Cómo Estados Unidos abrazó la psicodelia (por segunda vez)
Tras medio siglo de prohibición, Estados Unidos está a punto de legalizar la psilocibina y el MDMA para su uso clínico en personas con estrés postraumático o enfermos terminales de cáncer. Científicos, pacientes, terapeutas clandestinos y veteranos de guerra hablan sobre las luces y las sombras de este renacer
Las cosas no iban bien para Marjorie Smith. La combinación de un diagnóstico de leucemia y un divorcio desembocaron en una depresión. Smith había leído en alguna parte que el uso de psilocibina, componente activo de las setas alucinógenas, funcionaba contra la ansiedad para pacientes como ella, así que le dijo a su oncólogo: “Si algún día hubiera uno de esos ensayos, cuenta conmigo”.
Ese día llegó. Se puso ...
Las cosas no iban bien para Marjorie Smith. La combinación de un diagnóstico de leucemia y un divorcio desembocaron en una depresión. Smith había leído en alguna parte que el uso de psilocibina, componente activo de las setas alucinógenas, funcionaba contra la ansiedad para pacientes como ella, así que le dijo a su oncólogo: “Si algún día hubiera uno de esos ensayos, cuenta conmigo”.
Ese día llegó. Se puso un antifaz, unos auriculares con música instrumental, tomó una dosis alta de la poderosa sustancia psicodélica y se recostó en un sofá. A la media hora tuvo un ataque de pánico; se sintió en una “caja negra” de la que quería salir a toda costa. El psicólogo que la acompañaba y que había participado en las sesiones preparatorias logró apaciguarla con ejercicios de respiración. La paciente se volvió a tumbar “y ahí empezó la aventura”. “El viaje, muy nítido, se dividió en tres capítulos”, recordó recientemente esta mujer de 60 años en un café del centro de Washington, “uno sobre mi familia, otro sobre la separación, y el tercero, sobre tener paciencia y ser tolerante”.
Obviamente, los alucinógenos no la curaron —“esta enfermedad me acompañará durante el tiempo que me quede”—, pero el tratamiento la ayudó a volver a ser “la de siempre”: “Una mujer positiva”. “Fue maravilloso” y “volvería a hacerlo”, cuenta ahora. Aunque prefiere, debido al estigma que aún rodea a esas sustancias, que sus padres o sus compañeros de trabajo no se enteren. Por eso, Marjorie Smith es un nombre inventado tras el que se esconde una protagonista inesperada del boom de las drogas psicodélicas en Estados Unidos. Tras medio siglo de prohibición, estas sustancias están viviendo una segunda juventud en un país azotado por una epidemia de problemas de salud mental, abuso de fentanilo y suicidios.
El sitio en el que Smith probó la droga “por primera vez” es una clínica del suburbio de Rockville (Maryland), al norte de Washington. Se llama Sunstone Therapies y aguarda en la tercera planta del hospital oncológico Aquilino Cancer Center, al que está asociada. En 2020 se convirtió en el primer lugar no dependiente de una universidad que recibió el permiso de la agencia del medicamento de Estados Unidos (FDA) para llevar a cabo ensayos clínicos con psilocibina, mientras llega la aprobación general para su uso médico, que se espera para este año o tal vez para el próximo. Las conclusiones de aquel primer estudio con 30 pacientes ―y sin grupo de placebo― se publicaron en la Revista de la Asociación Médica Estadounidense (JAMA) y fueron esperanzadoras: los participantes aseguraron que sentían menos miedo y algo parecido a la aceptación de su suerte.
Una mañana de agosto, los oncólogos Manish Agrawal y Paul Thambi abrieron las puertas del centro para contar su historia. Ambos son hijos de la emigración india. Recién licenciados, se conocieron trabajando en el Instituto Nacional de Salud, antes de pasarse a la práctica privada. El trato con pacientes con “el estrés propio del final de la vida” y la lectura de un estudio de 2018 que defendía que la psilocibina podría ofrecer a los enfermos de cáncer seis meses de alivio para su angustia existencial les convencieron de la necesidad de montar una clínica “de sanación mental”, donde también trabajan con otras drogas psicodélicas, como el ácido lisérgico (LSD), el MDMA, popularmente conocido como éxtasis, o el 5-Meo-DMT, la molécula tras la ayahuasca. “Llegamos a ser muy buenos luchando contra los tumores, pero la calidad de vida de esa gente es otra cosa, y no nos estábamos ocupando de ella”, dijo Agrawal.
Las instalaciones de Sunstone Therapies, que bautizaron como The Bill Richards Center for Healing en honor al psicólogo Bill Richards, son pulcras y modernas. Más parecidas a un spa que a un hospital. Costó construirlas 1,2 millones de dólares, que financiaron gracias a la filantropía. Cuentan con cuatro salas de terapia y una caja fuerte en la que guardan “las medicinas”. Los pacientes no pagan los tratamientos (cuyo costo asciende a miles de dólares); eso también corre a cargo de las donaciones. “Cuando hicimos el primer estudio, nos conmovió tanto la respuesta que decidimos dedicarnos a esto”, recuerda Agrawal.
Richards, de 84 años, no solo da nombre al centro; también trabaja allí. Hombre de amplia sonrisa, fue el último médico que en 1976 administró legalmente drogas psicodélicas a un enfermo de cáncer en el Centro de Investigación Psiquiátrica de Maryland, antes de que su uso fuera prohibido por las autoridades, como un daño colateral de la “guerra contra las drogas” declarada a principios de esa década por el presidente Richard Nixon. En una entrevista desde su casa en Baltimore, Richards recordó la “sensación de impotencia” al verse privado de una herramienta que consideraba beneficiosa para ciertos pacientes. Muchos pacientes: antes de ser proscritas, unos 40.000 estadounidenses tomaron en los años cincuenta y sesenta sustancias alucinógenas en entornos clínicos. Hoy, se calcula que hay en marcha más de un centenar de ensayos clínicos autorizados por la FDA para tratar dos docenas de enfermedades.
Richards entró en contacto con la psilocibina en 1963, cuando era estudiante de Teología en Alemania, donde empezó a trabajar con ella. “Cuando el Gobierno de Estados Unidos me ofreció una beca para tratar con LSD el alcoholismo, regresé. Después, esas drogas llegaron a las calles y Nixon declaró a Timothy Leary ‘el hombre más peligroso de América”. Fueron los años de la explosión hippy, y Leary, doctor en Psicología, había fundado a principios de los sesenta junto a Richard Alpert el Proyecto de Psilocibina de Harvard para documentar los efectos de este poderoso enteógeno natural en el cerebro de un puñado de voluntarios. Entre acusaciones de mala praxis, la universidad clausuró el proyecto, y ambos, desterrados de la academia, trasladaron su proselitismo a la cultura popular. De Leary, que acabó como prófugo de la justicia, es la famosa frase “Turn on, tune in and drop out” (enchufaos, sintonizad y fluid), que pronunció en 1967, año del Verano del Amor, ante unos 25.000 hippies en un festival en San Francisco.
Héroe de la contracultura o villano de la ciencia psicodélica, la prisa de Leary por hacer la revolución encarnó la psicosis de los padres de una sociedad en pleno cambio, cuyas autoridades alentaron la desinformación acerca de los estragos que esas drogas, contraindicadas para su consumo a la ligera, podían causar en sus hijos. Y así fue cómo la psilocibina, que venía usándose durante siglos en México con fines ceremoniales, y el LSD, molécula sintetizada accidentalmente en 1938 en Suiza por Albert Hofmann, acabaron en 1970 en el grupo de las sustancias de mayor peligrosidad junto a la heroína. A diferencia de esta, la probabilidad de morir de una sobredosis tras consumir LSD o psilocibina es extremadamente baja y hay pocas posibilidades de que provoquen adicción, según la agencia estadounidense de narcóticos (DEA), aunque son drogas que, tomadas en condiciones poco propicias o por personas con ciertos antecedentes psiquiátricos, pueden desembocar en experiencias traumáticas o en episodios maniacos o psicóticos.
Casi un cuarto de siglo después de que se prohibiera su uso terapéutico, Richards también estaba allí para asistir a su renacimiento. Junto al psicofarmacólogo Roland Griffiths, de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, consiguieron la autorización en 2000 para volver a llevar a cabo un ensayo clínico con psilocibina. Sus resultados se publicaron en 2006 en un artículo científico sobre su potencial para provocar experiencias místicas. Está considerada la primera piedra del renacimiento de la ciencia psicodélica en Estados Unidos, que ha generado una considerable onda expansiva cultural y está a punto de lograr que la Administración apruebe el uso de la psilocibina en pacientes con problemas de salud mental, como ya hizo Australia el 1 de julio de 2023.
En medio de ese bum, el Centro de Investigación Psicodélica y de la Conciencia de la Universidad Johns Hopkins sigue siendo la gran referencia. Está escondido en un edificio de un campus al este de Baltimore, donde desarrollan experimentos sobre adicciones, depresiones graves o anorexia y tratan a pacientes con enfermedad de Lyme o de Alzheimer. Un contestador automático con incontables opciones corta el paso a quienes creen que allí aguarda la solución a sus problemas leves tras leer un artículo como este o ver uno de los documentales que le ha dedicado al tema Netflix (plataforma en la que son casi un subgénero).
La atención mediática es grande: hay agencias como Bloomberg con alguien dedicado a tiempo completo al tema, y todos quieren contar cómo Estados Unidos está abrazando la psicodelia por segunda vez. “Si dijéramos que sí a tantas peticiones de reporteros de todo el mundo, sencillamente, tendríamos que dejar lo demás”, se excusó durante una visita el pasado noviembre el psicólogo Albert García-Romeu, que trabaja enfocado en las adicciones en el centro de Baltimore desde hace una década. “Creo que hay mucho de moda en todo esto, como quien se apunta a la última dieta”, añadió. “Así funciona el mundo en el que vivimos, en el que la capacidad de atención es muy corta. Cuando [la psilocibina] reciba su aprobación para uso médico, parecerá menos sexy y, espero, las aguas se tranquilizarán”.
Esa moda que describe García-Romeu, junto a las esperanzas de que la terapia psicodélica represente la primera innovación psicofarmacológica de alcance masivo desde la irrupción del Prozac en los noventa, provocó que en 2022, según cifras oficiales, 1,4 millones de estadounidenses consumieran por primera vez esas sustancias sin supervisión médica (un 27% más que en 2018). La cifra es similar a la de quienes en ese periodo se iniciaron en el tabaco.
Ese mismo año, la publicación del estudio con psilocibina más amplio hasta la fecha —llevado a cabo por la compañía británica Compass Pathways, que, junto a la estadounidense Usona Industries, es la firma mejor posicionada para obtener la aprobación de la FDA— orientó el foco hacia los efectos adversos, incluidos los pensamientos suicidas, entre algunos de los pacientes que tomaron las dosis más altas. Aquello sirvió para armar de razones a quienes critican a los defensores de la terapia psicodélica por minimizar los riesgos para evitar que algo se tuerza en el camino hacia su legalización. Un camino por el que asoman otros obstáculos, por ejemplo, la codicia de la industria farmacéutica y sus subterfugios para patentar sustancias y prácticas de uso ancestral, la amenaza de banalización que representa el fenomenal negocio del bienestar, la posibilidad de que las conclusiones halagüeñas de los estudios preliminares se deban en parte a la exigente selección de los pacientes o el riesgo de que por su alto precio esos compuestos acaben ayudando solo a quienes en este país puedan pagarse un buen seguro.
Si en algo coincidió la veintena de científicos consultados en este reportaje es en advertir que estas drogas “no son para todo el mundo” y que es fundamental tomarlas con el asesoramiento necesario. También, que tanta expectación no es buena, y que muchos de los que acudan a ellas convencidos de que tendrán una experiencia transformadora pueden acabar, como poco, decepcionados. De momento, la agencia del medicamento publicó en junio un borrador de protocolo para ensayos médicos. Pretende ir unificando criterios antes de que estas sustancias puedan administrarse en clínicas privadas, como las que han surgido en los últimos años por todo el país para dar terapia asistida con ketamina, sustancia legal en Estados Unidos cuya reputación sufrió un revés al verse asociada recientemente con la muerte del actor de Friends Matthew Perry. Se trata de ordenar un tráfico cada vez más intenso y de evitar que terapeutas cargados de buenas intenciones hagan más daño que bien a los pacientes. También está sobre la mesa fijar los límites al contacto físico durante las sesiones, para evitar casos de abuso sexual.
El relevo de un pionero
Tres semanas antes de nuestra visita a Baltimore, Roland Griffiths, fundador y director del Centro de Investigación Psicodélica y de la Conciencia, había muerto a los 77 años víctima de un cáncer de colon. Tras ayudar a centenares de personas a lidiar con esa ansiedad, pudo aplicarse a sí mismo el cuento cuando le diagnosticaron la enfermedad. A los mandos le ha sucedido el neurocientífico Frederick Barrett. Este, que se doctoró con una tesis sobre el efecto de la música en el cerebro, explicó en su despacho sus planes de futuro con un símil melómano: “Dejaremos atrás el modelo Elvis, con un líder carismático, para pasar a otro más de orquesta sinfónica, con la suma de brillantes individualidades de un grupo de expertos de talla mundial de diferentes intereses”. Barrett calcula que en los casi 25 años que lleva abierto el centro han administrado sin incidentes cerca de un millar de dosis de psilocibina a más de 500 personas, que recibieron entre seis y ocho horas de terapia previa, además de la sesión propiamente dicha, que dura lo que dura el efecto de la droga, en torno a seis horas, y la asistencia posterior para asimilar lo vivido. Esa parte es la que en la jerga se conoce como la “integración”.
“Se genera una conexión profunda, en muchos casos muy íntima, con los pacientes”, explicó aquel día en Baltimore la terapeuta psicodélica Mary Cosimano, toda una leyenda en su campo y una mujer llamativamente empática, que convirtió los cinco primeros minutos de la entrevista en un interrogatorio para entender mejor el estado de ánimo del reportero. Participó, junto a Griffiths, Richards y Bob Jesse, otro nombre clave en el resurgir de la psicodelia, en el ensayo de principios de siglo que retomó el uso médico de los alucinógenos. “Tuvimos que llevarlo en secreto, no podíamos hablar del experimento al llegar a casa con nuestras familias para evitar que trascendiera, algo así habría sido fatal”, recuerda la terapeuta.
El ritual en el que tantas veces ha participado —la habitación silenciosa, el antifaz, los auriculares y el guía— es más o menos el mismo que en los sesenta, cuando Richards contribuyó a armar una lista de reproducción musical con predominio de compositores clásicos como Brahms o Vivaldi que, actualizada, aún se usa. “Entonces, creíamos en la necesidad de contar con dos terapeutas, un hombre y una mujer, por la representación de las figuras materna y paterna, y también porque alguien tenía que darle la vuelta al disco”, aclara Richards. El streaming solucionó la parte de cambiar de cara el vinilo y la idea de la pareja se superó, también por una cuestión de costes (la mano de obra es lo que más encarece estas terapias), pero el resto sigue pensado para evitar las malas experiencias a base de cuidar dos conceptos básicos en el lenguaje del psiconauta: el set (el estado mental del consumidor) y el setting (las condiciones ambientales).
Un congreso en Denver
En junio pasado, el congreso Psychedelic Science 2023 (PS’23), celebrado en Denver, Colorado, Estado que ha dado el paso con Oregón de despenalizar la posesión de setas alucinógenas, fue la prueba de que el set y el setting son propicios para que la terapia psicodélica culmine su viaje de regreso a la superficie en Estados Unidos.
Era un evento convocado por MAPS, organización sin ánimo de lucro que responde a las siglas en inglés de Asociación Multidisciplinar de Estudios Psicodélicos. La fundó en 1986 Rick Doblin, un tipo vivaz y carismático con una misión en la vida: lograr la legalización del MDMA para el tratamiento de pacientes con trastorno de estrés postraumático, por ejemplo, víctimas de violencia sexual o veteranos de guerra.
El éxtasis es una droga sintética, que introdujo a finales de los setenta en la práctica psiquiátrica el químico Alexander Shulgin, al que se atribuye la paternidad de unos 320 compuestos psicoactivos. El molly, como se conoce popularmente en Estados Unidos, donde fue legal hasta 1985 y por un breve periodo dos años después, también saltó la tapia del laboratorio y tomó más o menos en esa época las pistas de baile europeas como parte de la cultura rave hasta que las autoridades acabaron ilegalizándola para uso médico. Una de las dos patas de MAPS es una empresa farmacéutica que, recién rebautizada como Lycos tras captar 100 millones de dólares de inversión, ha completado la tercera y última fase de los ensayos clínicos y acaricia la autorización de la FDA, que podría llegar tan pronto como este año.
La cita en Denver, que congregó, a 900 dólares la entrada, a unos 12.000 participantes en un centro de convenciones que acogió 477 charlas en 11 escenarios, la abrió Doblin con una presentación en la que lanzó un provocador eslogan: “Por un mundo libre de traumas en 2070″. En una entrevista posterior explicó que no teme “pecar de optimista”. “La humanidad está en crisis y estoy convencido de que los psicodélicos pueden ayudarla de manera significativa”, añadió.
El corazón del evento era un congreso científico en el que se presentaron las conclusiones de ensayos clínicos llevados a cabo por decenas de universidades de todo el país y también por entidades extranjeras, como el Imperial College, de Londres, otra referencia mundial, o el Centro Internacional para la Educación, Investigación y Servicios Etnobotánicos (ICEERS), que, con sede en Barcelona, se dedica a las “medicinas indígenas” y ha publicado un estudio sobre el potencial de la ibogaína para tratar la adicción a los opiáceos.
Había escenarios centrados en la reforma de la política de drogas y en las oportunidades de un negocio que movió unos 4.000 millones de dólares en Estados Unidos en 2022 y que durante la pandemia ya registró el pinchazo de su primera burbuja. También, en los efectos de las microdosis de sustancias alucinógenas, cuyo método ―tomar en días alternos cantidades imperceptibles, entre un 5% y un 10% de una dosis completa— popularizó otro pionero octogenario, el psicólogo James Fadiman, tras conocer que Hoffmann, el inventor del LSD, lo había practicado durante décadas. En una charla por Zoom desde San Francisco, Fadiman explicó que lleva desde 2011 documentando historias de gente a la que las microdosis les han ayudado con la ansiedad o la depresión y para aumentar la concentración y la creatividad, aunque no existe de momento consenso en la comunidad científica sobre esas conclusiones, por dos motivos: porque es difícil separar los efectos de quienes las reciben de los de aquellos que toman placebo y porque cuando las personas esperan beneficiarse de un medicamento, normalmente lo consiguen. “El placebo es una manifestación de la capacidad natural del cuerpo de sanarse, así que si las microdosis en realidad no hacen nada y eres tú mismo el que te curas... ¿cuál es el problema?”, se pregunta Fadiman.
Otro gran foco de la convención de Denver se dirigió a los traumas de los veteranos, pieza fundamental en el puzle del renacer psicodélico. Pocas cosas ponen más de acuerdo a las dos Américas que la deuda contraída con ellos. Historias como la que Amber Capone, esposa de un militar retirado, compartió en una entrevista en el vestíbulo de un hotel frente a la sede del congreso han convencido a políticos republicanos, como el exgobernador de Texas Rick Perry, que participó en él, a apoyar en Estados profundamente conservadores la legalización de los psicodélicos para aliviar la vuelta a casa de sus soldados.
Marcus Capone perteneció durante 13 años al cuerpo de élite de los Navy Seals, y estuvo destinado siete veces en Afganistán e Irak. Al licenciarse, la depresión, la ansiedad, el alcoholismo y su irascibilidad arrasaron con la vida familiar: “Se convirtió en una lucha existencial”, recuerda su esposa Amber. Cuando concluyeron que los tratamientos psiquiátricos y los antidepresivos no estaban solucionando el problema, decidieron como último recurso probar en México con la ibogaína, planta de origen africano que embarca al consumidor en una exigente caminata mental de unas 12 horas. “Salió de allí como un hombre nuevo. No quería saber nada del alcohol. Fue milagroso”, añade. El matrimonio decidió entonces fundar una asociación para ayudar a otros en su tesitura.
Con su aspecto de presentadora rubia de un programa matinal de la televisión, Capone no parecía la asistente tipo a una reunión de drogas psicodélicas, pero en Denver había realmente de todo. Los psiconautas baqueteados se mezclaban con los recién llegados ávidos de saber, así como con una amplia gama de iluminados, más propia del festival Burning Man que de un congreso científico. Había agentes del FBI de incógnito y políticos; académicos, terapeutas y los así llamados practicantes clandestinos, que llevan décadas ofreciendo estos tratamientos al margen de la ley.
La suma de la atención que están recibiendo estas sustancias y el rigor en los criterios para participar en un ensayo clínico han hecho crecer exponencialmente en los márgenes el gremio de los orientadores psicodélicos para una clientela que, muchas veces, más que resolver un problema de salud mental, busca tener una experiencia significativa, quién sabe si trascendental. Los más veteranos, los que trabajaban con esas sustancias cuando ni siquiera estaba la opción de los ensayos clínicos de las universidades, cuentan por lo general con el respeto de los científicos. “Llevan décadas acumulando un enorme saber con la práctica, y ese conocimiento convendría aprovecharlo cuando estas drogas se legalicen”, considera Mary Cosimano, la guía de la universidad Johns Hopkins. Por los nuevos, inexpertos y en los peores casos atraídos por el negocio o por la moda, le es más problemático poner la mano en el fuego.
Costó un par de meses dar con uno que quisiera relatar su historia con nombre y apellido. Jahan Khamsehzadeh lo hizo finalmente por videoconferencia desde Oakland. Contó que ha “celebrado unas 500 ceremonias” y que transita por “la línea que separa la superficie [donde publica libros y participa en podcasts] y el subsuelo [después de todo, se dedica a algo de momento ilegal]”. “He estudiado mucho. No siento que haga nada malo, y creo que los federales no vienen a por ti salvo que ganes un montón de dinero, o que te dediques a vender drogas. Desde que empecé con esto, me siento cada semana que pasa más seguro, porque nos respalda la ciencia”, dice. Khamsehzadeh, que cobra “entre 2.000 y 3.000 dólares por sesión”, trabaja con cócteles de sustancias que es poco probable que la FDA apruebe, aunque cree que está preparado para salir a la superficie “cuando llegue el momento”.
Fadiman cuenta que en el pasado colaboró con la DEA y que un responsable le aclaró que no existía interés en perseguir el negocio clandestino de los psicodélicos. “¿Por qué?’, le pregunté. ‘Ahí no hay dinero’, me dijo”. Rahul Gupta, zar antidroga de la Casa Blanca, confirmó en una entrevista en Washington que la prioridad de la Administración de Joe Biden, que ha decretado el perdón de todas las condenas federales leves por marihuana, es otra. En mitad de la crisis de fentanilo, la mayor crisis de drogas de la historia del país, la apuesta de Gupta pasa por tratar a los adictos “como a enfermos” y por evitar llenar las cárceles de infractores por delitos de posesión de drogas.
En Cómo cambiar tu mente, el libro que más ha hecho por difundir este resurgir ―tanto que a su autor, Michael Pollan, le ha valido el mote de polanizador― el ensayista recurría a practicantes clandestinos para contar la historia del fracaso de la primera ola de la psicodelia y de cómo estaba a punto de romper la segunda. En una conversación en Denver, Pollan señaló, con todo, su preocupación por la proliferación de “terapeutas underground sin escrúpulos, que se aprovechan de la gente”. Sobre su papel en el movimiento, dijo que cuando publicó su ensayo en 2018 no pudo adivinar cuánto estaba contribuyendo a ese renacimiento. “Algo estaba a punto de cambiar en la brújula de la cultura; tan solo tuve la suerte de adivinarlo antes de que la pandemia llegara y todos empezáramos a buscar ayuda”, explicó. “También hay que tomar en cuenta nuestro proverbial entusiasmo; cuando los americanos vemos un tren pasar, lo cogemos hasta la última estación”.
El escritor habló en el escenario principal del congreso, reservado a los políticos, las rockeras (Melissa Etheridge), los actores de Hollywood (Willow Smith), las estrellas del podcast (Andrew Huberman) y otros grandes nombres. Tan grandes como el del astro del fútbol americano Aaron Rodgers, que recordó su “salida del armario” como consumidor de psicodélicos, cuando contó en que había participado en una ceremonia de ayahuasca. Rodgers, que en 2022 llevó el brebaje alucinógeno a los hogares de todo el país cuando celebró un tanto importante formando un círculo con sus compañeros de equipo y simulando que bebían la pócima de unos cuencos imaginarios, argumentó que esa experiencia le había ayudado a mejorar su rendimiento. “El año anterior, 26 touchdowns, cuatro intercepciones. Una buena temporada”, dijo. “[Tomé] Ayahuasca, 48 touchdowns, cinco intercepciones, mejor jugador de la liga. ¿Qué dices ante eso?”. [Tras su fichaje por los New York Jets, el último año del quarterback, lesionado en su debut, ha sido más bien para olvidar].
En la conferencia, tal vez por celebrarse en el Oeste, también flotaba la electricidad propia de los buscadores de fortuna durante la fiebre del oro. Sobre todo en la parte de la feria, con 300 expositores, por la que paseaban los inversores de capital riesgo y había start-ups, laboratorios que presentaban patentes de nuevas sustancias, despachos de abogados psicodélicos, agencias de viajes de lujo para ir a tomar setas a Jamaica o Costa Rica o empresas que venden kits para cultivar hongos en casa. Ante ese panorama, el etnofarmacólogo Dennis McKenna, cuyo mito se remonta a los viajes que hizo a principios de los setenta al Amazonas junto a su hermano Terence, legendario psiconauta, se lamentaba: “Por desgracia, los psicodélicos no curan la enfermedad del capitalismo”.
McKenna también alertó de otra de las contradicciones de este segundo bum: “Mucho de todo esto es prestado de las comunidades indígenas, y existe una larga y vergonzosa historia de saqueo de sus drogas. El hombre blanco llega, se lleva las plantas, las sintetiza y se hace millonario”. En el congreso, la preocupación por la representación de los pueblos originarios entre los ponentes y las críticas a la dinámica extractiva que está afectando al consumo de ayahuasca en la selva amazónica o del peyote, cactus que crece en los desiertos de la frontera entre Estados Unidos y México, fueron un persistente rumor que coronó un escrache a Doblin durante su última intervención, cuando un grupo de protestantes lo increpó.
Este, al que no fue posible cazar durante el congreso —iba de aquí para allá seguido por un equipo de televisión, y no era el único: según la organización, aquellos días en Denver se rodaron ¡15 documentales!—, se defendió un par de meses después en una entrevista por videoconferencia desde su casa en Boston. “Partimos de la base de que se expresan desde una posición de profundo dolor que les ha sido infligido durante siglos, pero aquella era una conferencia científica. Hemos aprendido de los pueblos indígenas, pero también de los científicos modernos. Creo que si esperamos a que esos líderes indígenas organicen un congreso como aquel, nunca se habría celebrado. Y, en particular, el MDMA no proviene de ninguna planta”.
Psicólogo de carrera, Doblin, que experimentó con el LSD en los setenta, decidió consagrar su vida al éxtasis porque “es el más amable de los psicodélicos”. “Yo no me dedico a la ciencia, sino a la ciencia política”, aclara. “Es una sustancia con un gran potencial para ayudar a la gente y es la más fácil de vender en sociedad. ¿Quién puede denegar la ayuda para combatir los traumas?”. También aclara que cuando la Administración le dé luz verde se podrá recetar para otros fines en virtud de lo que en Estados Unidos se conoce como el off label (fuera de etiqueta). Es lo que sucede con las medicinas cuando se usan con un destino distinto del original. “El matiz es que las aseguradoras no se harán cargo en esos casos”.
Y es un matiz importante: una dosis de MDMA que en la calle se consigue por un puñado de dólares puede costar, terapia incluida, hasta 11.000 dólares recetada en el seno de un sistema de salud tan salvajemente capitalista como el estadounidense. “A mí no me gusta eso, pero también hay que tener en cuenta los millones que hemos invertido en lograr la aprobación de la FDA, y que nos han obligado a buscar inversores, inversores que quieren beneficios”, advierte Doblin. “Con todo, la cantidad no es tan alta si la comparas con el desembolso de años de psicoterapia”.
Lo mismo sucede con la psilocibina (y su comparación con el coste de la quimioterapia). De nuevo, lo que encarece la cuenta final es la mano de obra de las sesiones de antes, durante y después de tomar la sustancia. Para completar el dibujo en ese caso, hay que añadir las críticas a la farmacéutica Compass Pathways, cuyos representantes prefirieron saltarse la cita de Denver para evitarse los reproches. “Intentaron patentar un proceso de producción y hasta el ritual de las sesiones, lo que habría obligado al resto a pagarles por trabajar con psilocibina. A mucha gente eso no les gustó”, según Doblin.
Otro de los retos tiene que ver con la escala. Si estos tratamientos se legalizan, será más difícil controlar quién los administra y cómo, pero también quién los recibe. Una advertencia recurrente invita a tener en cuenta que el embudo con el que se selecciona a los voluntarios es muy estrecho, y que los pacientes llegan muy bien escogidos, algo que será más complejo cuando se abra la mano. También hay curiosidad por saber cómo piensan reaccionar las grandes religiones a unas sustancias que se vienen usando desde hace siglos como fuente de experiencias místicas. Tras la sentencia del Tribunal Supremo que en 2006 dio la razón en virtud de la libertad de culto a una secta en su deseo de importar ayahuasca para su uso como sacramento, han proliferado en Estados Unidos las “iglesias psicodélicas”, con permiso para celebrar esas ceremonias. Ante eso, Pollan se pregunta: “¿El islam o el cristianismo verán estas sustancias como una amenaza a su autoridad y las desterrarán de los templos o las incorporarán en sus prácticas espirituales?”. La respuesta podría estar en las conclusiones de un estudio de inminente publicación, llevado a cabo por las universidades Johns Hopkins y de Nueva York con líderes religiosos que recibieron dosis altas de psilocibina.
Tras todos esos interrogantes, se nota un esfuerzo de la comunidad psicodélica por evitar que el tren descarrile por correr demasiado. No será fácil, según el activista por la reforma de la política de drogas Adam Smith, a quien suele asociarse con un famoso eslogan de los años 80, “la guerra contra las drogas es una guerra contra nosotros”, acuñado (él insiste que en un proceso de creación colectivo) para señalar que décadas de prohibición impactan desproporcionadamente en las minorías. “La legalización de la marihuana [permitida en 38 de los 50 Estados para uso médico y en 24 para uso recreativo] es un buen ejemplo de que abundan las maneras de hacerlo mal. Hay que seguir muy de cerca los primeros experimentos de despenalización de los hongos de Oregón y Colorado, y aprender de los errores”, advierte.
El psicólogo Bill Richards, tal vez porque ya asistió a una muerte y a una resurrección de la ciencia psicodélica, no está tan preocupado. “Estas sustancias”, recuerda, “llevan en uso desde más o menos el siglo V antes de Cristo”. “Emergen en la cultura, las suprimen, y vuelven a resurgir. Ahora el péndulo las está devolviendo a la superficie, pero lo máximo a lo que podemos aspirar es a educar a las masas en su empleo responsable y abierto. Si luego sale mal, al menos, lo habremos intentado”.
De momento, Estados Unidos parece listo para intentarlo una segunda vez.