Combatir las falsas evidencias
Este es un artículo de despedida. Con el objetivo de incorporarme a un nuevo proyecto del diario solicité al director que aceptara mi dimisión como Defensor del Lector, anticipando el final del mandato que era en febrero del año próximo. Han sido dos años y medio en los que he ejercido mi tarea sin ningún tipo de injerencia o cortapisa por parte de la dirección y con la plena colaboración de la redacción.
El diario se dotó de esta figura en 1985, siendo el primer diario español en hacerlo. El periodismo y sus instituciones están en un proceso de profunda transformación y en este debate también se ha incluido el papel del Defensor del Lector, particularmente cuando diarios pioneros como The Washington Post han prescindido de esta figura. EL PAÍS la mantiene. Creo sinceramente que apoyar la existencia de un Defensor del Lector no es literatura gremial de supervivencia. Al margen de los inevitables errores que cometemos, y que en mi caso son exclusivamente de mi responsabilidad, esta figura puede ayudar para que los diarios mejoren la transparencia, que tanto y justamente exigen al resto de instituciones, en su propia casa. Es significativo que Tom Rosenstiel, coautor de un libro de referencia como Los elementos del periodismo, haya planteado junto a otros investigadores una profundización de los principios éticos que definen el ejercicio del periodismo. A los clásicos de acercarse a la verdad lo máximo posible, minimizar el daño (por ejemplo, sobre las víctimas de un episodio) y actuar independientemente, ha acentuado la necesidad de transparencia. La apertura del sistema informativo que ha supuesto Internet y la complejidad empresarial del mapa mediático la hacen más necesaria.
Como explicaba Stephen Pritchard, en The Observer, algunos diarios, en plena crisis, tienen la tentación de describir al Defensor del Lector como un moribundo, un trabajo irrelevante. El argumento es que teniendo los lectores el acceso a Internet para comentar historias y contribuir a ellas… se elimina su necesidad. Eso es claramente un engaño, escribió. Los lectores pueden disfrutar de la experiencia catártica de ver sus denuncias publicadas en un sitio web, pero ahí es donde termina. No hay ningún análisis crítico de su denuncia. En resumen, no hay transparencia sin rendición de cuentas. Margaret Sullivan, de The New York Times, se preguntaba si ahora que cualquier artículo puede ser examinado por legiones de blogueros, tuiteros y lectores en Internet el papel del Defensor cambia. ¿Se volverá innecesario porque ya hay abundantes críticas o será más importante como un recurso para dar sentido a este ruido?
La existencia de ediciones digitales, donde el error es más fácilmente remediable y permite una corrección más efectiva sin necesidad de aguardar a una futura, pero igualmente necesaria, fe de errores, modifica algunas prácticas del Defensor en su papel, al menos el central, de mediador entre el diario y los lectores que se interrogan sobre sus prácticas informativas. El reproche por lo que está mal hecho, el intentar solucionar desaguisados cuando son solucionables, no son tareas cosméticas que convierten, como algunos sostienen, a esta figura en un encargado de las relaciones públicas del medio. En cualquier caso, cuando el error se produce, y la gran mayoría de las veces, como he comprobado, no tiene nada que ver con la indudable honestidad profesional de quien lo comete, es vital su corrección y reconocimiento. En este punto, los diarios, y el primero éste, deben mejorar mucho la gestión de estas correcciones.
El ejercicio del buen periodismo, al margen del impacto de las nuevas plataformas tecnológicas, tiene unas recetas claras y existen desde hace tiempo. Nada justifica su debilitamiento. Si el periodismo está bajo sospecha es porque no se aplican siempre debidamente. Una muestra de que los periodistas sabemos lo que debemos hacer desde hace muchos años, y no hacerlo siempre es lo que genera la desconfianza de la ciudadanía, lo demuestra un texto de Gabriel García Márquez de 1996, El mejor oficio del mundo, en la que criticaba una funesta noción de periodismo intrépido y, por ejemplo, precisaba el concepto de primicia a cualquier precio y por encima de todo (la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino muchas veces la que se da mejor) o la difícil relación con fuentes informativas contaminantes, y cada vez mejor organizadas, que convierten al periodista en instrumento de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino y que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.
Los periodistas necesitamos incrementar la reflexión sobre nuestra propia práctica más allá de recetas engañosamente fáciles. Este año, otro ejemplo, el Parlamento británico elaboró un informe sobre el tratamiento del cambio climático en la BBC, organismo que merece un alto reconocimiento en su tarea, y criticaba la confusión entre la idea de imparcialidad y objetividad, que implica dar la voz a los que sustentan posiciones encontradas, con que ello conduzca a dar el mismo peso y credibilidad al científico que fundamenta su posición en bases experimentales y aquellos que organizan dudosas hipótesis sin sustento empírico. La indagación sobre los hechos sigue siendo el deber del periodista y la materia prima de nuestro oficio. Tan apasionante como difícil.
La emergencia de nuevos recursos tecnológicos, la posibilidad democrática que da Internet a expresarse a cualquier ciudadano, no expulsan la necesidad del trabajo periodístico, de su mediación. Hay un cambio profundo en el horizonte informativo y, como ha afirmado Edgar Morin, al explicar la dificultad de predicción sobre el futuro de la sociedad de la información, cuando hay un proceso abierto, siempre la conciencia sobre el mismo va por detrás de las experiencias. En cualquier caso, hay principios básicos que no deben alterarse. Y el periodista seguirá teniendo el deber de combatir lo aparente, las falsas evidencias. Que no te venzan, por pereza o miedo.
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