Michel Peissel, explorador de reinos perdidos
El viajero y escritor francés fue un gran amante del Tíbet
Él decía que no sabía hacer otra cosa que explorar. No es verdad. También regalaba sueños, sueños de aventura y de viajes, sueños de mundos remotos y reinos perdidos. Michel Peissel ha muerto y varias generaciones de viajeros, de soñadores y de lectores estamos de luto, como lo están los lamas, los guerrilleros khambas o los yaks. La bandera de Shangri ondea a media asta. Él nos llevó hasta los confines, de nuestra geografía y de nuestro valor. Primero como niños y adolescentes ensimismados en aquellos volúmenes amarillos de editorial Juventud -sus libros- y enamorados de palabras rutilantes como Mustang, Bután o Zanskar, que se deslizaban entre peligrosos desfiladeros y ventisqueros en los extremos de nuestros mapas del colegio, centrados en los afluentes del Ebro y constreñidos a Despeñaperros. Eran tiempos grises y el Potala estaba tan lejos como la Luna.
Se adentró en el Himalaya visitando el reino prohibido de Mustang y Bután
Con sus libros hizo soñar y viajar a generaciones de lectores
Luego fuimos, oh sí, fuimos adonde señalaba la brújula de nuestro explorador, a encontrarnos con nuestro miedo y nuestro destino. A ver con nuestros propios ojos. Pero en realidad nunca fue así: nunca dejamos ni dejaremos de otear los Himalayas con su mirada, como nunca navegaremos en un mar que no sea el del rubio Thor Heyerdhal. Un día, yo mismo, el colmo del canguelo, me encontré sobre un tablón que marcaba la frontera de salida del salvaje Zanskar, precariamente instalado sobre el río torrencial de aquel reino desolado y bajo las alas de los grandes buitres. Estaba en el sitio exacto en el que aparecía Michel Peissel retratado en uno de sus libros...
Cuando lo visité hace unos años en su casa de Cadaqués (Girona), marcada con un dibujito de un chorten budista, poco quedaba físicamente del Peissel de nuestra juventud. Y sin embargo seguía en la brecha. Me senté ante él y abrió el libro de sus recuerdos, tumultuoso como aquella impetuosa corriente del Zanskar. El Tíbet era su pasión, los Himalayas el patio de sus sueños. Pero había empezado sus aventuras muy lejos del techo del mundo, al nivel del mar, explorando otra civilización misteriosa aunque muy distinta. En 1958, a los 21 años, recorrió la costa de Quintana Roo, afrontando el peligro de los contrabandistas y la jungla, para descubrir asentamientos ignotos de los antiguos mayas. Peissel recibió el premio de la Sociedad Geográfica Española en 2011.
Nacido en París en 1937 y fallecido el pasado 7 de octubre a causa de un ataque al corazón, Peissel, hijo de diplomático, se educó (y bien: Oxford, Harvard) en Reino Unido, EE UU y también en La Sorbona. Le marcaron, como a nosotros (¡áurea cadena!), las lecturas de los clásicos de la aventura y la exploración. Siempre quiso ser uno de ellos, un explorador; treinta expediciones al Tíbet, a pie y a caballo, prueban que lo fue. La experiencia iniciática del Yucatán, con sus templos escondidos (que dio pie a un libro maravilloso), le ratificó en su idea de dedicarse a la exploración y puso la mirada en los horizontes (perdidos) de los Himalayas. En 1959, como etnólogo, hizo su primera expedición allí, para estudiar a los sherpas nepalíes del valle del Khumbu. En 1964 fue al Mustang. De ese viaje surgió uno de sus grandes libros: Mustang, reino prohibido del Himalaya, publicado en 1967. ¿Quién no lleva en su corazón el nombre de Lo Mantang, la capital de aquel mágico lugar? En 1968 fue uno de los primeros occidentales en cruzar el Bután y explorar sus áreas más remotas. Luego vino el Zanskar y el estudio de los pueblos minaros o dardos y la identificación de las marmotas excavadoras de esos confines con las hormigas gigantes buscadoras de oro que citó Heródoto (tema de otro de sus libros).
Sus aventuras son inacabables: en los setenta recorrió parajes vírgenes de los Himalayas en hovercraft, lideró en 1994 la expedición que localizó las fuentes históricas del Mekong en el Tíbet y hasta descubrió un tipo de equino que se creía extinguido: el caballo de Riwoche. Escribió una veintena de libros de viajes -incluido uno con sus preciosas acuarelas- y dos novelas.
Bon vivant, vitalista -este verano se le pudo ver por Cadaqués conduciendo una moto prestada-, alegre, Peissel no dejaba de tener su carácter: detestaba que cuestionaran sus logros y no dudaba en contradecir al Dalai Lama: él creía que el Tíbet podría ser libre y propugnaba la firmeza ante los chinos. "Tíbet espera su Bismarck", me dijo en una ocasión. No se llamaba a engaño en cuanto al progreso. Sabía que el mundo cambiaba y que los parajes en los que se adentró con riesgo se habían abierto hasta a los pusilánimes y los turistas. Influido por el pensamiento tibetano -hablaba el idioma perfectamente- veía en ello un equilibrio: la aculturación era el reverso de la modernización. "La vida se prolonga pero se degrada", decía de lo que pasaba en los otrora reinos aislados y prohibidos. Pero consideraba que quedaban muchos lugares inexplorados que tentaron hasta el final su irreprimible vena de aventurero y eterno curioso. "Me interesa ir a lugares adónde nadie ha ido", decía.
Y allá ha marchado. Y como siempre, precediéndonos.
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