Mallorca, planeta Barceló
Tiene casa en París, pasa temporadas en África (cambió Malí por Kenia) y expone sin parar por todo el mundo. Pero el planeta al que siempre vuelve Miquel Barceló se llama Mallorca. Visitamos con él en el centro y en el norte de la isla los santuarios creativos y sentimentales del artista español vivo más relevante a nivel internacional.
“Uno es quien es”, suelta el hijo de la señora Francisca. Y no hace falta ser Sócrates para entender que semejante profesión de fe sigue pululando tantos años después entre sus pinturas y sus cerámicas y sus sobrasadas artesanas y su forma de asar sardinas y sus paseos en barca y hasta entre los templos más elitistas del arte global. Miquel Barceló (Felanitx, 65 años) sigue siendo el niño que buceaba en busca del pulpo majestuoso, el adolescente que leía las vidas de los pi...
“Uno es quien es”, suelta el hijo de la señora Francisca. Y no hace falta ser Sócrates para entender que semejante profesión de fe sigue pululando tantos años después entre sus pinturas y sus cerámicas y sus sobrasadas artesanas y su forma de asar sardinas y sus paseos en barca y hasta entre los templos más elitistas del arte global. Miquel Barceló (Felanitx, 65 años) sigue siendo el niño que buceaba en busca del pulpo majestuoso, el adolescente que leía las vidas de los pintores en la biblioteca de su madre en la casa del pueblo y el chico que se fue a Barcelona a meterse la vida en vena, pero también el artista que marchó a París y se consagró en São Paulo y Kassel, la estrella internacional bendecida por el marchante suizo Bruno Bischofberger que en 2011 alcanzaba los 4,4 millones de euros en una subasta de Sotheby’s con su lienzo Faena de muleta. No hace falta ser Sócrates para entender la perenne y furiosa mallorquinidad de Barceló, un artista que entre Tokio y París, y entre Londres y Madrid, y entre Kenia y el Himalaya, siempre regresa aquí, a Farrutx, a Vilafranca de Bonany, a Felanitx, a su Mallorca.
Hemos venido a la isla para comprobar todo eso. Y apenas plantados en la teulera (tejera) de Sa Rabassa, el taller de cerámicas de Miquel Barceló en Vilafranca, en el centro de la isla, empiezan a quedar claras las cosas. Primero, el timbre. Varios timbrazos. El inquilino no está. Luego, haciendo tiempo en el pueblo, el teléfono: “¡Ah, pensaba que llegaríais más tarde, ahora voy!”. Digamos que en el campo de Mallorca, una tarde de entre semana no es una tarde de entre semana de la ciudad. Y que a nuestro hombre le va el caos como forma de vida, organizado pero caos. Así que Barceló se había despistado y se había ido a visitar a un primo suyo medio ermitaño que vive lejos del mundo y con el que comparte de vez en cuando muchas preguntas y pocas respuestas. Muy probablemente, algo bastante más enriquecedor que atender a los amigos periodistas. Pero ya viene.
Sa Rabassa es una nave industrial descomunal que Barceló utiliza desde hace una década como taller de alfarería. La perrita Uma, una border collie preciosa y zalamera, serpentea veloz entre los jarrones, las mesas y las esculturas gigantes mientras juguetea con Tamar, la novia del artista, una australiana encantadora que parece directamente sacada de una película de Rohmer.
“Mira, esto va para un jardín de Chaumont-sur-Loire, en Francia; haremos una especie de capilla, una cueva penetrable en la que habrá pinturas dentro”. El artista avanza hacia una de las esquinas de la nave y penetra orgulloso en una estructura circular hecha de ladrillos gigantes, blancuzcos y retorcidos, como violentados por la mano de algún coloso. “¿No te recuerda a los talayots?”, pregunta ilusionado, en referencia a los túmulos prehistóricos característicos de Mallorca, “aunque también es algo entre azteca, maya y dogón”. Barceló desgrana con orgullo indisimulado el concepto de obra en marcha de esta pieza, cuyo presente irrumpe ahí enfrente, pero cuyo futuro vaya usted a saber cuál es. “Un día vengo y añado o quito piezas, o cambio la forma de la estructura, lo voy modificando todo; la forma que tiene ahora mismo no me gusta mucho, me gustaría que fuera mucho más abierta…, y bueno, supongo que algún día lo montaré definitivamente en alguna parte”. No hay que descartar, pues, que una vez más se ponga en marcha uno de los mecanismos favoritos en el proceso artístico marca de la casa: una obra puede no ser más que el germen de otra.
Se diría que las cuestiones, los materiales, los útiles de trabajo, las ideas y sus plasmaciones se apelotonan y se superponen en la cabeza de Miquel Barceló, a quien 40 años de actividad frenética no parecen haberle restado una micra de tensión creativa. Ahora señala con el dedo, con una mueca de orgullo, una especie de piscina oscura y rectangular. Es una acequia de piedras y barro repleta de trozos de arcilla rota, una suerte de depósito terroso de donde el artista va sacando la materia informe que irá declinando en vasijas esmaltadas, o pintadas, o abolladas, o todo a la vez, y en jarrones con bocas de pez que parecen gritar y escapar, y en cúpulas de colorines y en grutas con sus estalactitas y sus estalagmitas. La piscina ciega, en suma, donde también quedará depositado el material sobrante que puede acabar reconvertido un día en otra obra, en lo que es un extenuante viaje de ida y vuelta entre los elementos de desecho y la nueva materia escultórica.
Él considera esa acequia oscura como el centro neurálgico del taller. “Tiro ahí lo que no queda bien, y poco a poco veo cómo va desapareciendo. Aquí acaba todo y muchas veces empieza todo, porque a veces vengo a esta piscina a buscar un punto de partida. A veces veo trozos de pieza y me digo: ‘¡Coño, si metiera eso tal cual en el horno, no estaría mal!’. Muchas veces pasa que cosas que hace años me parecían fatal, ahora les veo interés. Y además, mira, los pájaros vienen a cagar aquí, y a veces esa cagada le añade una pátina especial a la cerámica cocida”. Viene a ser lo mismo, en fin, que el proceso mediante el cual las termitas africanas de Malí o Kenia deciden colaborar con el artista Miquel Barceló devorando sus obras en papel. Y él, tan contento. Dar cancha creativa a las fauces de las termitas y a las cagarrutas de los pájaros. Puro animalismo artístico.
El suelo de Sa Rabassa está en plano inclinado. Uno de esos pisos irregulares donde, si soltaras una canica, rodaría hasta chocar con la pared. Esto responde, por increíble que pueda parecer, a una argumentación de orden filosófico. Miquel Barceló está convencido de que los espacios en plano inclinado son reactivos y dinámicos, mientras que los de plano recto son estáticos. “En un sitio que es inclinado tienes otra actitud, estás siempre en acción”. Todo, el suelo inclinado y polvoriento, las paredes de la nave industrial, la piscina de barro y los centenares de jarrones, ánforas y vasijas terminadas o a medio terminar que pueblan este espacio enorme, recibe a esta hora de la tarde una luz tamizada, como de unas tonalidades entre anaranjadas y ocres. Es el sol atravesando una enorme vidriera lateral que Barceló manchó/pintó con arcilla con el fin de reducir el exceso de luminosidad. El modus operandi fue exactamente el mismo que más tarde —en 2016— emplearía en la vidriera de 200 metros de la Biblioteca Nacional de Francia, en París: Le grand verre de terre (el gran vidrio de tierra), un colosal fondo marino de peces, pulpos, tiburones y crustáceos hecho a golpe de barro y cepillo de púas, un arca de Noé efímera que acabó siendo borrada a pesar de una campaña de 20.000 firmas reclamando su supervivencia. La vidriera de Vilafranca de Bonany no es otra cosa que el boceto de la de París.
Seguimos los contoneos juguetones de la perrita Uma, que nos conducen, a través de un gran portón abierto, a un terreno de hierbas altas, sin cortar, y a un edificio de ladrillo visto. Ahí surge la célebre Calavera con ruedas, una escultura de la primera época que Miquel Barceló ejecutó durante una de sus estancias en Malí. Está hecha en bronce, pero gracias a una pátina especial de cal parece piedra. Una técnica que los romanos ya emplearon sobre sus estatuas. Su aspecto es prehistórico, pero podría estar en una película de ciencia ficción al estilo Mad Max.
En el estudio, el artista enseña orgulloso el último encargo: el cartel para el regreso a los ruedos del diestro José Tomás [que tuvo lugar en Jaén el 12 de junio]. “A mí me gustan los toros, y no tengo por qué justificarlo. Yo sí que soy animalista, porque tengo animales en mi casa, crío vacas, bueyes, terneros, cerdos, ovejas…, y algunos me los como, porque eso me parece como una forma de justificar el hecho de criarlos. Si no me los comiera de vez en cuando, no podría tenerlos. Es como una forma de mantener un ciclo. Es simbólico. Proteger a los animales, como he hecho yo toda mi vida, implica ser capaz de matarlos de vez en cuando”. Menos los pulpos. Hubo un tiempo en que bajaba al fondo del mar y los cazaba con arpón. Luego se los comía o los utilizaba como modelo para sus pinturas, o las dos cosas de manera sucesiva. Solo hay que revisar parte de su obra —y en concreto su odisea marina de la capilla de San Pedro en la catedral de Palma— para verlos ahí, tentaculares, omnipresentes. Era y es su animal fetiche y, de paso, una especie de conexión simbólica con el mar mallorquín. Pero todo eso acabó. “Sigo saliendo por ahí con mi barca y pescando atunes y meros, pero debajo del agua hace 20 años que no mato animales”.
Pulpos presentes o pulpos borrados, la obra de Miquel Barceló es una pura reivindicación de la improvisación y el error. Sentado en el estudio, lo explica así: “Los materiales me suelen llevar a la obra, pero nunca es un proyecto frío, ni estudiado ni puramente intelectual; más bien es producto de, no sé, una pulsión, ocurre que las cosas aparecen sin estar previstas. Hay una sombra, un alga, un color…, y de repente acaba siendo otra cosa, lo que hago es casi siempre producto del accidente y de la improvisación. Y del error. Para mí el error es lo más importante. La historia de la pintura es un cúmulo de errores, mira los arrepentimientos, mira Velázquez, mira Picasso. El don es el error, no lo que has aprendido…, por eso para mí fue bueno no aguantar demasiado tiempo en la escuela de bellas artes. Cuando hay algo que sé hacer, no me vale para una segunda vez. Algo que repito está muerto”.
Esta tarde, como ha quedado dicho, Barceló se había acercado a visitar a un primo suyo ermitaño que vive solo en un monasterio abandonado en la montaña. Y eso es precisamente —asegura— lo que él necesita ahora, de regreso de una agotadora tournée por Japón, Sevilla y Girona con excesos gastronómicos incluidos: misticismo y ascetismo. Los mismos que en el siglo XIII encontró en una cueva de la pequeña localidad de Randa, en las montañas del sur de Mallorca, su paisano Ramon Llull, el poeta místico, filósofo y teólogo mallorquín autor de obras como Libro del amigo y del amado y Árbol de la ciencia, y referente inalterable para Barceló. Llull dejó atrás su vida de trovador y vividor en la corte de los reyes de Mallorca y se metió en la cueva. A veces, Barceló divaga con hacer algo parecido. Se supone que bromea.
“Antes eso yo lo hacía en Malí, donde fui desde 1987 hasta 2014. Me iba allí tres meses y me limpiaba de todo, de comida, de tontería, de cosas malas; era perfecto, porque el país dogón es lo más extremo que te puedes encontrar. Pero tuve que dejarlo cuando los islamistas empezaron a cepillarse a la gente”. Y como no podía pasarse sin su anhelada África, cambió Malí por Kenia. Y allí, en Kiwayu, aislado cual anacoreta en una cabaña junto a un lago, ejecutó las acuarelas que ha expuesto recientemente en la galería Elvira González de Madrid. “Me fue muy bien. Pintaba e iba a nadar todas las mañanas, claro, con un poco de miedo de que un día apareciera una zodiac con unos somalíes y me secuestraran”.
Pero volvamos a Mallorca. Miquel Barceló asegura que sus jornadas aquí son bastante rutinarias. Pero que le gusta cada día decidir lo que hará. “Mis obligaciones me las pongo yo, que es lo bueno de ser pintor, y decido en cada momento lo que haré, si voy a pintar o si voy a dibujar en el estudio de Farrutx, o si voy a venir aquí al taller de cerámica…, o si me voy a quedar todo el día leyendo… o buceando…, o si voy a ver a mi madre, que sigue bordando, la mujer…”. Pero su día-tipo en Mallorca no varía de forma traumática, precisamente: por la mañana, Barceló coge el coche y se desplaza a Vilafranca, donde trabaja varias horas. Luego, por la tarde, pinta y después sale a correr o se da un chapuzón en el mar. Tras el verano, deberá abandonar de nuevo la quietud mallorquina para volver a París, donde expondrá por partida doble. Por un lado, llevará al Louvre una enorme naturaleza muerta de peces, frutas y cabezas de animales en tonos azulados, que formará parte de la exposición Las cosas. Una historia de la naturaleza muerta desde la prehistoria. Por otro, una muestra individual en la galería Thaddaeus Ropac de Pantín. “París está muy bien siempre, claro…, pero cada vez me cuesta más dejar Mallorca”, susurra Barceló mientras sirve sardinas y vino rosado.
La carretera comarcal que lleva de Vilafranca de Bonany a Farrutx transcurre entre rebaños de ovejas, campos de olivos y de almendros y el mar y la sierra de Tramuntana como telón de fondo. Es el paisaje que el artista contempla prácticamente cada día. Quedan atrás la villa medieval de Petra y Santa Margalida, y al cabo de una curva pronunciada, a la derecha, está la entrada a Sa Devesa, la finca de Miquel Barceló en Farrutx, antiguo pabellón de caza de los reyes de Mallorca en el siglo XIII y verdadero cuartel general del artista en su isla. Un lugar de ensueño que adquirió cuando apenas tenía 27 años pero ya se había convertido en una estrella. Es una gigantesca atalaya natural desde la que se contemplan unas vistas asombrosas, casi aéreas, de la costa norte de Mallorca. En Sa Devesa conviven las esculturas del dueño de las posesiones con las cabras, las vacas, las gallinas y los cerdos. El artista, que recibe en un mono azul con manchurrones de pintura, habla en mallorquín con los guardeses del lugar. Para él —son palabras suyas— es tan importante la marcha en la recolecta de guisantes y el proceso de curado de las sobrasadas (nos hace entrar con orgullo en el cuarto donde maduran) que la marcha de las pinturas y esculturas en curso. Luego enseña el estudio, antiguo establo de la finca ahora con cristaleras al campo, poblado de mil rodillos, botes de pigmento, de pintura, de disolvente, de lejía, caballetes, enormes lienzos apoyados en las paredes, esqueletos, cabezas de peces…; es, junto con su estudio en el Marais de París, la gruta creativa donde este artista lleva a cabo su incansable proceso de transmutación y metamorfosis de la materia y de los temas, que no otra cosa es el arte de Barceló. Las conversaciones transcurren bajo el tótem de piedra en forma de torre circular medieval. Detrás surge la imponente mole de la montaña de Farrutx. Sobre una silla descansa el traje de luces verde y oro con el que su amigo Curro Romero le dedicó un toro en Nimes. “Uffff, en esta torre nos corrimos durante años nuestras buenas juergas, ya sabes, cuando corría de todo todas las noches; aquí han estado Curro Romero, Camarón, Rancapino y todos los flamencos…”.
Uno de sus rituales recurrentes en Farrutx es adentrarse entre las zarzas, subir por el sendero salpicado de cacas de cabra y penetrar en una cueva profunda y oscura que se encuentra cerca de su casa. Se llama En Xoroi, “que quiere decir el murmullo”. Hoy hemos subido hasta aquí con él. El asunto tantas veces tratado del silencio y sus improbables reductos cobra aquí nuevo sentido. Y aquí estamos, sentados en la piedra y bien ajustada en la cabeza la cinta de la linterna. No se oye un átomo. Un silencio cósmico. Con suerte, se escucha el eco de una gota en la roca en el ininterrumpido proceso de formación de estalactitas y estalagmitas.
Este lugar encierra un enorme simbolismo para el artista/espeleólogo. Barceló siempre ha reivindicado la idea de la cueva prehistórica y el arte rupestre que en ella ejecutaron otros artistas hace 30 o 40 milenios como una de sus inspiraciones mayores. No en vano viene acudiendo con regularidad a la cueva de Chauvet, templo artístico del Paleolítico Superior en la región francesa de Ardèche descubierta en 1994, y plasmó su fascinación por ella en el libro de artista Barceló. Chauvet. Cuaderno de felinos. Pero, sobre todo, esta gruta en forma de capilla fue el laboratorio del que salió una de sus obras mayores: su actuación en la capilla del Santísimo de la catedral de Palma entre 2001 y 2006, en la que plasmó con furia de paredes resquebrajadas y pinturas monumentales el milagro de los panes y los peces de los Evangelios. “De aquí salió todo”, murmulla con la mirada perdida en la bóveda de piedra, a la que atribuye propiedades curativas: “Aquí suelo venir y me quedo media hora callado, escuchando el silencio. Estar aquí es una forma de meditación. Sales renovado”. Nueve siglos después, Ramon Llull resucita en Miquel Barceló. Mallorca tiene la culpa.