El placer de lo rancio y otros gustos y aromas que recuerdan la niñez
La imperfección da color, sabor y textura a la música y a la cocina. Viejos discos rasgados por la aguja, y salazones y mantecas con sensaciones que despiertan la memoria.
Gira un viejo elepé en un tocadiscos, regalando un sonido marcado por cálidas frecuencias agudas y confortables notas graves de un color casi olvidado. Una suculenta densidad sonora, rota por el roce de una aguja que rasga la superficie finamente alabeada. Trincheras con música almacenada, emitida con un inconfundible crepitar que Dalí describía como fritura de sardinas. Frente a la mirada nueva de la gente nueva, ese crujido de la púa contra el vinilo es como una mueca, como un desaire del pasado ...
Gira un viejo elepé en un tocadiscos, regalando un sonido marcado por cálidas frecuencias agudas y confortables notas graves de un color casi olvidado. Una suculenta densidad sonora, rota por el roce de una aguja que rasga la superficie finamente alabeada. Trincheras con música almacenada, emitida con un inconfundible crepitar que Dalí describía como fritura de sardinas. Frente a la mirada nueva de la gente nueva, ese crujido de la púa contra el vinilo es como una mueca, como un desaire del pasado contrariado; molesto como una lluvia de motas de polvo y ralladuras en una gastada película de 16 milímetros. Imperfecciones entrañables como el sabor a rancio en la grasa del unto de cerdo, indispensable en un buen caldo, un cocido o un lacón con grelos gallego: “Se non leva unto non está no seu punto”. Como un cante de voz rota, con hondura, en el escenario del paladar, producido por la oxidación en las grasas de alimentos expuestos a largas curaciones. Una espera con secuela de trasnoches acumulados en salazones, sebos y mantecas acogidos con satisfacción expectante, como un hambre necesitada de insinuaciones. Ese ambiente donde maduran más los deseos que los reparos, común a todas las memorias culinarias aferradas a un pasado arropado entre afectos y estrecheces compartidas.
Somos lo que en nuestra niñez se nos adhirió con la fuerza del apego, fraguando una vinculación intensa, infrangible e incondicional. Interacciones recíprocas las de la memoria de los sentidos con las costumbres: consuelo a cambio de protección, parecen decirse. El verbo apegar se conjuga emocionalmente descendiendo desde el verbo latino picare, “pegar con pez”, un adherente conocido como alquitrán o brea que se extraía de pinos resineros. Era una goma usada por civilizaciones antiguas tanto en cosmética como en medicina, que se empleó para reforzar piezas de esparto o impermeabilizar navíos y ánforas por sus propiedades aislantes, que otorgaba a los vinos un fuerte e inconfundible carácter resinoso. Lo que en principio nació como una condición derivada de la necesidad, como los rasgos de los productos ahumados, secados, avinagrados, fermentados o salados, acabó tornando en gusto adquirido, utilizándose como aditivo durante la fermentación de los mostos. Los Retsina griegos perduran como reliquias de una antigüedad que revela la solidez del término apego. A ojos de un tecnólogo, producto de una incorrección vencida. Bajo la mirada de la costumbre, testimonio de la calidez en el hogar y de las relaciones intrafamiliares.
Como la imagen del pescado ensartado por las agallas en una caña secándose entre dos sillas a la puerta de las casas de los pescadores. Boquerones, jureles y caballas, bacaladillas y pulpos tendidos al amparo del sol, acunados por la brisa de la cultura del aprovechamiento. Una vez secos, regalan texturas melosas y sobrias, sabrosas y tostadas al pasarse por una chapa o plancha caliente. La pintarroja, el pequeño escualo, en ocasiones desabrocha la urea que acumula en sus tejidos y despide un leve aroma amoniacal. Sus lomos secos, llamados arbitanes en Málaga, funden su decidido sabor en caldillos, sopas y recuerdos atrojados como el aceite de oliva fermentado. Aceites de antes, sin escuela ni estudios, privados de los diplomas y posgrados en la universidad de la asepsia. Grasas que susurran notas de corteza de queso, piel sudada, incluso estiércol, producto del amontonamiento de unas aceitunas que precisaban ser lavadas y prensadas para entregar su jugo fresco, repleto de sensaciones verdes y notas vegetales en estado puro.
Hay quien siente la calidad en la remembranza de un sabor producto del descuido, del desconocimiento de otros tiempos. Al fin y al cabo, las propiedades que se aprecian, respetan y admiran de un alimento se sostienen sobre un recurso de amparo afectivo. Sabor resinado, rancidez, como un quejío rasgado, como un pedal de distorsión, como un defecto técnico, que en su justa medida, en el umbral del amargor, silencia con su gracia disfónica la desaprobación del detallismo estéril.