Un acto de madurez coréutica
Quedaba la última creación de Mónica Runde como secuela final del Festival Madrid en Danza de este año, y ha sido un buen cierre, pues pone en evidencia aspectos destacables del trabajo de esta artista y su conjunto, uno de los pocos realmente estables de la región. Por otro lado, reafirma aquello de que la coreografía, la realización del proyecto coréutico, es un acto de madurez, salvo contadas y muy escasas excepciones.
La pieza Tris tras rebosa de material bailable y un empaque que surge de una disposición razonada del producto de danza, donde la metáfora del equilibrio es usada como eje estético. Aun teniendo dudas sobre la efectividad del vídeo inicial, al que no puede negarse intrínseca belleza formal, y de ciertos efectos proyectados de volutas de humo que rampantes suben por el muro negro de fondo, la calidad homogénea de los bailarines, su seriedad asumiendo unas escenas comprometidas y llenas de lirismo, hacen de la obra un logro en toda regla.
TRIS TRAS
Compañía 10 & 10 Danza. Coreografía: Mónica Runde. Música: J. S. Bach y Luis Miguel Cobo. Vestuario: Elisa Sanz y Maika Chamorro. Vídeo: Luis Gaspar.
Luces: Iván Martín. Centro de Nuevos Creadores. Sala Mirador. 5 de diciembre.
La pieza rebosa material bailable, con una luz como de cuadro barroco
Runde siempre ha jugado con planteamientos de humor distante, retos visuales que devienen diálogo y con soluciones plásticas que llevan al bailarín a exprimirse sobre el escenario. La iluminación juega aquí un papel decisivo al bañar los cuerpos como en los cuadros barrocos, oblicuamente y recalcando el protagonismo de los actos individuales acechando al colectivo y viceversa. Con esos haces de luz blanca rasante de gusto constructivista se dibujan abismos y horizontes perturbadores, a la vez que un telón de fondo, una perspectiva.
En ese espacio el grupo cita expresamente a la formación convencional en su sentido de ensemble o unísono al estilo geometrista, un fraseo compositivo que llega a un clímax expresivo en el paso a dos de Iker Arrue y Dacil González, guiados por una luz que lleva en mano la propia coreógrafa, especie de faro que penetra, husmea en la intimidad del diálogo.
Este dúo resulta el más intenso de la pieza y desemboca en dos escenas potentes. Primero, la que alude figuradamente a las cajas de música con bailarina y, luego, el conjunto de los cinco intérpretes con largos atuendos blancos que recuerdan más al traje ceremonial de los derviches que al tutú romántico, con los que la danza muestra apuntes girovagos, en un despliegue coral que lleva a un oscuro subyugante donde solo se acompañan del frufrú de la seda contra el tul. Ese efecto desemboca en los desnudos finales, barrocos, torturados, a la vez que en una posible senda de liberación. La coreógrafa, que ocupa a los bailarines en unos escorzos pronunciados, lentos y de intención pictórica, ha asegurado que no hay argumento en cuanto narración en su obra, pero se pueden armar figuras donde el vocabulario se afila siempre en una productiva ganancia espacial. La secuencia de los equilibrios es repetida al final de manera simbólica e individualizada, un eficiente recurso teatral. La sala estaba a rebosar y recompensó con largos aplausos.
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