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Columna
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La radio del ruso

Juan Cruz

Hace muchos años, cuando los soviéticos, un agregado cultural de la Embajada de la URSS en Madrid me invitó a visitarle en su despacho de aquel lugar sin límites. Me sometieron a los controles que son habituales en sitios así, y luego me metieron en un cubículo en el que aquel joven de pelo sedoso y casi blanco parecía sentirse extremadamente incómodo. Así que me convidó a salir a la calle, a su automóvil, en el que quiso conducirme de vuelta al periódico.

Extraña proposición, debí pensar entonces. Este hombre me convoca a su Embajada, en la que quiere comentar iniciativas soviéticas para dar a conocer aquí su cultura, pues yo fungía entonces de responsable de las páginas de cultura de este periódico, y cuando ya me tiene delante quiere devolverme al periódico.

En aquellos tiempos había todo tipo de diplomacia, incluyendo la diplomacia peripatética. Y el periodismo peripatético. Felipe González, que aún no era presidente del Gobierno, convocaba a los periodistas (uno a uno, esa es la verdad) y los hacía caminar incansablemente mientras él iba desgranando sus teorías. La entrevista más sosegada que tuve en mi vida con Javier Solana fue en un tren inglés, mientras él se comía un bocadillo de tomate y queso.

De modo que no resulta raro despachar asuntos, e incluso entrevistas, mientras se camina o se almuerza en un tren. Lo que proponía este diplomático soviético era quizá un tanto diferente, pues lo que quería era que resolviéramos sus curiosidades y las mías mientras íbamos en su automóvil camino de Miguel Yuste.

El coche del diplomático era bastante sencillo; carecía de los blindajes de los coches de sus jefes. Él hablaba un español bastante clarito, dulcificado por su aprendizaje en escuelas cubanas, así que la charla podía ser llevada sin excesivos tropezones. La charla que habríamos de tener pero que luego no tuvimos, en realidad.

Lo que ocurrió fue lo siguiente. Una vez sentados ambos ante los mandos del coche, y puesto este en marcha, el diplomático me preguntó por algo para lo que yo no estaba preparado, o al menos lo estaba como cualquiera que hubiera leído el, ya entonces muy público, Libro de Estilo de EL PAÍS. Lo que él quería saber, más que de la cultura española, era de la opinión que EL PAÍS se formaba sobre los asuntos de la actualidad, incluidos sobre todos los asuntos que ocurrían detrás del otrora importante telón de acero. ¿Y de la cultura soviética tampoco quería hablar? No, no, eso era un pretexto para encontrarnos; no lo dijo así, pero en el aire flotó que a él solo le interesaba que habláramos sobre la opinión de EL PAÍS.

Hecha la pregunta, cómo se hace la opinión en EL PAÍS, el diplomático soviético encendió la radio. Luego alguien me dijo que lo había hecho para grabar lo que yo le dijera. Y lo que yo le dije fue lo que decía el Libro de Estilo. Él insistió en saber más, pero la verdad es que no supe decirle mucho más. Él apagó la radio mucho antes de llegar a Miguel Yuste. Me ha venido esto a la memoria observando que los diplomáticos no paran de apuntar lo que oyen, para irlo contando; y por lo que he leído estos días los norteamericanos lo hacen con más aprovechamiento porque, además, hablan con la gente adecuada.

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