La cocinera que trasladó las flores del jarrón al plato
Chef y experta en plantas comestibles, Iolanda Bustos es hija de pastor y cocinera, y nieta de curandera. Su profundo saber se materializa en sus platos y rutas gastrobotánicas.
Un bocadillo de atún con rúcula silvestre y diente de león cambió el rumbo de Iolanda Bustos (Palafrugell, 46 años). La cocinera, que puede contar su vida a través de las flores que la han marcado, no fue consciente de todo su conocimiento de etnobotánica hasta que no sacó ese emparedado.
Su abuela era curandera, su padre pastor, su madre cocinera y la familia regentaba el restaurante El Racó de l’Era, en Palau-Sator (Baix Empordà, Girona). “Crecí entre cazuelas y siempre quise...
Un bocadillo de atún con rúcula silvestre y diente de león cambió el rumbo de Iolanda Bustos (Palafrugell, 46 años). La cocinera, que puede contar su vida a través de las flores que la han marcado, no fue consciente de todo su conocimiento de etnobotánica hasta que no sacó ese emparedado.
Su abuela era curandera, su padre pastor, su madre cocinera y la familia regentaba el restaurante El Racó de l’Era, en Palau-Sator (Baix Empordà, Girona). “Crecí entre cazuelas y siempre quise huir de la cocina”, confiesa Iolanda. “Mi padre criaba en el campo lo que mi madre servía en el restaurante. Todo era muy sostenible, pero también muy sacrificado, cuando no trabajaban en la cocina estaban recolectando o con los animales”, recuerda. De pequeña, junto a sus hermanos, ayudaba en todo lo que podía. “Vigilábamos la caja del establecimiento o hacíamos el café subidos a una banqueta porque no llegábamos”. Pero Iolanda también acompañaba a su padre con las ovejas. “Recuerdo observarlas durante horas y preguntar por qué comían unas plantas y otras no. Mi padre me lo explicaba todo y después probábamos las hierbas buenas para el consumo humano. Gracias a esa curiosidad fui aprendiendo como un juego”. Al mismo tiempo, su madre insistía en que estudiara, viajara y no se quedara en la cocina. Y aunque siguió sus consejos, Bustos ya tenía la semilla plantada. Solo necesitaba el tiempo y hábitat óptimos para que germinara.
Sin dejar de echar una mano en el restaurante, se graduó en Relaciones Públicas y Auxiliar de Turismo en la Fundació Universitat de Girona. Y cuando empezó a trabajar de lo suyo en el Centro de Estudios del Mar en Begur, sus compañeros biólogos le hicieron ver que todo el saber que había adquirido de su familia era extraordinario. “Descubrí que las flores y plantas que los botánicos conocían en el ámbito científico yo las comía. Un día saqué un bocadillo de atún con rúcula silvestre y diente de león que había recolectado un rato antes y alucinaron. Entonces pensé que tenía que empezar a divulgarlo”. Dejó el trabajo y se volcó en El Racó de l’Era. “Me interesaba la memoria oral porque todos los recetarios solo mostraban las recetas de fiesta y no los platos de diario porque se avergonzaban de ellos. Por ejemplo, mi madre me decía que no pusiera collejas a los clientes aunque las hubiéramos estado cociendo dos horas porque era comida de pobre”, recuerda.
Quiso darle la vuelta a esa filosofía y al poco tiempo la llamaron para hacer el programa diario Tots a la cuina en la Televisió de Girona. “Estuve seis años en la pantalla, elaboraba platos tradicionales y siempre metía alguna flor. Por eso empezaron a llamarme ‘la cocinera de las flores”. Además, en esa época publicó sus primeros libros de recetas con plantas silvestres.
Su inquietud ha logrado que la formación sea una constante en su vida. “Si he encontrado un curso de etnobotánica de tres meses en Londres, allí me he plantado. Lo mismo con la aromaterapia, la fitoterapia e incluso la perfumería, porque cuando el origen es de una planta comestible lo puedo aplicar a la cocina”, dice.
Con 30 años abrió su restaurante en Girona y lo llamó La Calèndula en honor a la flor. “Mi madre me la daba de pequeña cada vez que me dolía algo. Eran remedios populares que, junto con el resto de los mejunjes que seguimos haciendo en casa, heredamos de mi abuela curandera”, cuenta. Pero también es una de sus flores favoritas en la cocina. “Tiene un sabor especiado que funciona igual de bien para dulce que para salado”, afirma. Después de ocho años en La Calèndula trasladó su restaurante a un hotel en la población de Regencós, donde escuchó por primera vez el término biodinámica, del que ahora es todo un referente. “Me lo dijo una periodista. Yo no sabía qué era. Nosotros solo hemos seguido el calendario del payés, que cada año compraba mi padre para sembrar”, cuenta. “Y siempre nos hemos regido por la luna porque comprobamos que funciona: cogemos las aceitunas en luna nueva porque si no se estropean, hacemos conservas en menguante porque son más sabrosas y las fermentaciones siempre en cuarto creciente. Muchas veces lo cuento y me miran como si fuera algo esotérico, pero cada vez se escucha más en el mundo del vino”, asegura. Precisamente, en este sector Iolanda colabora desde hace años. Y más aún desde que en 2020 no renovó el contrato con el hotel, dejó el restaurante y se volcó en crear experiencias alrededor de la naturaleza y la gastronomía. “Sabía dónde quería llegar, pero no cuál sería mi camino. Mi compromiso siempre ha sido con el producto de proximidad. Soy una abanderada de mi paisaje”. Entre sus múltiples actividades, trabaja con bodegas que la contratan para que estudie la flora silvestre de sus viñedos. “Los recorro observando qué especies botánicas crecen entre las vides, elaboro menús utilizando las comestibles y los marido con sus vinos”, cuenta.
También lleva a cabo esta labor en su entorno, entre olivares de Palau-Sator o arrozales y viñedos de Pals. Organiza rutas gastrobotánicas para pequeños grupos que caminan con ella, aprenden sobre la vegetación que observan y terminan con un menú basado en lo que han ido probando, en una mesa en mitad de las viñas, los olivos o el bosque. Durante el recorrido Iolanda no deja de agacharse. Coge una pequeña planta, la huele, se la lleva a la boca y dice: “Es la rabaniza blanca, un tipo de mostaza salvaje que sabe como el wasabi. Hemos tenido que descubrir la cocina oriental para definir el sabor de una planta que está en nuestros campos”. Después de recolectarla, la tritura con un poco de aceite de oliva, sal y vinagre y elabora su propia mostaza picante. “La gente alucina cuando la prueba. Y lo bonito es que la próxima vez que la vean en el campo la reconocerán, la volverán a probar y conectarán con la naturaleza. Si gracias a estas experiencias les abro una puerta al maravilloso mundo de las plantas, ya soy feliz. Eso sí, nunca ofrezco nada que no conozca al 100%”, afirma. Con sus dos hijos, Bustos da un paso más. “Cuando se portan mal, en lugar de castigarlos con sacarles a la escalera, les pongo delante de las flores hasta que observando mariposas y plantas se quedan relajados y ya podemos hablar y buscar soluciones”, cuenta.
A esta zona del Baix Empordà llegan personas de diferentes partes del mundo para vivir la aventura con ella y también mucha gente local. “La mayoría piensa que todas las flores saben igual y les sorprende que cada una tenga claramente su propio sabor”, cuenta. Está tan ilusionada con su nueva etapa que no se plantea abrir un restaurante. “En La Calèndula había clientes que me pedían que les quitara las flores del plato. Ahora me buscan dispuestos a probarlas todas. Es un lujo poder cocinar con vegetales vivos que recojo y preparo al momento. Eso no son vitaminas, es energía vital”, asegura. Lo mismo que transmiten sus ojos cada vez que sostiene una flor en sus manos.