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Columna
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La Caja ¿china?

Vaya jaleo, con los chinos finalmente dispuestos a ayudarnos a reestructurar las cajas de ahorro, y aquí queriendo endosarles incluso la alicantina que, como la falsa moneda, de mano en mano va y ninguno se la queda.

Quién nos iba a decir que algún día serían enajenadas estas huchas populares, previamente cautivas y desarmadas en manos de la política (y del PP) , convertidas en instrumento de intereses inconfesables hasta terminar cargando sobre sus chepas toneladas de activos tóxicos, y solares, urbanizaciones y pisos que no hay quien compre.

Pero sabios alberga esta columna que nos iluminarán sobre la situación, causas y consecuencias. Solo constato que, ante el peligro amarillo, de pronto las ondas cerebrales de mi memoria, igual que a Proust le evocaban los efluvios de la magdalena, han venido a rescatar otros distintos y también lejanos aromas: a tinta de pluma Parker para las anotaciones (manuales) en las libretas; al almidón de la camisa del abuelo, trabajador de cuello blanco; al sidol de la barandilla dorada y a la madera noble de las ventanillas; a las vetustas tapicerías de la calle San Fernando, sede central de la Caja. Con mayúsculas: de la Caja por excelencia, uno de los ejes sobre los que pivotaban no solo la economía sino también múltiples aspectos de la vidilla de aquella capital de provincias y de aquella provincia tan provincial.

Me crecieron las piernas al mismo tiempo que a Alicante le crecía (o excrecía) el Sureste. Y pronto, como bien señaló Mariano Sánchez Soler, todo fue surestismo: los escritores y las publicaciones, las bibliotecas y los campeonatos, la Teoría perpetrada por Vicente Ramos contra Joan Fuster para dar carta de naturaleza a este invento que se contraponía a la presunta valencianidad y no digamos a la perversa catalanidad: "Nuestra región natural, nuestro cuerpo y, también, nuestra historia más profunda".

Como hija y nieta de empleados de la Caja de Ahorros del Sureste de España, cada día de Reyes recibí juguetes de manos del patriarca de origen cartagenero. Y buena parte de mi infancia y primera juventud vinieron marcadas con el logotipo de la alcancía. Un Estado policial que no sabía de bienestares plebeyos delegó en el paternalismo financiero las becas escolares, concursos de fotografía, clubes sociales, instalaciones y justas deportivas, edición de libros y revistas, préstamos fin de carrera "al honor", viviendas y médicos para el personal, ayudas para estudiar fuera, el Aula de Cultura que tuvo con Carlos Mateo momentos de esplendor...

Todo aquello mudó al llegar los tiempos modernos. También el nombre, aunque algunos próceres quisieran resucitar el surestismo no hace tanto. Y otro cartagenero llamado Zaplana vino a gobernar lo que no era suyo, a decirle a la Caja en qué trapisondas debía apostar (y perder). Una historia ya sabida que acabará afectando a miles y despertando tantas melancolías como aquellas ilusiones juveniles ante un premio literario del Sureste. Con perdón.

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