Canción de lava y hielo
Gracias a aquellos sabios insensatos, conocemos mejor que nunca el temblor de los volcanes y la amenaza de las nieves
La catástrofe puede desatarse un día de cielo despejado. Nos despertamos ignorantes del peligro, preocupados quizá por una deuda o una discusión, o, todo lo contrario, silbamos optimistas una canción mientras nos vestimos. Aquel mediodía, una mujer se fijó en una nube extraña y enorme, en forma de hongo, trepando por el cielo. Avisó a su hermano, que salió al jardín para contemplarla. Como cuenta Daisy Dunn en Bajo la sombra del Vesubio, Plinio el Viejo, sin dudarlo, decidió investigar la misteriosa fuente de aquel humo oscuro. Se embarcó hacia el cataclismo, sin dejar de anotar cada m...
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La catástrofe puede desatarse un día de cielo despejado. Nos despertamos ignorantes del peligro, preocupados quizá por una deuda o una discusión, o, todo lo contrario, silbamos optimistas una canción mientras nos vestimos. Aquel mediodía, una mujer se fijó en una nube extraña y enorme, en forma de hongo, trepando por el cielo. Avisó a su hermano, que salió al jardín para contemplarla. Como cuenta Daisy Dunn en Bajo la sombra del Vesubio, Plinio el Viejo, sin dudarlo, decidió investigar la misteriosa fuente de aquel humo oscuro. Se embarcó hacia el cataclismo, sin dejar de anotar cada movimiento de la amenaza maligna que crecía ante sus ojos. Bajo una lluvia de ceniza, el asmático incansable continuó su camino cada vez más convencido de que, probablemente, no regresaría con vida. Quizá murió —es la hipótesis más amable— asfixiado por la humareda, o tal vez lo calcinó la avalancha de magma y gas a 400 grados que sepultó Herculano, Pompeya y Estabia en el año 79. “La curiosidad que condujo a Plinio hasta el Vesubio y que le llevó a su propia muerte fue el resultado de toda una vida de fascinación por la naturaleza”, explica Dunn. Para entonces había terminado la Historia natural, la enciclopedia más antigua conocida. Su deseo de saber y dejar testimonio del descubrimiento era tan ardiente como el propio volcán.
La ciencia, el pensamiento y el arte implican un trabajo exigente que transita sobre la incertidumbre: la mayor parte de las veces solo conduce a una vía muerta. Cuando estalló la pandemia, una legión de investigadores de distintos países concentró sus esfuerzos en encontrar una vacuna. Algunos lo consiguieron; la mayoría, no. Para cada avance son precisos innumerables callejones sin salida. El logro es colectivo y engloba también los imprescindibles fracasos. En un mundo que valora ante todo el triunfo y la riqueza necesitamos gente capaz de dedicar sus vidas a tareas que no tienen garantizado el éxito ni el beneficio. Mientras el dinero anhela sustanciosos intereses, es el desinterés lo que nos salva.
Cuentan que Tales, el primer filósofo, paseaba cierto día mirando hacia arriba y, embelesado por los astros, cayó en un pozo. Una mujer aprovechó el tropiezo para burlarse de él: “¿No te da vergüenza, Tales, pretender conocer las cosas del cielo cuando te falta vista para mirar dónde pisas?”. No era la única: muchos de sus conciudadanos se reían de su inútil obsesión por la filosofía. Según Aristóteles, se hartó y quiso demostrar que él también sabía dar pelotazos. Gracias a sus conocimientos astronómicos y botánicos, pronosticó una extraordinaria cosecha de aceitunas. Aquel invierno arrendó a bajo coste todas las prensas de aceite de la región y, cuando llegó la copiosa cosecha, pudo alquilarlas al precio que quiso. Tales tuvo que ganar una fortuna para probar que el estudio nunca es una pérdida de tiempo.
La ciencia avanza gracias a gestas aparentemente inútiles. En 1911, el joven biólogo Apsley Cherry-Garrard se unió al viaje de Scott al Polo Sur con el sueño de alcanzar un remoto criadero de pingüinos emperador, la única especie que se aparea en el crudo invierno antártico. La expedición sufrió tempestades y fríos extremos. La aurora boreal ondeaba con olas de clarísimos verdes, naranjas y amarillos en la noche perpetua, pero no podían verla porque sus ropas, endurecidas como tablas, les impedían alzar la cabeza. Había grietas en el hielo a punto de engullirlos a cada paso. Se jugaron la vida por tres huevos, con los que regresaron a Inglaterra. Cuando los donaron al Museo de Historia Natural, el conservador los recibió con gesto aburrido, sin una palabra de agradecimiento, más preocupado por atender a un personaje famoso que ese día visitaba el edificio.
Hoy, gracias a aquellos sabios insensatos, conocemos mejor que nunca el temblor de los volcanes y la amenaza de las nieves. Obsesionados por la utilidad inmediata y sus atajos, olvidamos apoyar la curiosidad y el saber. El idealismo puede ser muy práctico: nos ayudan más quienes tienen la cabeza llena de pájaros que quienes matan dos pájaros de un tiro.