Historias para dormir fatal
Acudí a la 29º edición de Liber "sin esperanza, con convencimiento", tal como compareció Ángel González en uno de sus poemarios. Quiero decir que lo hice disciplinada y puntualmente, aunque siga sin entender muy bien la necesidad de una feria (cara) que se celebra tan sólo unos días antes de la de Fráncfort y menos de dos meses de la de Guadalajara (México), que es, hoy por hoy, la mayor plataforma mundial del libro hispánico. Me dicen los convencidos (y esperanzados), y también algunos visitantes subvencionados, que Liber constituye un importante evento comercial para nuestro mercado del libro, pero a mí se me antoja un poco redundante. Y, para decirlo todo, nunca me gustó su diseño: un año en Madrid y otro en Barcelona, para que nadie se enfade. Una feria con dos cabezas, es decir, un poco esquizoide. El discurso inaugural, a cargo del presidente de la Federación de Gremios de Editores, repitió el protocolo anual: primero, los saludos a los feriantes y al país invitado y, luego, los consabidos, pautados y suaves tirones de oreja al Ministerio de Cultura a cuenta de sus, también consabidas, "tibiezas" e "indecisiones". El rito ya fosilizado exige que, cuando le llega el turno al representante de la Administración, replique considerando duras o injustas las críticas y ponderando los esfuerzos del Estado en el blablablá no transferido. Y así también respondió este año la ministra, cuyo tono me pareció algo más melancólico y cansado que en otras ocasiones. Nada que ver con el triunfalismo de Ignacio González, aguerrido mirmidón del Tea Party capitalino de Esperanza Aguirre, que identificó Liber con Madrid y, si me apuran, el español con el madrileño. La ausencia más notoria en el discurso del presidente de la FGEE fue la tradicional referencia al precio fijo (PF). Tal omisión podría deberse a dos causas: a) que el PF esté plenamente asumido como rasgo esencial e inamovible de nuestro sector del libro y, por tanto, no haga falta mencionarlo; o, b) que haya aumentado el número de quienes no lo tengan claro y sea preferible obviar toda mención para no meterse en camisa de once varas. Bueno, ya sé que lo que voy a decir no va a gustar a muchos, pero me temo que a nuestro viejo amigo el precio fijo no le quedan muchos telediarios. La verdad es que con el desembarco en España de la mayor librería del planeta, la puesta en venta de dispositivos lectores cada vez más baratos (el Kindle de última generación ya se vende en Francia a 99 euros), el abaratamiento de los libros virtuales y las profundas transformaciones internacionales y globalizadas del negocio editorial, las medidas proteccionistas lo van a tener difícil. Especialmente con la perspectiva de Gobiernos neoliberales de larga duración, ahora más dispuestos que nunca a que los grandes y poderosos sigan siendo ambas cosas. De modo que convendría hablar claro y reanimar el debate sobre el PF en los distintos subsectores, para que el porvenir, que tiene nombre de Rajoy, no nos coja mirándonos el ombligo ("Te llaman: porvenir, / y esperan que tú llegues / como un animal manso / a comer en su mano", musitaba Ángel González en uno de los poemas de Sin esperanza, con convencimiento, 1961). Por cierto que en Reino Unido, donde la abolición (1996) del Net Book Agreement -equivalente a nuestra norma de precio fijo- ha propiciado el adelgazamiento hasta la anorexia del tejido librero independiente, se han levantado recientemente voces que deploran la llamativa ausencia de librerías en las calles más comerciales (un 26% ha desaparecido en los últimos cinco años), argumentando que no sólo constituyen un factor fundamental para la salud cultural del país, sino un importante dinamizador del comercio en general. También allí lo llevan crudo: entre los precios de los alquileres, los impuestos y la deserción de los clientes hacia Amazon, hasta las cadenas lo están teniendo "complicado", un eufemismo muy utilizado cuando se quiere evitar la palabra "desastre".
Datos
Aquí también estamos pasando un año "complicado", con importantes caídas en la venta de libros respecto al pasado (que tampoco fue para echar cohetes). Y lo malo es que continúan los brindis al sol, como señalan las estadísticas. Los datos no pueden ser más surrealistas: resulta que, con la que está cayendo, el número de libros publicados (en todos los soportes) osciló entre los 114.459 que declara el Ministerio de Cultura y los 79.839 que contabiliza el Gremio de Editores. En los dos casos suponen significativos aumentos respecto a la producción de 2009. Mientras los libreros se quejan de que venden menos (títulos y ejemplares), las obstinadas cifras confirman la loca fuga hacia adelante. Claro que no todo sube. Baja, por ejemplo, la tirada media, que, según el Gremio de Editores, está en 3.790 ejemplares y, según el Instituto Nacional de Estadística, en 2.467. Créanme: hay títulos de no ficción que entran en las listas de best sellers de algunos periódicos con poco más de 2.000 ejemplares vendidos, lo que indica cómo anda el negocio. Y, encima, la temporada editorial no ayuda: el Nobel Tranströmer (felicidades a Diego Moreno, de Nórdica, que ha publicado la obra poética del galardonado) no va a animar el corralito librero como lo hizo Vargas Llosa; no hay (por ahora) en las mesas de novedades nada comercialmente comparable a El tiempo entre costuras; y los hambrientos de Zafón tendrán que esperar hasta el 17 de noviembre para devorar un ejemplar del millón (¿seguro?) previsto para El prisionero del cielo (Planeta), tercera entrega de la más golosa tetralogía de la literatura en español. Menos mal que se acerca Halloween (siempre que lo permitan los mercados, naturalmente) y podremos seguir contándonos cuentos de miedo.
Traca
Sí, ya sé que este sillón me está saliendo ceniciento. Por eso guardo para el final una doble traca de libros breves (no he tenido tiempo para más) para quitarles el mal sabor de boca. Me divertí bastante leyendo (en un avión que se movía mucho) Cementerios. Historias de lamentos y de locuras, de Giuseppe Marcenaro, publicado por la editorial argentina Adriana Hidalgo. Se trata de un recorrido erudito y ligeramente antropológico -aunque no exento de sentido del humor- por esos recintos de la angustia y, al mismo tiempo, del absurdo, que son los camposantos. Marcenaro los explora y analiza, apoyándose en la peripecia vital y mortuoria de difuntos célebres (Walter Benjamin, Poe, Evita Perón, Rasputín, Juana Calamidad, etcétera). Más amable (pero en el lado de acá de la delgada línea que separa la ternura del dulce de leche) me resultó El teatro de la vida (Maeva), una novela breve de Siegfried Lenz (¿recuerdan la estupenda Lección de alemán, Debate?) que relata la azarosa fuga de prisión de un grupo de maleantes de poca monta doblados en cómicos. La leí en menos tiempo del que tardé en olvidar las pretenciosas transcendencias de El árbol de la vida, esa peli de Terrence Malick que tiene a (casi) todo el mundo patidifuso.
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