Berlanga, todavía
Tengo para mí que una de las películas más estimables, y más feroz, de Luis García Berlanga fue El verdugo, una asombrosa recreación en clave de comedia tétrica de las barbaridades que hay que hacer para asegurarse las lentejas, argumento principal de casi todas sus películas. Más allá del aparente costumbrismo del director valenciano, estallaba en su interior una explosión de violencia que no era frecuente en el cine español de aquellos años, siempre atenuada por perfectos golpes de humor, digamos, cotidiano. Ya le jodió a Berlanga que le impusieran a un actor como Nino Manfredi (prefería a López Vázquez, que no era tan galán, porque parecía inverosímil que con esa planta Manfredi se viera involucrado en semejantes desventuras), pero resolvió el asunto en una escena genial: Manfredi tontea con la hija del verdugo (impagable Emma Penella, espléndido Pepe Isbert) en la Casa de Campo para ligarse a la hija y heredar el puesto del padre, y entonces bailan al son de la música de un transistor de domingo y él pisa una mierda, que no es otra cosa que un icono de la clase de merder en el que se está metiendo, mientras los dueños del transistor lo apagan diciendo que si quieren bailar que lo hagan con su propia música. Es imposible unir tanta antropología de la miseria y de la mezquindad de la época en un solo plano de no más de dos minutos de duración. ¿El pesimismo? Cuando el joven verdugo ha cumplido con su primer trabajo, dice que no piensa repetirlo nunca más, y el verdugo jubilado responde que eso mismo dijo él.
Podría añadirse que Berlanga manejó como pocos un costumbrismo de estirpe pintoresca que toma muchas veces las formas de un tremendismo vinculado por lo común a la soledad y a la insolidaridad. Pocos de sus personajes están tan solos como el Cassen de Plácido, urgido en Nochebuena para abonar una letra del motocarro con el que se gana la vida, o como, en otro registro, el Michel Piccoli de Tamaño natural cuando una pandilla de desaprensivos más o menos proletarios mancillan a su muñeca hinchable. Por cierto, que en esa película Berlanga desborda sus aficiones de erotómano más o menos pasivo para montar una cierta tragedia a cuenta de la comunicación ilusoria.
Si no recuerdo mal, he visto tres veces en mi vida a Berlanga. Una, ya hace años, en la desaparecida Cervecería Madrid, donde charlamos un par de horas de no recuerdo ya qué cosas. Otra, un poco antes, en una sesión de cine-club donde presentó Plácido y Ángel Carrasco, gurú del asunto, le pidió permiso para espetarle que no le había gustado nada, ante lo que saltó Josep Lluís Blasco para decirle que, bueno, en fin, que exageraba un poco. Y la última, para hacerle una entrevista cuando vino por aquí para dirigir en el Centre Dramàtic Tres forasters de Madrid. En fin, aparte de eso, estaba muy guapo en sus últimas imágenes de anciano, hay que decirlo.
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