común modus operandi de su tierra toledana para producir bien en lugar de más y priorizar el valor de lo local.

Los dos empresarios y salvadores de especies autóctonas olvidadas examinan la cosecha de este año en medio de la viña toledana. FRANCIS TSANG

Con las manos sucias de descubar (trasladar de un depósito a otro el vino para separar la piel), Ajenjo abre el portón de entrada a la pequeña nave industrial que desde 2018 alberga su bodega. “El garaje se nos quedó pequeño… Y a la nave poco le falta”, dice Toledo mientras recorre un pasillo sombreado por las hojas de cinco especies distintas de vid, las primeras cinco que utilizaron en sus vinos: garnacha, cencibel, airén, brujidera y tinto de la pámpana blanca. Esta última, autóctona de Toledo, es la viva prueba de su filia por la tradición. Su tía Lucía Toledo, que falleció hace seis años de cáncer de ovario, les regaló 700 cepas del año 1913 de esta uva, hoy raramente cultivada en la región. Con ella elaboran La Autóctona, su gran apuesta por conservar y recuperar uvas manchegas cada vez menos cultivadas. En memoria de su tía, donan un euro de cada botella a la Fundación Caíco, dedicada a la investigación contra el cáncer infantil.

Jesús Toledo sostiene un racimo de uvas de la variedad brujidera, una de las menos cultivadas de las que trabajan. FRANCIS TSANG

Ambos se definen como “firmes defensores de su terruño”, y su catálogo los respalda. De las nueve variedades de uva que utilizan —seis de tinto y tres de blanco—, ocho son toledanas, y el vino que producen con shiraz, única variedad no autóctona, lleva por nombre Forastera. Con su apuesta por lo local ya exportan a 16 países —14 europeos, más Canadá y Estados Unidos—, a los que envían más de 7.000 botellas anuales.

Jesús Toledo, que estudiaba en 2011 un curso superior en enología en Cariñena, un pueblo de Zaragoza y capital de la denominación de origen del mismo nombre, aprovechó el proyecto final para crear un boceto de lo que después sería su empresa. El punto de partida del trabajo eran 100.000 kilos de uva; a partir de ahí se le pedía un modelo de negocio y un plan de viabilidad que abarcase todo el proceso, desde la viña hasta la venta en bodega. Fue el mejor calificado de su curso, pero la parte económica se le atragantó: “Julián me echó una mano… o las dos”, dice dibujando una sonrisa pícara. Ajenjo había estudiado ADE y ya dirigía una gestoría en Quintanar. Aunque de economía y burocracia iba sobrado, de vino sabía poco y tuvo que aprender en los primeros años para ayudar en una empresa en la que es la mitad de la plantilla.

Las botellas que utilizan en #garagewine, antes del etiquetado. FRANCIS TSANG

Han pasado de producir 550 botellas en su primera añada de 2015 a casi 19.000 este año. Pero ellos ponen freno: “Queremos que cada botella pase por nuestras manos. Podemos llegar a 40.000, pero hacer más implicaría externalizar algún proceso y dejar de usar la palabra artesano”, argumenta Toledo. La mayoría de los enólogos suele mezclar variedades para equilibrar la acidez, el cuerpo o los taninos de sus vinos. Todos los de ­#garagewine son monovarietales —un solo tipo de uva— y juegan con los tiempos de fermentación y la vendimia en meses distintos de la misma variedad para armonizar el sabor: “Para hacer buen vino con airén, una uva tan común como denostada por su sabor neutro, vendimiamos en tres momentos distintos para captar los matices del fruto en cada fase de maduración”, explica Toledo mientras prueba el mosto recién prensado de esta uva, la blanca más cultivada en España.

Experimentan a diario con nuevas fórmulas que aplican a todas las fases del vino, y tienen un laboratorio en su bodega. Vendimian cuando en su pueblo nadie más lo hace para elaborar uno de sus últimos vinos, Baraka, un vino de hielo —con uvas sometidas a una baja temperatura ambiental con alta concentración de azúcar— del que elaboran unas 300 botellas al año. Ajenjo dice que son los raros del pueblo: “Nos miran sorprendidos cuando nos ven ir a recoger las últimas uvas de airén en pleno diciembre, y nos encanta hacer cosas diferentes. En un pueblo en que todo Dios produce vino, tenemos que distinguirnos del resto y lo intentamos cada día”.

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