Comunismo y libertad

Sabían que los intereses de los ricos eran opuestos a los suyos y que su única fuerza residía en la unidad

EPS

Hubo un tiempo, ya lejano pero no remoto, en el que los términos comunismo y libertad eran sinónimos. Eso pasaba en España, un país que tenía el mismo nombre y ocupaba el mismo territorio que el país donde vivimos ahora, pero era, evidentemente, otro distinto.

En ese tiempo, que vivieron los abuelos de quienes somos mayores, los bisabuelos de los más jóvenes, los españoles eran muy pobres. No sólo en el campo, también en las ciudades, la mayoría de la población no sabía leer ni escribir, aunque a menud...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hubo un tiempo, ya lejano pero no remoto, en el que los términos comunismo y libertad eran sinónimos. Eso pasaba en España, un país que tenía el mismo nombre y ocupaba el mismo territorio que el país donde vivimos ahora, pero era, evidentemente, otro distinto.

En ese tiempo, que vivieron los abuelos de quienes somos mayores, los bisabuelos de los más jóvenes, los españoles eran muy pobres. No sólo en el campo, también en las ciudades, la mayoría de la población no sabía leer ni escribir, aunque a menudo alguien les hubiera enseñado a firmar, rúbricas temblorosas, trazos infantiles que conservaron durante toda su vida. Ahora es muy fácil pensar que eran pobre gente, gente mínima, insignificantes criaturas desarmadas que sobrevivían de milagro, y desde el punto de vista material, es verdad. Muchos viajaron del pueblo a la ciudad con las manos vacías, el número de teléfono de unos parientes apuntado en un papel, la noche y el día. Según el cálculo de probabilidades que manejamos en la actualidad, lo más razonable sería pensar que casi todos se hubieran muerto, pero lo cierto es que no sólo sobrevivieron, sino que lograron prosperar. Desde los asentamientos chabolistas o las habitaciones realquiladas en edificios que se caían a pedazos, a fuerza de trabajar como animales, en condiciones de explotación que hoy nadie aceptaría, lograron mudarse a pisos pequeños en barrios feos, aglomeraciones de viviendas baratas, sin árboles, sin jardines, sin servicios, todo un paraíso para quienes habían vivido en el infierno. Nunca lo habrían logrado sin la ayuda de otros desgraciados como ellos, improvisados arquitectos de redes de solidaridad generosa y constante, que en la mayoría de los casos, antes o después se declaraban orgullosamente comunistas. Así, esa palabra que, desde los púlpitos y las escuelas nacionales, desde la prensa del Régimen y los cuarteles de la Guardia Civil, se proclamaba como un anatema, la clave de la barbarie, la cifra del caos, adquirió nuevos significados. Entre otros, se convirtió en un sinónimo de libertad, la palabra más valiosa para quienes viven bajo una dictadura.

Resulta paradójico que, después de más de 40 años de democracia, la versión que acuñó la dictadura franquista permanezca más viva que la memoria de la única organización política que luchó contra el dictador durante 37 años seguidos, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Se me ocurren varias razones para explicarlo y ninguna me gusta, pero tal vez la más decisiva sea que aquellos españoles miserables, que carecían de todo, poseían la ilusión por el futuro, la capacidad de soñar con él. No habían tenido un libro entre las manos en su vida, pero era muy difícil engañarlos. Eran pobres, y lo sabían, sabían que solos no llegarían a ninguna parte, que debían apoyarse en otros como ellos, para poder apoyar a quienes llegaran después. Sabían que los intereses de los ricos eran opuestos a los suyos, que no ganarían nada si no se empeñaban en defender sus propios horizontes y que su única fuerza residía en la unidad. Eso, siendo tan miserables, les hizo al mismo tiempo poderosos.

¿Dónde ha ido a parar toda esa experiencia, esa manera de entender la vida genuinamente española, radicalmente ajena a la figura de Stalin o Castro? No lo sé. Los nietos, los bisnietos de aquella gente tan pobre, tan rica a la vez, tampoco quieren pensar en eso. Seguramente les parece un pasado feo, desagradable, les da vergüenza contar a sus amigos en qué condiciones tuvo que vivir su familia hace no tantos años. No son capaces de distinguir la luz que alumbra el relato de tanto sufrimiento, de admirar la resistencia hercúlea de quienes lograron salir adelante contra todo pronóstico. No es culpa suya, es el signo de los tiempos, la condición de quienes habitan la época que ha consagrado un individualismo feroz como arma suprema del capitalismo triunfante.

Antes de terminar este artículo, quiero enviar un abrazo a Pablo Iglesias. Entre las cosas que tengo que agradecerle, la que más me conmueve es que se atreviera a defender el honor de los viejos comunistas españoles desde el banco azul del Congreso.

Es reconfortante que, de vez en cuando, alguien diga la verdad.

Sobre la firma

Más información

Archivado En