Todo esplendor concluido
Otros años, cuando pastaban vacas gordas, la semana que ahora acaba era la de las tradicionales comidas de confraternización de las empresas, esos eventos en los que casi todo el personal se achispaba, relajaba sus controles sociales y terminaba diciendo (o haciendo, lo que era peor) cosas de las que se arrepentiría durante todo el año siguiente. En el mundo anglosajón, en el que más que las comidas prenavideñas se estilan los christmas parties con los compañeros de trabajo, son proverbiales los volcánicos encuentros sexuales de una sola noche entre empleados y jefes que han ido dejando crecer su deseo durante demasiado tiempo en el ámbito claustrofóbico y tenso de las empresas, donde la mayoría pasa más tiempo (despierta) que en su propia casa. Se trata de un fenómeno muy extendido y en torno al cual se desarrolla abundante literatura estacional: la prensa británica y norteamericana (sección "sociedad") es pródiga en estas fechas en consejos para evitar cometer errores irreparables, pero también en estrategias para propiciarlos (cómo llevarse al catre al jefe/jefa) y remediarlos (cómo evitar una posible demanda vengativa por acoso), así como en técnicas para afrontar lo inevitable y conducirse "el día después" en la oficina. Este año, con la crisis, los recortes y las "reestructuraciones", ni los parties de allá ni las pitanzas de aquí tendrán el esplendor de los de antes. Claro que, en realidad, nada lo tiene. Por ejemplo, y sin ir más lejos, en mi trabajo de campo por librerías de todo tipo no he necesitado por ahora ningún aforador (como el que emplean las azafatas) para contar a los clientes, que hasta el momento no irrumpen en masa en los establecimientos del ramo con el ímpetu de una manada de elefantes barritando. En cuanto a los títulos, se venden los que ya se venían vendiendo, que son los que las librerías exhiben en sus lugares estratégicos (a veces previo pago de los editores por el privilegio). Incluso en algunos grandes almacenes he comprobado que en la sección correspondiente han dispuesto algunas mesas de libros agrupados por precios (hasta 20, 30, 40 y 60 euros y más). Habida cuenta de que en cada grupo no cabe más de una docena de títulos y de que en esos establecimientos se persigue la máxima rentabilidad de cada centímetro cuadrado de exposición, me pregunto cómo se habrá decidido la oferta. Y es que, cuando se acaba el esplendor, a uno se le instala la mosca detrás de la oreja, queridos.
Clásicos
Decía Antoine Compagnon que los antimodernos avanzan mirando por el retrovisor. La imagen de mirar hacia atrás mientras uno se desplaza hacia adelante es literaria y filosóficamente fecunda. Ahí tienen, por ejemplo, al célebre ángel de la historia al que Walter Benjamin, basándose en el ángelus novus pintado por Klee, imaginaba (en sus Tesis de filosofía de la historia) alejándose velozmente de las ruinas del pasado, de las que, sin embargo, no podía apartar su mirada estupefacta. O a la mujer de Lot, que prefirió la nostalgia que la transformó en estatua. Volverse, por ejemplo, hacia los clásicos, a los que conviene regresar de vez en cuando en busca de respuestas. E, incluso, de preguntas, algo imprescindible en esta época de certezas inanes. Afortunadamente, la reedición de clásicos, antiguos y modernos (simplificando: del poema de Gilgamesh a William Faulkner) ha crecido exponencialmente en la última década y media, de manera que hay donde elegir. Gredos, el sello más noble de RBA, sigue alimentando su bien diseñada Biblioteca Básica (a precios de libros de bolsillo) con títulos procedentes de la imprescindible Biblioteca Clásica, que pronto va a publicar su volumen número 400. A las colecciones tradicionales de clásicos -Castalia, Cátedra, etcétera- les han salido competidores en muchos sellos independientes, que vieron cómo Alba irrumpía con fuerza en las librerías con su espléndido catálogo del siglo XIX. Ahora, hasta los grandes grupos han comprendido que reeditar los clásicos en tapa dura, sin aparato crítico disuasorio y dándoles tratamiento de novedad, como ha hecho Espasa, puede resultar rentable. Decía Calvino, acérrimo defensor de la lectura directa (y sin más notas que las imprescindibles) de los textos originales que "ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión". Por eso me agradan los clásicos sin aparato crítico que publica la Biblioteca Castro, quizás el proyecto editorial más ambicioso desde el punto de vista de nuestro patrimonio literario de cuantos se realizan en España. De entre sus últimas entregas elijo el volumen V (y último) de su serie Novela Picaresca, editado y prologado, como los restantes, por Rosa Navarro Durán.
Lezama
Si estos días se lee poco a José Lezama Lima (1910-1976), de quien mañana se conmemora el primer centenario, quizás se deba a que muchos lectores han dado la espalda a aquella apodíctica sentencia que el autor estampó en el íncipit de La expresión americana (1957; Alianza, 1969, hoy incomprensiblemente descatalogado): "Sólo lo difícil es estimulante". Pero, ¿es difícil Lezama? No tanto. Lo que ocurre es que, en una época en que la mayoría sólo demanda a la literatura que entretenga, Lezama es un intempestivo, un excéntrico obsesionado por el poder evocador de la palabra como portadora de sentido y como vehículo de las músicas y ritmos que residen en el lenguaje. La mayor dificultad que plantea su obra es que exige una condición de cumplimiento problemático en un mundo en que la idea del placer va demasiado unida a la de su satisfacción inmediata: y es que, para ser entendidos (y disfrutados), sus libros requieren tiempo y entrega. Como es uno de esos escritores (al igual que sus maestros barrocos) que sabe "pensar con imágenes", la lectura de sus obras propicia una experiencia distinta y estimulante; a cambio del esfuerzo, Lezama trata a su lector de tú a tú, suponiéndole la misma inteligencia y sensibilidad de la que hace gala. Poeta y ensayista antes que narrador, su fama le llegó, sin embargo, por una estupenda novela-palimpsesto en que narración, reflexión, erudición ensayística y ritmo e imagen poéticos constituyen un todo inseparable y extrañamente sensual. En 1966, cuando se publicó Paradiso (la mejor edición disponible es la de Alianza, que recoge la fijada por Cortázar y Monsiváis para la editorial Era), se la incluyó apresuradamente en el catálogo de grandes creaciones del boom, olvidando que sus primeros capítulos aparecieron en la revista Orígenes (que su autor había fundado con Rodríguez Feo) a partir de 1949. Lezama tardó casi veinte años en escribirla, como si se tratara de una especie de primoroso y exacto testamento o compendio de su literatura. Y es desde ella desde donde, en mi opinión, mejor puede recorrerse hoy su obra, hacia atrás (sus libros de poemas, sus ensayos y recopilaciones de artículos) y hacia adelante, incluyendo el poemario Fragmentos a su imán (1977) y ese cierre de Paradiso que constituye Oppiano Licario (1978), dos libros póstumos y desencantados que merecen particular atención.
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