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Tribuna
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Cambio en Birmania

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Joseph E. Stiglitz

Aquí en Myanmar (Birmania), donde el cambio político ha sido extremadamente lento durante medio siglo, unos líderes nuevos están tratando de impulsar desde dentro una rápida transición. El Gobierno ha liberado a los prisioneros políticos, ha organizado elecciones (más en camino), ha emprendido reformas económicas y está buscando vehementemente la inversión extranjera.

Es comprensible que la comunidad internacional, que desde hace mucho tiempo ha castigado con sanciones al régimen autoritario de Myanmar, mantenga la cautela. Las reformas se están llevando a cabo a tal velocidad que ni siquiera los expertos sobre el país saben qué esperar.

Lo que me queda claro es que este momento en la historia de Myanmar representa una oportunidad real de cambio permanente —una oportunidad que la comunidad internacional no debe dejar pasar—. Ya es hora de que el mundo participe en el desarrollo de Myanmar no solo ofreciendo asistencia, sino levantando las sanciones, que se han convertido en un impedimento para la transformación del país.

Hasta ahora, esa transformación, que arrancó tras las elecciones legislativas de noviembre de 2010, ha sido impresionante. Puesto que los militares, que habían ejercido el poder exclusivo desde 1962, conservaron el 25% de los escaños, se temía que la elección fuera una fachada. No obstante, el Gobierno que surgió refleja las preocupaciones fundamentales de los ciudadanos de Myanmar mucho mejor de lo que se esperaba.

Bajo el liderazgo del nuevo presidente, Thein Sein, las autoridades han respondido a los llamados de apertura política y económica. Se ha avanzado en los acuerdos de paz con los insurgentes de las minorías étnicas —conflictos que tienen sus orígenes en la estrategia colonial de dividir y gobernar que los líderes que llegaron después de la independencia mantuvieron durante más de seis décadas—. La premio Nobel Daw Aung San Suu Kyi no solo fue liberada de su arresto domiciliario, sino que ahora lleva a cabo una intensa campaña para obtener un escaño en las elecciones que se celebrarán en abril.

Muchas de las sanciones internacionales ahora parecen contraproducentes

En lo que se refiere a la economía, se ha adoptado una transparencia sin precedentes en el proceso presupuestario. Los gastos en atención a la salud y educación se han duplicado, aunque se parta de una base baja. Se han flexibilizado las restricciones en materia de concesiones en varias esferas clave. El Gobierno incluso se ha comprometido a avanzar en la unificación de su complicado sistema de tipo de cambio.

La sensación de esperanza en el país es palpable, aunque algunas de las personas mayores que han visto ir y venir tiempos de aparente relajamiento del Gobierno autoritario mantienen la cautela. Tal vez por ello algunos miembros de la comunidad internacional también dudan a la hora de mitigar el aislamiento de Myanmar. No obstante, la mayoría de los birmanos sienten que si los cambios se manejan bien, el rumbo del país será irreversible.

En febrero participé en seminarios organizados por uno de los principales economistas del país, U Myint, en Yangon (Rangún) y en la capital recientemente construida, Naypyidaw. Los eventos fueron cruciales, tanto por el público tan numeroso y participativo (más de mil personas en Yangon) como por las presentaciones inteligentes y conmovedoras de dos economistas birmanos de renombre internacional que habían salido del país en la década de los sesenta y regresaban por primera vez a su país en más de cuatro décadas.

Uno de mis colegas de la Universidad de Columbia, Ronald Findlay, señaló que uno de ellos, Hla Myint, de 91 años y que fue profesor titular en la London School of Economics, era el creador de la estrategia de desarrollo más exitosa que se haya diseñado, la de una economía abierta y un crecimiento encabezado por las exportaciones. Ese prototipo se ha utilizado en toda Asia en décadas recientes, particularmente en China. Ahora, tal vez, por fin se aplique en su país.

En diciembre de 2009 di una conferencia en Myanmar. En esa época había que tener cuidado, dadas las sensibilidades del Gobierno, sobre la forma de abordar los problemas del país —la pobreza, la falta de productividad rural y la mano de obra no cualificada—. Ahora la precaución ha sido sustituida por una sensación de urgencia para abordar estos y otros desafíos y por una toma de conciencia de la necesidad de obtener asistencia técnica y de otros tipos. (Myanmar es uno de los países del mundo que recibe menos ayuda internacional en proporción a su población e ingreso).

Hay un amplio debate sobre las razones de la rapidez del ritmo de cambio actual de Myanmar. Tal vez sus dirigentes reconocieron que el país, que llegó a ser el mayor exportador mundial de arroz, estaba rezagándose mucho respecto de sus vecinos. Tal vez escucharon el mensaje de la primavera árabe, o simplemente entendieron que, con más de tres millones de birmanos en el extranjero, era imposible aislar al país del resto del mundo o impedir la entrada de ideas de sus vecinos. Cualquiera que sea la razón, el cambio se está produciendo y es innegable la oportunidad que este representa.

Sin embargo, muchas de las sanciones internacionales, cualquiera que fuera su función en el pasado, ahora parecen contraproducentes. Por ejemplo, las sanciones financieras desalientan el desarrollo de un sistema financiero moderno y transparente, integrado con el resto del mundo. La economía resultante basada en el uso de dinero en metálico induce a la corrupción.

Del mismo modo, las restricciones que impiden a empresas socialmente responsables, con sede en países industrializados avanzados, hacer negocios en Myanmar han dejado la puerta abierta para que entren compañías con menos escrúpulos. Deberíamos aceptar el deseo de Myanmar de obtener guía y asesoría de las instituciones multilaterales y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD); en cambio, seguimos limitando la participación que estas instituciones pueden tener en la transición del país.

Cuando negamos la asistencia o imponemos sanciones debemos pensar cuidadosamente en quién tendrá que asumir la carga de hacer los cambios que buscamos. Abrir el comercio a la agricultura y a los productos textiles —e incluso ofrecer un trato preferencial como los que se otorgan a otros países pobres— podría beneficiar directamente a los agricultores pobres, que representan hasta el 70% de la población, y también crearía nuevos empleos. Los ricos e influyentes pueden evitar las sanciones financieras, aunque con un coste; los ciudadanos comunes no pueden escapar fácilmente del impacto de ser un paria internacional.

Hemos visto la primavera árabe surgir vacilante en algunos países; en otros, sigue siendo incierto si dará resultados. La transición de Myanmar es en ciertos sentidos más tranquila, sin la fanfarria de Twitter o Facebook, pero no es menos real y no menos merecedora de apoyo.

Joseph E. Stiglitz es profesor de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía 2001.

(c) Project Syndicate, 2012. Traducción de Kena Nequiz.

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