Invierno de gambas rojas

No deja de resultar paradójico que un restaurante de playa situado a pocos metros del agua alcance su punto álgido en temporada de invierno. Una situación rara a la que contribuyen dos razones de peso, la tranquilidad de su comedor, más apacible que en verano, y el punto de ciertos mariscos, que atraviesan su mejor momento durante los meses fríos. Circunstancias a las que se suma la atipicidad de algunas de sus especialidades, propias de tierra adentro. ¿Alguien se imagina cochinillos castellanos de piel crujiente a la salsa de naranja al borde del Mediterráneo? ¿O arroces de monte, como el de pichón y setas, o el meloso de conejo y caracoles con el sutil complemento de trufa negra de Morella (Castellón)? ¿Y unos callos a la madrileña antológicos, solo equiparables a los que elaboran en dos establecimientos capitalinos como El Landó o La Tasquita de Enfrente?

No en vano los responsables de este lugar, los hermanos Juan Carlos y Manolo Alonso, segunda generación de hosteleros oriundos de El Escorial (Madrid), relevo familiar de una casa fundada en esta costa hace un cuarto de siglo, lo han convertido en uno de los rincones con mejores materias primas de la Comunidad Valenciana. "Acudimos a diario a la subasta de Gandía. Intentamos que nuestra despensa sea una prolongación de la lonja. Solo trabajamos lo que sale, aunque no sea barato", asegura Manolo, responsable de la sala. "Los cochinillos, hembras de 21 días, los recibimos de Burgos, mientras que a los callos les aplicamos la receta de mi madre".

A pesar de tantas concesiones cárnicas, Casa Manolo constituye una referencia insoslayable en la cocina marinera valenciana. Lo ratifica su carta, compuesta por recetas que rememoran sabores tradicionales pasados por filtros contemporáneos. Tras unas divertidas minihamburguesas de sepia, sigue una versión deconstruida de las patatas bravas en copa, suave puré de patatas sobre salsa roja picante. Son sabrosos los buñuelos de brandada de bacalao con remate de alioli, y magníficos los lomos de sardinas ahumadas sobre crema de queso con jugo de pimientos.

Por mucho que los enunciados inciten a centrarse en cosas concretas, lo ideal es organizar un menú de medias raciones. No están mal las verduras en tempura espolvoreadas de salsa romesco deshidratada, y decepcionan, en parte, los calamares a la plancha con crema de cebolla, insípidos de puro frescos. Superiores calificativos suscitan los pulpitos sobre un fondo de patatas, cubiertos por velo de tocino y germinados. En capítulo aparte figuran los mariscos de la costa (quisquillas de Santa Pola, gambas rojas hervidas en agua de mar y cigalas en costra de sal), todos antológicos, a los que se suman otros gallegos (ostras, almejas, percebes) que, a pesar de su calidad, se antojan fuera de contexto. Y en un listado paralelo, los arroces y fideuás, que, aunque acertados de punto, adolecen de exceso de grasa. Algo incomprensible, dada la fama que les precede. Defecto que agrede en el arroz seco de bacalao y coliflor y en la fideuá con sepia y gambas rojas.

La bodega, de la que se ocupa Tony Marco, no es rutinaria, y los postres (torrija con helado; homenaje a los bombones Ferrero Rocher) cumplen con desahogo. Lo mismo que la sala, en la que se prodigan los buenos propósitos.