¡Viva Grecia!
Una noche, Vila-Matas confirmó la sospecha de que la soledad es imposible porque estaba poblada de fantasmas (El viajero más lento, Seix Barral). A mí me sucede cada día y en cada esquina. Pero ayer, sin ir más lejos, me di de narices con un fantasma al que llevaba tiempo logrando rehuir.
Soy alérgico a las nostalgias. En vano la aparición aparentaba ser una de esas inocuas sombras residuales desprendidas de una pantalla del cine en blanco y negro como las hojas que el otoño descuelga de los árboles. Se trataba de un niño con un balón de fútbol bajo el brazo. Era un balón de cuero, de esos que había que hinchar con una bomba de bicicleta y engrasar de vez en cuando para que la piel no se agrietara. El niño caminaba por la calle Sainz de Baranda, de Madrid, cuando la susodicha calle aún desembocaba en un pedregoso descampado por donde pasaba un tren de vía estrecha. He dicho que me di de narices, pero fue el niño el que se dio de narices conmigo, ya que su nariz apenas sobrepasaba la altura de mi ombligo. En cualquier caso, sin detenerse ni siquiera acusar mi presencia, el fantasma atravesó mi cuerpo, o quizá mi mente, y siguió su camino.
Sea como fuere, quedaba claro que, gracias al fútbol, la identidad europea sobreviviría a la pólvora y al palillo
Esperé hasta verle perderse en el confín de la acera mientras, paradójicamente, su imagen se acercaba a un primer término en mi memoria. Solo entonces lo reconocí. Por supuesto, mal que nos pese, era yo. Recordé cómo jugaba solo, sorteando piedras y espantando las lagartijas de antaño, aquellas a las que Marsé todavía no había cortado la cola. Pero la memoria es esquiva y además se equivoca. Como sospecha Vila-Matas, el niño no jugaba solo, sino con más de once fantasmas cuyos rostros y nombres los niños de ahora desconocen y los mayores hemos relegado al olvido. Alguno se llamaba Barinaga. Otros, Molowny. César, Basora, Biosca, Pasieguito, Puchades. Arza, Guillamón o Campanal, Carlsson o Juncosa. Fantasmas en vida, a falta de tele, reconvertidos en cromos. Facciones intercambiables a la puerta del colegio o incrustadas bajo el corcho, previamente horadado, de las chapas. Caras coloreadas que mantenían la fijeza y el estupor de la imaginería románica.
Llegados a este punto, mis elucubraciones se vieron interrumpidas por una voz del más aristocrático acento inglés y una sardónica risotada. La voz provenía de Jack, el Destripador, y la risotada del doctor Jekyll a punto de transformarse en Hyde. El célebre cirujano y el distinguido matasanos pasaban del brazo por allí: "¿Qué clase de estúpida compasión te mueve a lamentarte de que las señas de identidad de caducas glorias balompédicas no consten ya en la guía telefónica?", me increpó Jack; "¿acaso pretendías que sus nombres ocuparan un lugar tan relevante y actual como los nuestros sin haber nacido de una genial fantasmagoría literaria o de la más realmente Real crónica de sucesos?".
Lo de realmente Real podía aludir a la posible implicación de un miembro de la familia real británica en los crímenes del barrio londinense de Whitechapel o, simplemente, poner de manifiesto el insólito hecho de que, gracias a una dama apodada fama, un personaje de probada existencia real, aunque desconocida identidad, pudiera pasearse del brazo de otro de reconocida identidad, aunque de probado origen ficticio. Jekyll, que todavía conservaba su pulcro aspecto, pero al que la lengua y la mirada empezaban a delatar, tomó cartas en el asunto: "¿No os basta con Di Stéfano, Pelé, Maradona, Zidane, Messi, Ronaldo, Shakespeare, Balzac, Dostoievski, Dante y Cervantes para formar un once imperecedero?", inquirió con retintín y, en una aviesa vuelta de tuerca, añadió agorero: "¿O teméis, quizá, que no vaya a quedaros ni el alfabeto para nombrarlos cuando vengan los chinos a enderezaros el euro?".
Por fortuna, en vez de los chinos, apareció Antonio Resines y, no atreviéndose a decir, por si acaso, eso de "siempre nos quedará París", esgrimió un libro titulado ¡Calcio!, un feroz y veraz litigio en el que se debate si el fútbol lo inventaron los ingleses o los italianos y que, al decir del célebre actor, a él se lo había dado en mano la bella Elena de Troya recordándole, de paso, que en los bajorrelieves griegos ya existían imágenes del juego de pelota. Sea como fuere, quedaba claro que, gracias al fútbol, la identidad europea sobreviviría a la pólvora y al palillo. Y, no pudiendo reprimir una agonística proclama, Resines gritó a pleno pulmón: "¡Viva Grecia!".
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