Reír a lágrima viva

El humor es una herramienta afilada—y arriesgada— para desnudar emperadores y denunciar la crueldad de tantas injusticias

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Grabado a fuego en la memoria, con trazos más imborrables que tus penas o alegrías, arde el recuerdo de las veces en que hiciste el ridículo. Todavía te escuecen aquellas carcajadas y aquella vergüenza. Durante la adolescencia —nuestra zambullida hormonal en el melodrama y el malditismo—, aprendemos a temer la burla ajena por encima de todas las cosas, y nos adentramos en la edad adulta demasiado serios y envarados. Pasa el tiempo y seguimos sin saber afrontar nuestras imbecilidades y nuestros tierra trágame, el espectáculo cómico que somos para los demás. Aprender a reírnos de nuestros propio...

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Grabado a fuego en la memoria, con trazos más imborrables que tus penas o alegrías, arde el recuerdo de las veces en que hiciste el ridículo. Todavía te escuecen aquellas carcajadas y aquella vergüenza. Durante la adolescencia —nuestra zambullida hormonal en el melodrama y el malditismo—, aprendemos a temer la burla ajena por encima de todas las cosas, y nos adentramos en la edad adulta demasiado serios y envarados. Pasa el tiempo y seguimos sin saber afrontar nuestras imbecilidades y nuestros tierra trágame, el espectáculo cómico que somos para los demás. Aprender a reírnos de nuestros propios desastres es un recurso elegante para momentos bochornosos; en palabras de Boris Vian, la cortesía de la desesperación.

Entre los antiguos griegos circuló la epopeya humorística Margites, atribuida al mismísimo Homero, una parodia de la Ilíada y la Odisea. Por alusiones de otros autores sabemos que el tal Margites era tan torpe que fracasaba en todo: un auténtico dechado de despropósitos. De ese famoso personaje, escribió Aristóteles, procede la estrambótica familia de la comedia. Pese a su importancia, el poema no se conservó. También en la filosofía salió perdiendo la risa frente a la melancolía. Se contaba que el sabio Heráclito lucía siempre una cara adusta y ceñuda, porque la condición humana le parecía triste; en cambio Demócrito, que albergaba una opinión similar sobre sus congéneres, se mostraba risueño. De los dos, Demócrito ha sido el más vilipendiado. Su obra se perdió, a excepción de algunos fragmentos, como si todo pensar debiera ser serio y la razón no supiera reír.

Hace 20 siglos el romano Ovidio osó incluir en sus Amores un asunto incómodo del repertorio erótico. Lo abordó en verso y con gracia, invitándonos a relajarnos y asumir sin complejos nuestras incompetencias: “¡Qué gozos no me imaginé en mi mente callada, con qué posturas no estuve fantaseando! Junto a la chica, sin embargo, mi miembro yacía como si hubiera muerto antes de tiempo, más marchito que una lechuga cortada el día anterior”. Desde el flirteo hasta el sexo, es saludable tomarse con humor los tropiezos, las torpezas, las lorzas, el miedo, la aceleración incontrolada, los estragos del cansancio, los ruidos intempestivos y las explosiones del cuerpo, las acrobacias fallidas, la desincronización o el hilillo de saliva que resbala justo cuando tu pareja te mira dormir. Que nadie es perfecto, ya lo sentenció Billy Wilder. Ni los clásicos ni los contemporáneos. Pero no olvidemos que ser irreverente tiene un precio: Ovidio acabó en el exilio.

El humor es una herramienta afilada —y arriesgada— para desnudar emperadores y denunciar la crueldad de tantas injusticias. El autor norteamericano Kurt Vonnegut escribió: “Ante el miedo o la desgracia, uno puede llorar o reír. Yo prefiero reír porque luego no hay que pasar la fregona”. En su obra más célebre, Matadero cinco, narró su experiencia en la segunda guerra mundial —así, sin mayúsculas—, entre soldados casi niños, prisioneros de los alemanes y testigos del brutal bombardeo aliado de Dresde. Kurt prometió que en su descarado relato no habría ningún papel para los John Wayne del mundo y nos legó una novela estrafalaria de horror y risa, tiernamente terrible, con grandes dosis de sátira y sinsentido, incluyendo platillos voladores y abducciones extraterrestres al planeta Tralfámador. Así, disolviendo la épica en el desamparo y el despropósito, logró uno de los alegatos pacifistas más impactantes de la literatura.

En el sexo como en la guerra, el humor puede ser —al menos— tan crítico y profundo como la seriedad. Bajo los discursos más grandilocuentes se esconden la roña, los piojos y el olor a meado en las trincheras. Las hilarantes Armas al hombro, de Chaplin; Ser o no ser, de Lubitsch, o La vida es bella, de Benigni, retratan a protagonistas patosos y desvalidos que con sus torpezas desvelan el absurdo de la violencia. Vonnegut exclamó: “Qué tonto habría sido permitir que el respeto por mí mismo interfiriera con mi felicidad”. Reír es una forma de repudiar las barbaridades y protegernos de nuestras vanidades. Tal vez no haya nada más ridículo que tomarse demasiado en serio.

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