Un hombre perplejo
Las últimas veinte veces que he visto a Juan Carlos Eguillor antes de que muriera la situación era muy parecida. A ver, nos topábamos por el barrio, en torno a la madrileña Plaza de San Ildefonso, donde los dos vivíamos (yo aún lo hago). Ya nunca nos citábamos, sencillamente nos encontrábamos. Él iba, como siempre, vestido de caballero, con su abrigo, el sombrero y el bastón en el que se apoyaba para soportar las dificultades que la diabetes provoca en los andares. Aquellos andares de enfermo que él convertía en una coqueta exhibición de clase. Tenía buena planta.
Algunas veces tomábamos un café, o una infusión (yo, un vino) y nos explayábamos sobre cómo están las cosas. Mal, están mal. Pero, sobre todo desconcertantes. Juan Carlos estaba perplejo ante lo que sucedía en el mundo. Y no sabía si iba a llegar a entenderlo. Ni lo de los países árabes, ni lo de las redes sociales, ni lo del papel de los periódicos. Estaba desconcertado y perplejo. Y no sabía si a esa situación podía responder mejor quedándose en nuestro barrio de Malasaña o marchándose al País Vasco. Al final, siempre se quedaba, porque decía que allí tenía quien le cuidara pero no acababa de divertirse.
Pensándolo bien, lo de estar perplejo le venía de siempre, aunque también de siempre su capacidad le había sobrado para meterse en los mundos que otros ni soñábamos que existieran. Jugando con la fotocopiadora primero, después con la moviola, el vídeo, los computadores. Yo me lo fui encontrando en casi todas esas épocas. Y tuve el privilegio de que ilustrara unas columnas mías para EL PAÍS que se llamaban Me pagan por esto, que guardo como oro en paño por esos dibujos. La idea de juntarnos fue de Rosa Montero, y salió bien, creo. Él me había ofrecido algún original, pero debía de aburrirle rebuscar entre los papeles de su ingente obra. A cambio, a mí no me ha dado tiempo a devolverle un cuaderno repleto de maravillosos cerditos voladores a los que no llegamos a animar en la empresa de 3D donde compartimos muchas horas.
Juan Carlos hizo, por supuesto, muchas cosas más de las que yo refiero porque me pillaron cerca. Hizo guiones, carteles para las fiestas de Bilbao, vídeos vanguardistas, ilustró a García Lorca, a Carmen Martín Gaite. No paraba. No paraba de trabajar ni de tener ideas, que desparramaba en desorden por el universo físico en el que se movía. Ideas para que las pillara quien quisiera, porque de eso de la propiedad intelectual no se preocupaba, tan seguro debía de estar de su talento.
A mí me gusta mucho su álter ego llamado Max Bilbao, que habita en la ría de la ciudad, y es otro hombre perplejo, como si de un amigo del escritor Robert Musil se tratara. Aunque más divertido y asequible.
La verdad es que el barrio se va a quedar bastante más aburrido sin Juan Carlos. Era un tipo inteligente, repleto de imaginación y generoso. Y se movía con mucha elegancia apoyado en el bastón que era una ortopedia y él convertía en un adorno.
Quién me iba a decir que Sol Gallego me mandaría hacer su necrológica. Estoy harto de hacer necrológicas de buenos amigos.
Jorge Martínez Reverte es periodista y escritor.
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