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Columna
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Los sapos

Si el terror de ETA ha cesado definitivamente, en adelante el problema van a ser las palabras, a veces mucho más mortíferas que las pistolas, según cómo se pronuncien, según hacia donde se disparen. Quién será el dueño de las nuevas palabras con que se escribirá esta historia, he aquí la cuestión. En Euskadi habrá que bajar a luchar por ellas en la calle, en la barra de los bares, en las aulas de la universidad, en las ikastolas, en los parques, en las gradas del estadio, en las fiestas de los pueblos, en las sacristías, en las discotecas, en los restaurantes, en el mercado. Aunque haya que desayunarse con un sapo cada día, ese será el diálogo verdadero que deberán establecer mutuamente los ciudadanos vascos, con la certeza de que la democracia es más fuerte que las bombas, como se ha demostrado. Si la paz llega a ser una costumbre consolidada en Euskadi, el quehacer de la vida cotidiana acabará por llevarse río abajo el odio político enquistado durante cuarenta años. Ante el anuncio de que ETA abandona las armas unos están eufóricos, emocionados; otros se muestran cautos, desconfiados, incluso cabreados. Unos exigen que los terroristas se pongan de rodillas y pidan perdón a las víctimas, otros los dan todo por bueno con tal de que ya no hay ningún muerto más. Puede que cada preso etarra sea recibido como un héroe en su pueblo al salir de la cárcel y salude desde el balcón del ayuntamiento. En cambio sería un escándalo que, en contrapartida, un miembro del GAL recibiera un homenaje público por parte del bando contrario y sin duda se tomaría por una provocación intolerable si alguien se paseara con una bandera española por el casco viejo de San Sebastián. No pasa nada. Tal vez estos sapos nos sepan a ancas de rana cuando el viento haya limpiado a las palabras de su carga maldita y la paz en el País Vasco el tiempo la consolide como la gran victoria de la democracia. La ETA no va a pedir perdón ni se va a disolver en un acto oficial, pero si no mata, la banda terrorista ya no es nada, se habrá disuelto en el puro flato de palabras huecas, consabidas. Un día les levantarás la boina, les quitarás la servilleta de la cara y dentro ya no habrá sino unos simples palitroques como los de algunos santos cuyo único prestigio solo estaba en la peana.

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