Manuela Carmena, una cena espartana de despedida: “Un queso con membrillo y quizás un vino blanco”
La exalcaldesa de Madrid elige alimentos de gran calidad en pequeñas cantidades para el menú de su última cena. Acostumbrada a hacerlo todo rápido, huye de banquetes y grandes reuniones y prefiere una conversación calmada en el patio de su casa
La hemos citado en el Manuela, un antiguo café del barrio de Malasaña ideal para una charla y una foto. Por un momento me preocupó que lo interpretara como una boutade. En mi descargo pensé alegar que era un homenaje, una manera de juntar a las dos Manuelas que han alcanzado un estatus legendario en Madrid: Manuela Malasaña y Manuela Carmena....
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La hemos citado en el Manuela, un antiguo café del barrio de Malasaña ideal para una charla y una foto. Por un momento me preocupó que lo interpretara como una boutade. En mi descargo pensé alegar que era un homenaje, una manera de juntar a las dos Manuelas que han alcanzado un estatus legendario en Madrid: Manuela Malasaña y Manuela Carmena. Según entró sola, recién salida del metro y con gesto serio, pensé que era mejor evitar cualquier cosa que tenga un tufillo de adulación con esta mujer.
Acaba de cumplir 80, pero lo cierto es que Carmena está ya en esa etapa de la vida en que un número no es el indicador más fiable para estimar su edad real, para ese cálculo conviene más observar su gesto, el ímpetu de su voz y el brillo de la mirada. Uno se pregunta al verla entrar en el café cuántos exalcaldes de Madrid se desplazan solos en metro. Ella va charlando con pasajeros que la reconocen, viaja tomándole el pulso a su ciudad y no deja de hacerlo ni al entrar en el Manuela, donde el dueño del establecimiento se le acerca para contarle todo tipo de problemas del negocio y ella no solo le escucha, sino que sabe hacerle sentirse escuchado, evita cualquier gesto de prisa para que acabe su intervención, e incluso le pregunta sobre algo que ha dicho para obtener un matiz.
No es una falsa simpática. Lo primero que dice es que hubiera preferido descansar, tiene muchos líos y poco tiempo. Nos recuerda que nos ha dado la entrevista porque conocemos a su hija Eva y a su yerno, Rómulo, y por eso le ha parecido mal decirnos que no, pero que se ha arrepentido de renunciar a una siesta en cuanto ha salido de casa. Se pide un café con leche y nos pide que empecemos. Yo le explico que esta entrevista es fácil, solo tiene una pregunta: cómo sería su última cena.
—Soy más de desayuno y de comida, no ceno mucho, no me gusta la sensación de estar llena de noche —dice con laconismo—, tomaría un queso con membrillo y quizás un vino blanco.
Yo, que temo que la entrevista se acabe aquí, le aclaro que al día siguiente va a morir, de modo que tampoco importa mucho si se llena esa noche, puede dar vuelo a su imaginación gastronómica. Pero Manuela Carmena es tajante, no quiere comer apenas, “más aún si es mi última cena, me produce sueño, me atonta”, y ella querría estar muy atenta para poder disfrutar de la gente con la que quiere estar esa noche. Coco Dávez necesita más precisión para su ilustración, y Carmena dice que sería un brie. “Ese día querría un queso suave”. Del vino no puede decirnos más, “es que no entiendo mucho, podría ser ese gallego que ahora está muy de moda, godo-no-sé-qué”. Godello, acierto a decir.
Le ofrezco cambiar la cena por un almuerzo para traer a su mesa algo más celebratorio, pero no arreglamos nada adelantando la cena: en ese caso le basta una ensalada de “muchas cosas mezcladas con frutas”, un zumo de naranja y remolacha “que te pone la boca morada” y a lo mejor un trocito de empanada, que le salen muy bien, asegura.
Le interesa poco el menú, pero tiene más claro con quién y dónde. Sería con sus hijos, sus nietos, su marido, su amiga Elvira. “Y si hubiera algún otro amigo cerca, no me importaría que viniera también, lo que pasa es que no me voy a poner a convocar a mucha gente porque luego hay que ponerse a cocinar mucho y no creo que sea el día, y además que si viene mucha gente al final no estás con nadie”, añade. Pondría la mesa bonita, daría forma a las servilletas, haría ramos con las flores que crecen en su casa. Si hiciera buen tiempo cenarían en el patio ajardinado, entre sus azaleas, con el olor del jazmín, que le resulta maravilloso, en el esplendor de sus hortensias, con todos sus tiestos en flor.
Si no hiciera buen tiempo cenarían en la cocina, que es donde siempre comen y reciben a los invitados. Tenían un comedor muy bonito, pero la acústica era mala, y como lo importante es escucharse cuando hablas, se pasaron a la cocina y dejaron que el comedor fuera un sitio de trabajo. Y es que la conversación con los suyos es lo único que le importa de esa comida para la que tampoco es capaz de pensar ninguna música específica, le encantaría algo clásico, puede que sonata de piano sonando de fondo. “Soy fatal con la música, no tengo oído ninguno, en mi colegio cuando cantábamos las monjas me decían: ‘Usted, calle, mueva la boca solo”.
Yo le cuento que Rómulo, su yerno, me dijo una vez que esto de la Última Cena es una sección fallida, que él esperaba algo más pornográfico, abrir la revista y pringarse de salsas, oír el chup-chup de una olla, el crepitar de una brasa, oler los vapores de un fondo en reducción o los efluvios de un coñac, y sin embargo los llamados a la última cena se conforman muchas veces con una triste sardina o con una sopa. Él echa de menos más imaginación gastronómica en estas páginas, y por contentarle le pregunto a Carmena, si no sería bueno dejar a su yerno que cocinara, que lo hace francamente bien y con mucha ambición. Ella se niega, no en su última cena: Rómulo hace cosas muy complejas, pero como buen cocinero tarda mucho. “Y yo la palabra tardar la tengo bastante arrinconada, odio tardar”.
No es que Manuela Carmena no tenga imaginación gastronómica, todo lo contrario, ella es una gran admiradora de David de Jorge, el evangelista de las guarrindongadas, y como buena discípula ha inventado el bombón de chocolate con patatas fritas, dice con orgullo. A sus hijos les hacía pastas y escalopes azules, con colorantes, porque le gusta siempre cambiar las cosas y que todo sea un poco especial y distinto. Ella no es de esas personas que comen rutinariamente lo mismo cada semana porque eso le aburre. “Mi marido se troncha y me pregunta cuando cocino algo nuevo: ‘¿Esto cuántos días te va a gustar?”. Asegura que “con la edad la imaginación se agudiza”, porque a los 80 años “una ya ha acumulado tantos elementos de referencia, que la maleta que tienes es enorme y eso te suscita cantidad de ideas”. No es falta de imaginación lo suyo, ni de talento para la cocina. Lo que pasa es que, para ella, en su última cena lo de menos es la cena.
Y puesto que la conversación con la familia es lo único esencial en su plan, le pregunto de qué cosas hablaría, si tendría algo importante que decir, si sería la hora de los discursos, de los consejos, de las grandes palabras. “Haríamos lo posible por hablar como si fuera un día normal, no plantearía nada complicado ni difícil, normalmente nosotros nos reímos mucho y buscaría cosas que nos hicieran reír, recordaríamos cosas que nos hicieron gracia”, dice ella. “Yo todos los días tengo una historia del metro, cada vez que subo me pasa algo, algunas veces cosas fantásticas, como hoy, que me he encontrado con una señora de Azuqueca que había sido policía nacional, pero su hermana no había podido porque le faltaban tres centímetros de altura… Yo es que me enrollo con todo el mundo. Me gusta la gente y me divierto con la gente. Y luego hablo de ello en casa”. Su marido es más serio y habla de política, dice, pero su hija Eva es muy divertida narrando historias. En realidad, solo querría estar acompañada esa noche, tener una mano que coger, que te transmitiera calidez en ese adiós, nos dice mientras rememora lo mucho que le impresionó en su época de jueza de vigilancia penitenciaria, al principio de la epidemia de sida, ver a tantos jóvenes morir solos sin que nadie les diera la mano. La ilustradora Coco Dávez, que perdió a dos tíos por esta enfermedad, agacha en este punto la mirada. Se hace un triste silencio y yo lo rompo preguntando si cree que hay algo después de la muerte.
—No —dice con convicción—, me parece un sueño loco eso de creer que te mueres y vas a encontrarte a todos otra vez, imagínate todos allí amontonados.
Como buena jueza empieza a hacer casuística del más allá y nos cuenta la historia de una familiar suya muy religiosa, que perdió a su hermana y que al cabo de un tiempo se terminó casando con el novio de esa difunta hermana. “Y yo le decía, cuando lleguemos allí, ¿qué va a hacer Pepe cuando os tenga a las dos delante?”.
Confiesa que trata de no pensar mucho en el último tramo —”lo más importante será hacerlo lo mejor posible y no dar guerra”—, pero piensa que será un trance difícil, y más todavía si te pasa como a ella, que dice que necesita todavía mucho tiempo para viajar a su propio interior y así “sacar todas las cosas” que lleva dentro de sí y “verlas fuera”.
Después da un sorbo a su café con leche y enumera todos los proyectos en los que está, su programa de radio sobre historia del derecho, las ONG en las que colabora, los bordados que hace, el puesto del mercado en el que atiende, los presos a los que forma. “Me gusta mucho vivir, no tengo ningún interés en morirme”, concluye.