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Columna
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Ay, ay, ay, el balonmano

Carlos Boyero

Había tortas en el internado de mi infancia por pillar los campos de fútbol, las canchas de baloncesto, la pista de hockey sobre patines (con el cruel escarnio cada vez que un torpe, después de esfuerzos involuntariamente cómicos para no caerse, se desparramaban por el suelo), pero la cancha de balonmano casi siempre estaba vacía. Hasta que apareció un atleta con muñeca elegante y prodigiosa marcando goles increíbles, que convertía en un espectáculo hipnótico cada uno de sus gestos. Y el balonmano se hizo popular. Hasta aquellos que convertían en un hilarante drama algo aparentemente tan sencillo como sujetar la pelota con la mano querían tirarse el rollo con este deporte.

Ferré sospechaba con regocijo que el maligno era el perverso responsable del aburrimiento de los Reyes. Sin embargo, imagino que lo que más añora en estos aciagos días Su Majestad es el aburrimiento, que todo esté despojado del menor interés para sus sentidos. De acuerdo: la imagen es fácil o chusca. Pero imagino que el balonmano ocupa un lugar fijo e indeseable en las pesadillas actuales del Monarca. No sabemos si a la esposa de Urdargarin lo primero que le fascinó de él fue su contrastado talento como profesional del balonmano. O el presentimiento de que podía ser un notable hombre de negocios. Aunque lo segundo es improbable, ya que está claro que ni ella, ni nadie de la familia real, tenía la menor idea de cómo se procuraba los garbanzos o el caviar el estilizado yerno de Su Majestad. Y ese inofensivo y minoritario deporte seguirá obsesionándole al constatar con estupor que entre sus duras obligaciones profesionales está el dar audiencia a otro balonmanista que aspira al fin de la monarquía, alguien que representa a un gremio -¿ideológico?- que hasta hace unos meses, transformados repentinamente en demócratas, hubieran deseado perpetrar con la realeza hazañas semejantes a la de los jacobinos con María Antonieta y familia, o los soviets con los afligidos zares.

Al menos, Errekondo no mantiene en la trascendente audiencia la elegante estética de los kale borroka, de los deliciosos cachorritos de Amaiur. Llega al extremo pequeño burgués de colocarse un traje y una corbata al ser recibido por el Rey. Los cachorros ya no podrán fiarse de el. A cambio, el diputado no cometería la grosería de ilustrarle sobre el balonmano. Ay.

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