José Luis Martín Prieto, pasión y escritura en un oficio de loco
El periodista, que fue subdirector de EL PAÍS hasta 1981, ha fallecido a los 75 años
Al entrar en la segunda planta de EL PAÍS, cuando estaba a punto de nacer “el periódico independiente de la mañana”, que así se llamó en origen, había que fijarse en un despacho atestado de papeles en blanco. Junto a esa resma que iba reduciéndose a golpe de tecleo había una máquina de escribir nueva que pronto pareció un tanque superviviente de batallas innumerables. Quien tecleaba sobre esos papeles inmaculados hasta hacerlos hoja de ruta, nombres propios, ideas u órdenes, era José Luis Martín Prieto, una leyenda en este periódico, uno de los fundadores de la redacción en la que mandaba su amigo Juan Luis Cebrián.
Era la época en la que la redacción de Informaciones, de la que venían ambos, empezó a desnutrirse a favor de una criatura que pusieron en marcha, con José Ortega Spottorno y Jesús Polanco como impulsores civiles de la criatura. Augusto Delkáder era, como MP (como siempre se le llamó dentro y fuera de la redacción) uno de los adjuntos de Cebrián. Y Javier Baviano, muerto hace unos años, completaba en la parte alta de la mancheta la dirección (en su caso, gerencial) del primer periódico que nacía en democracia.
Aquella tarea de MP era sustancial en el nacimiento de EL PAÍS. Pues él rellenaba aquel blanco de los folios con nombres propios, sobre todo, de personas o personajes, de todos los ámbitos de la vida, desde la política al deporte, que de una manera u otra iban a figurar en ese nuevo tiempo de España, que nacía prácticamente a la vez que moría Franco y nacía EL PAÍS. Esa fue una de sus tareas decisivas. MP nos daba un poco de miedo a los que transitábamos allí en aquellos tiempos, porque nunca sabías si su humor era no el mejor o simplemente estaba en silencio porque estaba pensando. Fuera como fuera, había horas en que ya era el amigo de todo el mundo, y todos los redactores y el resto del personal lo cultivaron y lo trataron como un pariente con el que uno se podía confesar. En ese tiempo cumplía todo tipo de tareas, como si estuviera o viniera de todas partes, y como si además supiera de todo. Transitó, en efecto, desde aquellos principios, por Opinión, por las jefaturas de la Redacción, y fue, notoriamente, uno de los mejores cronistas que tuvo este casi medio siglo de EL PAÍS.
Su pasión era la escritura, la crónica, la opinión, la generación de textos para explicar la complejidad de los hechos y de las personas. Y eso lo desarrolló (lo había desarrollado en sus anteriores destinos) partiendo de una aspiración, la de ir más allá de lo evidente para contar los sucesos con la metáfora que le daba el ritmo. En 1981 la democracia sufrió el golpe de Estado y en 1982 se juzgó a los culpables. Ese juicio fue un suceso mayor de la historia de la política y de la judicatura, y su relato, que llevó a cabo MP, fue de las grandes contribuciones que este periodista apasionado, a veces genial y a veces arbitrario, le dio al periódico al que se dedicó hasta finales de esa década. La calidad de esa escritura, la pertinencia de los dibujos que hizo el pintor José Luis Verdes, el conjunto de esa apuesta que hizo el periodismo de EL PAÍS por darle a aquel hecho y a ese juicio la importancia simbólica que tenían se debe en gran medida a la pluma de MP y a la simbología inteligente de Verdes. Verdes nos dejó hace tiempo. Su compañero de páginas en ese relato mayor de nuestra historia murió este sábado en Madrid a los 75 años.
Martín Prieto tuvo otra época de gran periodista, en Argentina, desde donde cubrió el Cono Sur de América después de haberse ocupado del 23-F. Fue allí no solo un periodista, sino un confidente de los políticos españoles que pasaban por allí; y no solo eso: fue amigo de los políticos argentinos que, como Raúl Alfonsín, reemplazaron en democracia la cruel dictadura que marcó la vida argentina tras los peores años de ese país al que MP quiso con toda su alma. Después, al volver a España, dejó EL PAÍS, trabajó para otros medios, y vivió lejos de la redacción en la que nosotros le habíamos visto teclear como si estuviera inaugurando la vida. Muchas categorías compartió en aquel entonces. Luego hubo otras categorías y otras anécdotas. Pero cuando supe de su muerte, seguramente como muchos de los que vivieron con él aquella intensa historia, sentí otra vez su tecleo como la señal de que el periódico que aún no había nacido se iba a poner de veras en marcha. Fue un trabajo de locos en un oficio de locos, pero salió adelante. Se hizo y se sigue haciendo con el sello de muchos, y con el suyo también.
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