El ‘establishment’ y la verdad nunca duermen
El ‘caso Profumo’ lo tenía todo: sexo, espionaje y una irresistible mezcla de política y bajos fondos Medio siglo después sigue estando prohibida la publicación de los documentos de un juicio que cautivó a Reino Unido Pero un musical y un libro vienen a rescatar a Stephen Ward, el hombre que peor parado salió del escándalo
Hace cincuenta años, los británicos estaban absorbidos por un escándalo: el caso Profumo. Lo tenía todo: sexo, política, ciertas dosis de espionaje y guerra fría y una explosiva mezcla de clase alta y bajos fondos. Ahora, medio siglo después, el abogado y defensor de los derechos humanos Geoffrey Robertson y el compositor y empresario musical Andrew Lloyd Webber han unido fuerzas para reivindicar al hombre que peor parado salió de aquel escándalo, Stephen Ward.
Webber ha estrenado esta semana un musical sobre Ward y Robertson ha publicado un libro en el que denuncia que este osteópata mujeriego y mundano fue condenado por una mezcla de intereses de la clase dirigente de la época y del moralismo de los jueces que llevaron el caso, que le convirtieron en cabeza de turco.
Ward nunca oyó el veredicto que el 31 de julio de 1963 le declaró culpable de “vivir, en parte, de ingresos inmorales”: estaba en coma tras haber ingerido en su domicilio de Marylebond una sobredosis de barbitúricos, de lo que fallecería tres días después. Ahora, Webber y Robertson quieren que se reabra el caso y se anule aquella condena.
Profumo dimitió como ministro tras compartir amante y quizás secretos con un espía soviético
Todo había empezado en 1961, durante una fiesta organizada por Ward en Cliveden, mansión campestre de lord y lady Astor, a la que el osteópata accedía como Pedro por su casa. En aquella fiesta junto a la piscina, Ward presentó a una hermosa joven que vivía en su casa en una relación platónica, Christine Keeler, al entonces ministro de la guerra, John Profumo. Al poco tiempo, se hicieron amantes. La relación duró solo unas semanas, pero Profumo no era el único amante de Keeler, que se acostaba también con un alto funcionario militar de la Embajada soviética en Londres, Eugene Ivanov.
Durante meses no pasó nada. La prensa no se atrevía a desvelar los rumores sobre la aventura extraconyugal de Profumo. Pero una pelea entre otros dos amantes de Christine, que terminó con uno de ellos derribando a tiros la puerta de la casa de Ward, fue el detonante que hizo que el desliz de Profumo llegara a los tabloides. El ministro lo negó en el Parlamento en marzo de 1962. Pero todo se complicó. La posición del ministro de la guerra, sospechoso de compartir amante y quizás secretos con un más que probable espía soviético, añadía sal a la pimienta del sexo y Profumo se vio obligado a dimitir tras admitir que había mentido al Parlamento.
Pero el caso no acabó ahí. Stephen Ward fue condenado de la acusación de vivir de mujeres como Keeler y como su compañera de entonces, Mandy Rice-Davies, presentadas por la prensa como prostitutas, aunque fue absuelto de la acusación de proxenetismo.
El caso Profumo causó tal conmoción que ya en 1963 se hicieron canciones que aludían a él y también películas, como la danesa The Keeler affair. Luego llegó la británica Scandal, en 1989, con John Hurt en el papel de Stephen Ward. También se han escrito libros y hasta musicales. Pero ninguna de esas obras era tan directamente reivindicativa de la figura de Ward como el musical de Lloyd Webber, que lleva el simple título de Stephen Ward el musical y que se representó por primera vez el pasado martes en el teatro Aldwych, aunque el estreno oficial no será hasta el día 19.
En paralelo, y tras una conversación con Lloyd Webber, Geoffrey Robertson decidió escribir un libro en el que analiza el juicio de Ward, que describe como “la injusticia más monstruosa” de la historia legal moderna británica. En él sostiene que el osteópata era inocente y que no solo no vivía de Keeler y Rice-Davies, sino que era más bien al contrario.
En el libro, que ha entregado a la Comisión Real de Revisiones de Casos para que se reabra la investigación, sostiene también que el juez sabía que Keeler no era un testigo fiable porque ya antes había cometido perjurio para enviar a un hombre a prisión. El jurado que condenó a Ward “fue engañado por los jueces y por el fiscal”, sostiene Robertson.
A su juicio, ni Keeler ni Rice-Davies entraban en la definición legal de prostituta ni Ward vivía de ellas. Su proceso y condena se decidió de antemano, por razones “de interés nacional”, por una doble agenda que buscaba por un lado proteger al establishment y por otro seguir el sentimiento de “solidaridad cristiana” de los dos jueces y del entonces ministro del Interior, Henry Brooke, que animó directamente a la policía para que llevara ante la justicia a un hombre visto como un ateo promiscuo. “La verdad nunca duerme”, es lo único que Rice-Davies, aquejada de laringitis, pudo decir durante la presentación del libro.
No solo la verdad nunca duerme: tampoco el establishment. Medio siglo después, sigue estando prohibida la publicación de los documentos del juicio que condenó a Ward, incluidos aquellos que fueron de dominio público en su momento. Una prohibición que a juicio de Geoffrey Robertson es equiparable a la que impide que la comisión que investiga la participación de Reino Unido en la guerra de Irak acceda a los documentos que lleva años reclamando sobre los contactos al respecto entre Londres y Washington y en particular entre el entonces primer ministro Tony Blair y el expresidente George W. Bush. Las cosas no han cambiado tanto en medio siglo.
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