Hablar y abrazar

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Me pongo a redactar este artículo y siento que tengo la cabeza secuestrada, como en las primeras semanas de la pandemia, cuando sólo podía pensar (y escribir) sobre el coronavirus. Pues bien, ahora me asalta la misma congoja con Afganistán. Con esa masacre anunciada, ese apocalipsis parcial para el que hemos sacado entradas de primera fila. No es el único horror de este calibre que ha ocurrido a lo largo de mi vida: los humanos somos persistent...

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Me pongo a redactar este artículo y siento que tengo la cabeza secuestrada, como en las primeras semanas de la pandemia, cuando sólo podía pensar (y escribir) sobre el coronavirus. Pues bien, ahora me asalta la misma congoja con Afganistán. Con esa masacre anunciada, ese apocalipsis parcial para el que hemos sacado entradas de primera fila. No es el único horror de este calibre que ha ocurrido a lo largo de mi vida: los humanos somos persistentes en el daño. Ahí está, por ejemplo, el genocidio camboyano, cuando los Jemeres Rojos asesinaron en tan sólo cuatro años (de 1975 a 1979) a un cuarto de la población de su país: de dos a tres millones de personas. Más eficientes fueron los genocidas de Ruanda, que lograron matar en tan sólo tres meses y una semana (del 7 de abril al 15 de julio de 1994) a una cifra indeterminada pero sobrecogedora de entre medio millón y un millón de tutsis. Sí, lo he dicho muchas veces: el infierno existe y somos nosotros.

Hay otras matanzas además de estas, pero no quiero seguir chapoteando en sangre. La diferencia con Afganistán es su obviedad, su visibilidad, la estridencia con que sucede todo. Es una lección elemental sobre el triunfo de la maldad. Ese agujero de dolor, ese delirio, y la enorme dificultad de enderezarlo todo, contando como cuentan los talibanes con el apoyo y la avidez económica de China y de Rusia. El planeta dividido, la nueva Guerra Fría que se avecina, la falta de salida y de futuro. Ni siquiera una maldita voluntarista como yo, siempre empeñada en atisbar la luz por algún lado, puedo librarme, al menos hoy, del barrunto de un sufrimiento inevitable. Afganistán es el teatro del mundo, y ahora mismo se está representando una obra horripilante.

Y lo peor es que, si conseguimos apartar la mirada por un momento del abismo afgano, lo que hay alrededor también es atroz. Acabo de recibir un manifiesto internacional sobre la distribución de las vacunas de la covid en el mundo (lo he firmado, aunque la desesperanza conduce a la pasividad y a esa frase fatal: esto no sirve para nada). La tasa de vacunación de la UE alcanzó el 70%, mientras que en África, vergüenza da escribirlo, es de un 2%. Con el agravante de que la vacuna de Johnson & Johnson es producida por Aspen Pharmacare en Sudáfrica, pero es exportada masivamente a Europa. En sociología esto se denomina el efecto Mateo: a quien más tiene más se le da, y a quien menos tiene más se le quita. Con unos sistemas de salud incomparablemente más débiles que los europeos; con problemas de agua potable y dificultades para mantener medidas higiénicas; con la variante delta y sin vacunas, África está condenada. Es otro tipo de masacre, gota a gota. Y también es estúpido, porque la proliferación del virus fomentará más variantes que llegarán a Europa.

En el digital de EL PAÍS de ayer, 28 de agosto (ya saben que, por tiempos de imprenta, escribo estos artícu­los 15 días antes de su publicación), en la lista de ‘Lo­ más visto’ en Sociedad venía en primer lugar lo de Biden acusando a China de retener información sobre la covid, cosa natural porque era una noticia llamativa y de última hora. Pero en el segundo puesto estaba el enlace a un texto titulado “¿Cuánto dura un buen polvo?” que, cuando lo pinché (sí, lo pinché), remitía a un ar­tículo del 12 de noviembre de 2019. Al verlo experimenté un pellizco de melancolía, la nostalgia de la inocencia perdida: era un tema juguetón publicado apenas dos meses antes de que se abatiera sobre nosotros el diluvio de la pandemia. ¡Qué sensación de ser hoy mucho más vieja que entonces! Pero además pensé que la gente está, como yo, ahogada en pena, y que se aferra a temas así como quien se pone oxígeno (las demás noticias de la lista eran actuales). Y la verdad es que, si lo pienso, me parece un estupendo antídoto. No digo sólo el sexo, aunque, si es bueno, es la gloria; hablo de los afectos, de la gente querida, de la compañía. Un reciente estudio ha descubierto que tener a alguien que nos escuche es esencial para mantener el cerebro joven y prevenir el alzhéimer. Cuando el mundo se oscurece y la zozobra aprieta, juntémonos más con las personas amadas. Hablar y abrazar: qué gran proyecto. Para cargar las pilas y volver a actuar, a exigir, a resistir. No podemos entregar el mundo sin más a los malvados.


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