Cuando éramos felices
Los hombres pasamos toda la adolescencia poseídos del nerviosismo del sexo, ignorantes de que va a ser más difícil el amor
Nada termina nunca bien, pero no por eso hay que dejar de honrar la memoria de aquellos que amamos y nos amaron. Conocí a Teresa en uno de estos actos culturales cuyo tedio solo se absuelve con el vino de después. La primera cita fue tan poco romántica —un día para comer entre semana— como para poder negar que fuera una cita. Aquel día llovía y yo la vi cruzar la plaza de Trafalgar, lentamente, apostado en los escalones de St. Martin-in-the-Fields. Ella apenas habló, por lo que, más que un acercamiento amoroso, el encuentro iba a tener la tirantez de una de esas reuniones que los occidentales ...
Nada termina nunca bien, pero no por eso hay que dejar de honrar la memoria de aquellos que amamos y nos amaron. Conocí a Teresa en uno de estos actos culturales cuyo tedio solo se absuelve con el vino de después. La primera cita fue tan poco romántica —un día para comer entre semana— como para poder negar que fuera una cita. Aquel día llovía y yo la vi cruzar la plaza de Trafalgar, lentamente, apostado en los escalones de St. Martin-in-the-Fields. Ella apenas habló, por lo que, más que un acercamiento amoroso, el encuentro iba a tener la tirantez de una de esas reuniones que los occidentales tenían con los ministros de Exteriores soviéticos. En la segunda cita fuimos a ver un museo y, un par de pintas mediante, ya vi que se iba abriendo poco a poco. Esta vez —”ahí está el metro”— fui yo quien se marchó. Al final, una botella de barbaresco y una tarde infinita de domingo obraron lo que siempre es un milagro. Curioso: los hombres —los chicos— pasamos toda la adolescencia poseídos del nerviosismo del sexo, ignorantes de que va a ser más difícil el amor.
Es muy posible que en los inicios del amor valga menos un quintal de romanticismo que un poco de buena fortuna en la intendencia, y recuerdo un viaje a Oxford en el que pareció cuidar de nosotros todo un departamento de producción: el día más almibarado de la primavera, la mesa justa —un milagro— en el pub; un whisky, quizá fueran dos, en estado de gracia. Hasta pudimos ver el cervatillo albino del rebaño de Magdalen College. Al amor le gusta la errancia, dice un lied de Schubert, y nada lo proclama tanto como esa voluntad, casi esa manía, de caminar, de pasear sin rumbo cierto: la manera a la vez más ligera y más estrecha de estar juntos. Ante todo, una pendiente por la que dejarse llevar.
El amor, que llega como una novedad, tiene sin embargo algo de enhebrar costumbres: despedirse en no sé qué parada de autobús, dar un significado a ese bar y no a ese otro, rendir homenaje al sitio preciso donde tomar el café. Y yo pienso ahora que mi vida en Londres sin ella hubiera sido más vacía, más disipada, más hostil. Sin el vino y la película y la cena no siempre primorosa de los viernes; sin esos sábados por la mañana que —de Toledo a Singapur— les son tan festivos y tan dulces a los amantes de todo el mundo. El nuestro era —como le decía Camus a René Char— “un afecto tan ligero como para llevarlo cargando, pero tan fuerte como para seguir experimentándolo”.
Con el tiempo daríamos en recorrer Inglaterra arriba y abajo, siempre con el mismo plan: madrugón, tren, paseo por la calle mayor, visita detenida a la catedral y algún sitio no demasiado presuntuoso para la comida. A la tarde, copa o café y vuelta de nuevo en el tren, con un libro y una ristra de salchichas de la localidad para el desayuno del domingo. A cada poco, ese archivo de la vida que es Google me muestra nuestras fotos en la playa de Deal, en la pradera de Salisbury, en los puentes de York, los bares de vinos del este de Londres o ese hotel mamotrético que hay junto a la catedral de Winchester. Ante un amor muerto podemos pensar que hemos enterrado ilusiones, sí, pero también desenterramos recuerdos que —tiempo después— todavía pueden calentar el corazón.
Como la amistad, el amor es el alumbramiento de un lenguaje compartido: hay palabras y giros de frase herméticos a los demás, que solo cobran su sentido entre amantes. Al ver alguna foto antigua o recordar algún viaje, solíamos decirnos: “Mira, cuando éramos felices”. Es llamativo porque entonces era una chanza y ahora ha crecido hasta ser una verdad. Han pasado años. Por entonces ella quería más formalidad y a uno, en la arrogancia de los treinta, todavía le apetecía pegar algún que otro barrigazo por el mundo. Hace pocas semanas vi que me dedicaba un retrato en su blog: yo le dedico ahora este recuerdo, que no sé si leerá. Porque nada termina nunca bien, pero no por eso hay que dejar de honrar la memoria de aquellos que amamos y nos amaron. Por ellos, por nosotros, por el tiempo que fue. Por hacernos presente una de las honduras de la vida: esa hermosa dignidad que alza nuestro barro a querer y ser queridos.