El nombre de la risa
Si las carcajadas —tan saludables como asediadas— pudieron crear el mundo, tal vez consigan transformarlo
Quien hace reír arriesga. En el chiste fracasado experimentamos la vulnerabilidad del cómico, ese incomodísimo silencio que penaliza a quien no sabe ser gracioso. Otras veces, la broma choca de frente con quien siente ofendidas sus convicciones o su poder. El humor siempre corre el peligro de la enmienda a la totalidad. Todos tenemos parcelas donde nos reservamos el derecho de admisión de la risa y la irreverencia. Como decían los Electroduendes: “Oiga usted, no se ría de la Bruja Avería”. Entre tantas empalizadas, se sufre más para divertir que para conmover al respetable.
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Quien hace reír arriesga. En el chiste fracasado experimentamos la vulnerabilidad del cómico, ese incomodísimo silencio que penaliza a quien no sabe ser gracioso. Otras veces, la broma choca de frente con quien siente ofendidas sus convicciones o su poder. El humor siempre corre el peligro de la enmienda a la totalidad. Todos tenemos parcelas donde nos reservamos el derecho de admisión de la risa y la irreverencia. Como decían los Electroduendes: “Oiga usted, no se ría de la Bruja Avería”. Entre tantas empalizadas, se sufre más para divertir que para conmover al respetable.
A pesar de tantas suspicacias, las carcajadas nos dan la vida. Literalmente. En un papiro egipcio del siglo III, la Cosmogonía de Leiden, se conserva una peculiar versión del Génesis donde reír es el acto creador: “Cuando el Dios rio por primera vez, apareció la luz. Rio por segunda vez, y del agua surgió la Tierra. Cuando quiso reír por tercera vez, apareció la inteligencia (…) En la sexta vez, brotó el tiempo. Cuando rio la séptima vez, nació el alma”. Esta risueña espiritualidad contrasta con cierta mirada reprobadora sobre la risa ruidosa y desinhibida. A través de los siglos, los buenos modales han dictado que las personas finas —y, sobre todo, las mujeres— no debían desternillarse. Por eso, las carcajadas impúdicas de Claudia Cardinale en El gatopardo, de Visconti, o las de Julia Roberts en Pretty Woman, de Garry Marshall, se retratan como groseras. En el cine ríen más a gusto los villanos que los héroes; las risotadas malvadas de Cruella de Vil y otros bellaquísimos cofrades son casi un subgénero.
Y, sin embargo, se ríe. De época romana ha sobrevivido una antología de chistes titulada Philogelos. Abundan las bromas misóginas, sobre avaros —era un tipo tan roñoso que a la hora de hacer testamento se nombró heredero a sí mismo—, sobre borrachos o el mal aliento, sobre las idioteces de personas supuestamente inteligentes, y acentos regionales o ironías costumbristas. Un peluquero pregunta: “¿Cómo quiere que le corte el pelo?”; el cliente pide: “En silencio”. Los habitantes de Abdera cumplían el mismo papel en las bromas que los de Lepe entre nosotros. Curiosamente, no aparecen burlas racistas: aquella sociedad tan clasista miraba el tamaño de la bolsa más que el color de la piel. Los irreverentes Monty Python se atrevieron a adaptar sus chistes sobre esclavos y crucificados, con momentos memorables como la canción Always Look on the Bright Side of Life, de La vida de Brian.
Ahora y siempre, el mejor humor es el que no se ríe de los débiles, sino de lo que más queremos —es decir, de nosotros mismos— y del poder. Los gobernantes autoritarios y quisquillosos suelen chocar con los cómicos: la sátira atrae a un público más amplio que la disidencia seria. Tal vez por eso se perdieron tantas comedias antiguas, además del tratado de Aristóteles sobre la risa, pero no el de la tragedia. El asesino imaginado por Umberto Eco en El nombre de la rosa explica el peligro que entrañaba el famoso libro aristotélico: “De aquí podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo, y la risa sería capaz de aniquilar el miedo”. Goya vio sus Caprichos retirados de circulación, Chaplin irritó a Hitler y la censura se cebó con Buñuel, Azcona y Berlanga. Cuenta Luis Alegre en ¡Hasta siempre, Mister Berlanga! que un censor suprimió en el guion un plano general de la Gran Vía. “Si fuera otro, no pasaría nada. Pero Berlanga es capaz de poner a tres obispos saliendo del cabaret Pasapoga”. Cuando el cineasta supo del suceso, lamentó no haber escuchado la propuesta: la hubiera rodado con mucho gusto. Su corrosiva comedia negra El verdugo fue fulminantemente prohibida en todos los cines: la risa es un oficio de riesgo.
La antigua utopía cómica aspira a restaurar la igualdad, a revelar el artificio de las jerarquías y diferencias sociales. Si las carcajadas —tan saludables como asediadas— pudieron crear el mundo, tal vez consigan transformarlo. Y si no, en nuestra era de la ira, el sentido del humor seguirá siendo, sin duda, la virtud más divertida.