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Seis sueldos en un tribunal que no hace nada

Un caso que ilustra el crecimiento anormal del aparato administrativo al servicio de la Generalitat fue la constitución, hace tres años, del denominado Tribunal de Defensa de la Competencia, una entidad que preside Fernando Castelló, que fuera en su día consejero de Industria en el último Gobierno autonómico de Eduardo Zaplana. El tribunal está atendido por un jefe de servicio y una secretaria que ocupan su plaza por libre designación. Y un jefe de sección, un técnico jurídico y un subalterno, que ocupan la plaza por concurso. En sus tres años de existencia, el Tribunal de Defensa de la Competencia no ha tramitado un solo expediente. Ni uno. Todo un modelo de profesionalidad y vocación de servicio a los intereses de lo público.

El aparato administrativo al servicio del Consell de la Generalitat ha crecido de forma desmedida durante los últimos 16 años de mandato del PP al frente de la Administración autonómica, pero no es más profesional que antes. Al contrario.

El primer Gobierno de José María Aznar hizo en 1997 la Ley de Ordenación y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE), una norma aprobada por consenso de los dos grandes partidos. La LOFAGE establece que para ocupar un cargo de director general, un puesto de designación política, es imprescindible ser funcionario de carrera, ocupa una plaza ganada por concurso de méritos tras acreditar la necesaria capacidad para asumir la responsabilidad correspondiente.

Pero la normativa autonómica no recoge ese precepto. Cualquiera puede ocupar una plaza de director general. Y, una vez en el cargo, cualquiera puede elegir a los jefes de área y jefes de servicio que serán sus más directos colaboradores a través del procedimiento de libre designación, el más habitual para cubrir plazas de jefes.

Como resultado, los criterios políticos de selección priman sobre cualquier otro de mérito y capacidad para gestionar la cosa pública y para manejar los dineros de todos los contribuyentes.

Más aún, la falta de profesionalidad redunda en la ausencia de control de las decisiones políticas por parte de servidores públicos dispuestos a preservar el bien común.

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