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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Trevanian, aquel aroma enigmático

Carlos Boyero

No recuerdo el año exacto de mi descubrimiento de Trevanian (¿1974, 1975, 1976?), pero sí que como casi siempre mis tiempos eran difíciles, borrascosos e inciertos y que los libros eran el refugio más solido en medio de la tormenta. Descubrí al azar a ese enigmático escritor de best sellers, sin haber leído reseñas, sin ninguna referencia, virgen. Y, cómo no, me fascinó Jonathan Hemlock, inolvidable protagonista de La sanción del Eiger y La sanción de Loo. Nada que ver con James Bond. Hemlock es un catedrático de historia del arte con un ojo y un instinto milagroso para detectar falsificaciones pictóricas. Vive con una soledad celosamente elegida en una antigua iglesia de Long Island que él ha transformado en una mansión acorazada. Su personalidad de superviviente se ciñe al principio de "deja un poco". O sea, deja una cena antes de estar saciado, deja una ciudad que te gusta antes de tener la sensación de que ya la conoces, deja las relaciones humanas antes de que sean previsibles o significativas. Entre sus vicios menores está la ingestión sin prisas y sin pausas de whisky Laphroaig. Practica el sexo a condición de que no exista la menor implicación emocional. Y tiene un vicio carísimo y es poseer para su exclusivo deleite pinturas de los maestros impresionistas. Las compra por precios razonables a un legendario saqueador de museos. Su sueldo como eminente profesor e indestronable crítico de arte no le permite esos lujos. En consecuencia, ejecuta las sanciones que le ordena una clandestina organización gubernamental. O sea, asesina con impecable eficiencia profesional, sin motivos personales, sin problemas de conciencia ni de culpabilidad, usando sus manos, transformando en armas letales algo tan inofensivo como un periódico enrollado o una hoja de papel afilada. Una de sus sanciones tendrá que perpetrarla en medio de una escalada al Eiger y sin saber quién es su víctima. En la segunda y sórdida aventura, Hemlock deberá introducirse en un sofisticado imperio de la abominación llamado Loo. La última imagen que tenemos de él es intentando en vano emborracharse en la madrugada gélida de Estocolmo, ciego de pena porque algo ha ocurrido en su hermético corazón y la persona inocente que provocó ese milagroso sentimiento en el tullido emocional, en ese inteligente y despiadado amoral, ha muerto. Se acabaron las sanciones. Nunca volvimos a saber de Hemlock.

Trevanian, además de una imaginación perversa, de un notable sentido del ritmo, de construir diálogos, personajes y situaciones memorables, de manejar como un maestro el sarcasmo y la mordacidad, de huir del maniqueísmo y de las tentaciones moralistas, poseía una escritura con músculo y estilo. Era un placer descubrir a este fulano a los amigos y certificar que también flipaban con él. Y cómo no, subían las apuestas sobre la misteriosa identidad que ocultaba ese seudónimo literario. Como la imaginación es libre y raíz de varios comentarios penetrantes, doctos y corrosivos de Hemlock sobre el cine moderno llegué a pensar que Guillermo Cabrera Infante podía ser Trevanian. También pensé en Norman Mailer, que años más tarde publicará la densa, compleja, formidable novela sobre la CIA El fantasma de Harlot. Alguien aún más disparatado que yo estaba empeñado en que el exquisito Vladímir Nabokov se ocultaba detrás de la máscara de Trevanian.

Este se empeña en despistarnos al publicar El Main. Se desarrolla en un barrio problemático de Montreal. La protagoniza un policía viejo y viudo, con una enfermedad mortal rondándole, misántropo y respetado. El estilo literario ha cambiado. Su realismo costumbrista me recuerda a Simenon, su desesperación resignada a David Goodis. El derrumbe sentimental de este hombre curtido e íntimamente herido después de una intriga poblada de extraños asesinatos es una de las páginas más lacerantes y tristes que he leído nunca.

Por esa época, un día en el que Fernando Trueba y yo le estamos hablando fervorosamente de Trevanian a Fernando Colomo, este nos revela que le conoce personalmente. Es español, es un antiguo compañero del colegio. Le ha vuelto a ver después de muchos años en la boda de un amigo común y este le ha contado que, entre las múltiples labores a las que ha dedicado su accidentada existencia, ha escrito novelas con el seudónimo de Trevanian. Con los ojos como platos y entre tartamudeos, Fernando y yo le suplicamos a Colomo que nos consiga una cita con ese hombre. Y ahí comienza una historia disparatada, apasionante y surrealista que se prolonga a lo largo de meses. Con reuniones en un bar interrumpidas porque la policía ha recibido un aviso de bomba, las insinuaciones de Trevanian de que ha trabajado para algún servicio secreto y le están buscando, citas en un misterioso chalet abarrotado de alarmas, espadas de samurái y huellas de balazos en las paredes, las novelas de Trevanian en multitud de idiomas, fotos en los Alpes de nuestro hombre junto a Clint Eastwood durante el rodaje de La sanción del Eiger y paseando por El Main, llamadas extrañas de teléfono, perros amenazantes, pruebas bastante irrefutables después de interrogatorios intensos de que este hombre no es un impostor. Después de concedernos una larga y negociada entrevista con la condición de que por problemas de seguridad no revelaremos su nombre, días antes de su publicación, Colomo llega resoplando y nos cuenta a Trueba y mí que se ha enterado de que todo es un fraude, que ese hombre ha intentado suplantar a Trevanian. El tópico es cierto. La realidad supera a veces a la ficción.

Trevanian publicará dos novelas más. El protagonista de Shibumi es Nicholai Hel, asesino profesional, maestro del go, una especie de ajedrez japonés, practicante del shibumi, algo que define como un gran refinamiento bajo una apariencia corriente, un concepto tan correcto que no tiene que ser audaz, tan sutil que no tiene que ser bonito, tan verdadero que no tiene que ser real. Es comprensión más que conocimiento, silencio elocuente, modestia sin recato, elegante simplicidad, brevedad articulada, un sosiego espiritual que no es pasivo, autoridad sin dominio, es el ser sin la angustia de la conversión. Y cierra su obra literaria con El verano de Katya, una historia de amor lírica y poderosamente triste que se desarrolla a principios del siglo XX en el País Vasco francés. En el año 1998 mi novia de entonces me cuenta que ha leído en Newsweek que Trevanian es Rodney Whitaker, excombatiente en Corea y profesor de cine en la Universidad de Austin. Muere en 2005.

Don Winslow es el autor de una obra maestra titulada El poder del perro. El resto de su obra me parece facilona, prescindible, decepcionante. A veces, me planteo si El poder del perro se lo escribió un negro. En Satori, Winslow recoge al Nicholai Hel de 26 años, en Tokio, machacado y chantajeado por la CIA. Le hace viajar al Pekín de Mao, al Vietnam en guerra contra el colonialismo francés. Se lee de un tirón y tiene algunos momentos espléndidos. Toda la parte final está escrita con el tono rápido y desmañado de los best sellers de fórmula. El capítulo de Shibumi en el que Trevanian habla de la infancia de Hel en Shanghái vale por todo Satori.

Shibumi. Trevanian. Traducción de Montserrat Solanas. Roca Editorial. Barcelona, 2012. 560 páginas. 9,95 euros. Satori. Don Winslow. Traducción de Margarita Cavándoli. Roca Editorial. Barcelona, 2012. 496 páginas. 21 euros.

Clint Eastwood, fotografiado durante el rodaje de <i>Licencia para matar (The Eiger sanction</i>, 1975).
Clint Eastwood, fotografiado durante el rodaje de Licencia para matar (The Eiger sanction, 1975).SUNSET BOULEVARD / CORBIS

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