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La marca soy yo

Los productos licenciados por famosos facturan 3.000 millones de dólares al año

Thiago Ferrer Morini
Camisetas del jugador del Real Madrid Gareth Bale en la tienda oficial del club.
Camisetas del jugador del Real Madrid Gareth Bale en la tienda oficial del club.Alejandro Ruesga

El rapero y productor de música Jay Z vende ropa deportiva con su sello; la actriz Gwyneth Paltrow da sus iniciales a una tienda online. Al calor del ejemplo de figuras como Martha Stewart u Oprah Winfrey, que han construido imperios económicos basados en el prestigio de su nombre, cada vez más personas famosas en ámbitos como la música, el cine o la televisión deciden comercializar productos con su sello personal. El humorista estadounidense Stephen Colbert disparó desde su programa contra el crecimiento de las marcas de "estilo de vida de los famosos", que pueden vender productos que van desde altavoces a jabón de manos. "Desde pequeño siempre he querido ser una marca", entonaba en un anuncio parodia.

Unir una personalidad a un producto o servicio es algo tan viejo como el mismo comercio. Hay evidencias de que en el Imperio romano los gladiadores famosos patrocinaban productos en la arena; en el siglo XIX, la reina Victoria del Reino Unido y el papa León XIII aparecían en anuncios, con su consentimiento. Pero la expansión de las marcas personales ha hecho que en 2014 se hayan vendido productos licenciados por celebridades por valor de 3.300 millones de dólares (3.000 millones de euros), según el informe anual de la Asociación de Comercializadores de la Industria de las Licencias (LIMA, en sus siglas en inglés).

Ceder el nombre para vender un producto es un buen negocio para ambas partes. Decenas de estudios apuntan que las ventas crecen con el respaldo de una celebridad, especialmente en países con culturas reverentes con la autoridad, como las asiáticas. Pero saber cuánto dinero se mueve en este negocio es muy difícil: las cifras exactas de la mayoría de los grandes contratos de patrocinio se mantienen en secreto, y las cláusulas de confidencialidad abundan.

Para que el negocio funcione, la relación entre la celebridad y el producto debe ser imborrable. "Es esencial una cláusula contractual que obligue al famoso a vestir o a usar los productos", explicaba en un artículo el abogado Jed Ferdinand. "Sería favorable incluir la frase "aunque el licenciatario no se lo pida".

Si el famoso en cuestión se involucra en el producto, miel sobre hojuelas. En 2006, el rapero Dr. Dre lanzó una enseña de equipamientos de sonido en combinación con una empresa de electrónica de California. Su objetivo declarado era ofrecer productos de una calidad de sonido inexistente en el mercado. La marca Beats by Dr. Dre convirtió los auriculares de alta gama en un accesorio de moda, lo que atrajo a la taiwanesa HTC para hacerse en 2011 con una participación mayoritaria en la empresa por una cifra estimada en más de 500 millones de dólares. Cuando más tarde Beats intentó entrar en el mercado de la música en streaming, la gigante Apple se preocupó. Y se hizo con Beats por 2.200 millones de euros, la mayor compra hasta entonces de la firma encabezada por Tim Cook.

Los 3.300 millones del informe de LIMA no contabilizan las ventas relacionadas con las licencias deportivas, que incluyen a muchos atletas individuales. Así, un estudio encargado por la cadena estadounidense PBS estima que el baloncestista Michael Jordan es el deportista mejor pagado de todos los tiempos; solo en 2014 ganó 100 millones de dólares gracias a su contrato con la firma de ropa deportiva Nike —que tiene una marca con la imagen del jugador— más que la suma de sus salarios en toda su carrera profesional. Las estimaciones del contrato con la misma empresa del también baloncestista LeBron James (para otra línea de zapatos con su nombre) rondan los 400 millones de dólares para el tiempo que le quede jugando en la NBA.

¿Vale la pena gastar esas cantidades de dinero? Una de cada dos pares de baloncesto que se venden en Estados Unidos (un mercado que, en 2014, valía 4.200 millones de dólares) son de la marca Jordan. El patrocinio de las estrellas ha servido a Nike para mantener una dominación implacable sobre el mercado del calzado deportivo, y azuzado a sus rivales para obtener contratos similares: en septiembre, la firma Under Armour firmó un contrato con la estrella de los Golden State Warriors Stephen Curry para el resto de la carrera de este último a cambio de una compensación económica —como no, confidencial— e, incluso, una participación en el accionariado de la firma.

No hace falta estar vivo para ganar dinero con la propia imagen. En 2012, el consejero delegado de Elvis Presley Enterprises, la empresa dedicada a gestionar el legado del "Rey del Rock n'Roll", estimó los ingresos de la compañía (que no está cotizada) en 32 millones de dólares al año.

Pero unir la imagen de una empresa a una celebridad puede ser un arma de doble filo. "Siempre hay un riesgo asociado a ligar tu marca a una persona", explica Marty Brochstein, vicepresidente de LIMA. "Por ejemplo, una marca que se asocia a ese que ha mordido a otro, [el jugador del FC Barcelona Luis] Suárez. De hecho, hay empresas que se niegan a utilizar personas famosas y prefieren centrarse exclusivamente en personajes imaginarios".

El caso del golfista Tiger Woods es un ejemplo. Un estudio de la universidad Carnegie Mellon estima en 2013 que Nike recuperó el 57% de su inversión en el contrato de patrocinio de Woods únicamente con la venta de pelotas de golf. Sin embargo, cuando el escandaloso episodio de infidelidad y violencia que vivió en 2009, las acciones de sus patrocinadores perdieron entre 5.000 y 12.000 millones de dólares de su valor.

La rapidez con la que una reputación puede echarse a perder obliga a las empresas a tomar medidas. "La facilidad de acceso y la viralidad de las opiniones convierten a Internet en un gran aliado y a la vez en un gran enemigo", explican del bufete Herrero y Asociados. "Eso hace muy recomendable tener un sistema de monitorización de la red".

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Sobre la firma

Thiago Ferrer Morini
(São Paulo, 1981) Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid. En EL PAÍS desde 2012.

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