Un anorak rosa con lazos

Este 2022 hemos roto por primera vez la supersónica barrera de los 100 millones de personas desplazadas y refugiadas

EPS

No vas a tener ganas de leer este artículo y a lo peor lo encuentras tremendista y ramplón, pero no puedo evitarlo. Lo cierto es que, mientras medio país nos dedicamos a planear nuestras vacaciones o a disfrutarlas, a mojarnos los pies en los mares amigos, a desplazarnos alegremente por carreteras repletas en busca del camping o el hotelazo con estrellas en el que disfrutar de un confortable y merecido descanso (siempre nos pensamos que es muy merecido), yo no logro borrar el inquietante recuerdo de toda esa gente que también anda fuera de sus casas y, además, de sus vidas. Este 2022 hemos rot...

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No vas a tener ganas de leer este artículo y a lo peor lo encuentras tremendista y ramplón, pero no puedo evitarlo. Lo cierto es que, mientras medio país nos dedicamos a planear nuestras vacaciones o a disfrutarlas, a mojarnos los pies en los mares amigos, a desplazarnos alegremente por carreteras repletas en busca del camping o el hotelazo con estrellas en el que disfrutar de un confortable y merecido descanso (siempre nos pensamos que es muy merecido), yo no logro borrar el inquietante recuerdo de toda esa gente que también anda fuera de sus casas y, además, de sus vidas. Este 2022 hemos roto por primera vez la supersónica barrera de los 100 millones de personas desplazadas y refugiadas en el mundo, más del doble de las que había hace 10 años. Son el 1,3% de la población mundial, y el 42% de ellos son niños; de hecho, entre 2018 y 2021 nacieron un millón y medio de niños siendo refugiados. A saber cuántos bebés habrá añadido la guerra de Ucrania.

El 20 de junio fue el día del refugiado y la delegación española de ACNUR, la agencia de la ONU especializada en el tema, tuvo la brillante idea de organizar una semana de visitas al infierno. La estación de metro de Chamberí, en Madrid, lleva cerrada desde 1966; los trenes pasan por allí sin detenerse. En 2008 hicieron un museo con esta estación fantasma, que se conserva como hace medio siglo. Para mí es un lugar conmovedor, porque está en la línea que yo recorría cuatro veces al día, siendo niña, para ir al instituto. Todo es igual que entonces: los azulejos de las paredes, las taquillas metálicas. Es un bucle del tiempo, un escenario intacto de la infancia. Pues bien, en esa burbuja del ayer ACNUR montó una instalación que rememoraba cómo las estaciones subterráneas sirven de precario refugio a los desplazados, contra las bombas, el frío, el desamparo. De hecho, el metro de Madrid abrigó a miles de españoles durante nuestra Guerra Civil. Los túneles de medio mundo han sido y son improvisados techos para los desplazados de esa tragedia encadenada e incesante que parece ser el destino del ser humano.

El montaje era extraordinario. Había imágenes, datos e historias personales. Pero lo más sobrecogedor era llegar al andén, que estaba cubierto de mantas, maletas, cacerolas, infiernillos, juguetes infantiles, radios, como en un campamento improvisado del que se hubieran ausentado por un instante las personas. En la pared de enfrente se proyectaban vídeos de campamentos verdaderos: recuerdo una niña como de cuatro años que caminaba muy seria embutida en un precioso anorak rosa lleno de lazos, una prenda calentita y primorosa que seguro que fue comprada en tiempos felices, quizá con esfuerzo económico y sin duda con amor e ilusión. Un coqueto anorak para reír y lucirlo, y no para dormir con él sobre el suelo a la intemperie, en un inesperado invierno de la vida. El montaje se visitaba cada hora en grupos de 20; había un silencio aterido, ojos llorosos. De cuando en cuando, un tren pasaba a toda velocidad por ese andén atroz, sin parar ni mirar. Una perfecta metáfora de lo que hacemos todos habitualmente.

Sé que es muy difícil. Sé que nos sentimos sobrepasados por este problema descomunal, por las sucesivas y crecientes oleadas de desplazados, que ningún gobierno ha sabido manejar. Cómo estamos fracasando como sociedad en este tema. Pero no hay que resignarse a la impotencia. Se pueden hacer pequeñas cosas, como colaborar con alguna oenegé. Con ACNUR, por ejemplo. Hay gente que dice que dar dinero a estas organizaciones es una manera fácil e inútil de aliviar las conciencias, cosa que a mí me parece un comentario cínico: ese dinero ayuda y salva vidas. Pero además, y sobre todo, creo que no debemos ceder a la tentación de la desmemoria. Yo prefiero que, siquiera por un segundo, las maletas de las vacaciones me recuerden esas pobres pertenencias en el exilio, ese mundo reducido a cuatro cajas; y que la espuma de un mar domesticado encienda por un instante la imagen de todos cuantos luchan por su vida entre las olas; hasta el pasado 10 de julio, este año han llegado por mar a España, Italia, Grecia, Chipre y Malta 48.566 personas; 4.000 más vinieron por tierra, y hay 873 desaparecidos o muertos. No hay abandono mayor que condenarlos al olvido y a la indiferencia.

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