Épica presidencial
Como ha sabido ver Sol Gallego (EL PAÍS, 2 de enero de 2010), un hilo subterráneo une al Zapatero que retira las tropas de Irak y al que congela pensiones, sube la luz, abarata el despido: la conciencia heroica de sí mismo como alguien capaz de tomar decisiones arriesgadas o impopulares. En lo primero hay un cierto equívoco; la retirada de Irak fue una decisión acertada, como el tiempo confirmaría, pero era apoyada por el 90% de la población: no era especialmente audaz. La visión titánica de su misión es común a muchos gobernantes, incluyendo a los dos presidentes anteriores.
Nadie podría reprocharles esa inclinación. El oficio de gobernante se ha vuelto tan desagradable, tan expuesto al odio y el desprecio de los demás (rivales políticos, periodistas, humoristas, gente), que solo resulta soportable con un fuerte blindaje psicológico. Tener una elevada idea de sí mismo es condición para mantener el tipo cuando las palmas se vuelven lanzas (lo que ha ocurrido a todos los presidentes en el periodo final de sus mandatos). El psicoanalista italiano Piero Rocchini, autor de La neurosis del poder, publicó aquí hace unos 15 años una serie de retratos psicológicos de políticos conocidos. Utilizaba la expresión "síndrome del indispensable" para referirse al dilema del gobernante cansado del acoso implacable de enemigos múltiples, pero afectado a la vez por el aún más temible vértigo del olvido o la irrelevancia.
Ser político se ha vuelto tan desagradable que solo resulta soportable con un fuerte blindaje psicológico
Ahora le toca a Zapatero, convertido en chivo expiatorio del malestar nacional derivado de la crisis. Su estilo personalista de gobernar le hacía candidato a encarnar ese papel. Le quieren hacer pagar su exceso de seguridad, aquel balanceo de cabeza de quien se siente cargado de razón e invulnerable a las críticas. Las dudas que le han surgido sobre si presentarse por tercera vez o dar paso a otro candidato tal vez puedan explicarse a la luz de esa conciencia épica de su responsabilidad: no es lo mismo irse a empellones (como Margaret Thatcher, empujada por los notables de su partido) que por decisión propia, sacrificando su carrera en aras del interés público.
Ese interés pasa ahora por culminar el ajuste del gasto público y las reformas emprendidas, con el fin de volver a crear empleo. Medidas -le dijo el martes a Carlos Herrera- que hoy provocan desconfianza pero cuya necesidad se reconocerá en el futuro. Sobre el suyo propio dijo que la decisión de seguir o no es una cuestión de convicciones que no depende de datos coyunturales como los resultados de las elecciones de mayo. Si es por convicciones, no sería candidato, porque hay testimonios de su vieja intención de no permanecer más de dos legislaturas. Pero eso puede ahora entrar en contradicción con el principio de responsabilidad personal, que también invocó en la entrevista: los éxitos son siempre compartidos; los fracasos, del líder; y él nunca culpará a otros. La duda es qué resulta más heroico: dejar paso a otro para aminorar el alcance de la derrota o inmolarse en la pira electoral para evitar que sea el sucesor quien se queme.
El debate entre socialistas sobre esta cuestión es visto por la oposición conservadora como una confirmación a su propuesta de salida a la crisis: que se vaya Zapatero. La buena conciencia, de superioridad moral, ha sido durante años un rasgo de la izquierda, pero hay indicios de que ha cambiado de bando. Ahora son los políticos del PP, los economistas neoliberales y los tertulianos de la derecha o adoptados por ella quienes balancean la cabeza para denigrar con aire de superioridad a la socialdemocracia y a lo público por oposición a la eficiencia inteligente del sector privado.
No solo exageran los demasiado visibles errores de Zapatero, sino que los atribuyen a la ideología de la que se reclama, lo que les exime de plantear sus propias alternativas. Esto es tan peligroso para ellos como para la izquierda lo fue su dogmatismo de los años 70: cuando tantos creyeron que bastaba con colocarse en el sentido de la historia para tener razón. Sus equivalentes ultraliberales tienen otra receta universal: bajar impuestos, adelgazar el Estado, desregular los mercados. Y ante cualquier propuesta de medidas redistributivas o proyecto cultural o informativo serio, una sola pregunta: ¿cuánto cuesta?
El politólogo británico David Held es autor de Un pacto global (Taurus, 2005) obra presentada como "una alternativa socialdemócrata a la globalización". A fines del 2000 participó en un coloquio de los que por esa época organizaba Andrés Ortega en el Circulo de Bellas Artes de Madrid. El tema era "Culturas nacionales y globalización cultural". Tras escuchar sus propuestas, nuestro más conocido economista neoliberal planteó al ponente el consabido interrogante: ¿cuánto va a costar esto a los ciudadanos? La respuesta literal de David Held fue esta: 67 billones 999 millones de dólares. Hizo una pausa y añadió: es una broma, pero la pregunta también lo es.
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